Capítulo 9

Taylor, Silver y yo nos quedábamos a veces en los lavabos durante la hora del almuerzo. Fumábamos cigarrillos, nos peinábamos e intercambiábamos datos interesantes no accesibles al público en general acerca de las mujeres.

Poco después del día de Acción de Gracias les conté a Taylor y Silver, y a un par de fanáticos del tabaco que prácticamente vivían en los lavabos, la historia de cómo maté al pavo en Chinook.

—Se la volé, tío, ¡le volé la maldita cabeza!

Al principio nadie respondió. Silver hizo la inhalación francesa y luego echó el humo lentamente hacia el techo.

—Con un 22 —dijo.

—Exacto —dije—. Winchester 22. Mecanismo de repetición.

—Wolff, eres un jodido mentiroso —dijo él.

—Que te jodan, Silver. Me importa un carajo lo que creas.

—Lo único que conseguirías con un 22 es hacerle un agujero en la cabeza.

Di una chupada y dejé que el humo saliera de mi boca mientras hablaba.

—Con una sola bala, puede.

—Ah, ya entiendo. Le diste más de una vez. Mientras volaba. En la cabeza.

Asentí.

Silver se carcajeó. Los otros también daban muestras de incredulidad.

—Que te jodan, Silver —dije, y cuando él se carcajeó otra vez repetí—: Que te jodan. Que te jodan.

Aún repitiendo esto, me acerqué a la pared, que estaba recién pintada, y saqué mi peine de chica. Todos llevábamos uno, con el rabo asomando por el bolsillo trasero del pantalón. Con el rabo del peine arañé las palabras QUE TE JODAN en la pintura blanda y le dije a Silver una vez más:

—Jódete.

Los dos fanáticos del tabaco tiraron sus cigarrillos y se largaron. Silver y Taylor hicieron otro tanto. Yo tiré el peine al suelo y les seguí.

Durante la primera clase después del almuerzo el subdirector visitó todas las aulas y exigió que se le dieran los nombres de los responsables de la obscenidad escrita en los lavabos de los chicos. Dijo que estaba harto del comportamiento delictivo de unas cuantas manzanas podridas. Esas manzanas tenían nombre. Bueno, pues quería esos nombres y los iba a conseguir aunque tuviera que dejarnos a todos allí encerrados toda la noche.

El subdirector era nuevo y terco; hablaba en serio. Yo sabía que no dejaría correr el asunto, que seguiría investigando hasta que me cogiera. Me asusté. Más que su ira, me asustaba su rectitud, tanto que me entraron retortijones. A medida que pasaba la tarde el dolor se hacía más fuerte y tuve que ir a la enfermería. Allí fue donde el subdirector vino por fin a buscarme.

Le dio una patada a la camilla donde yo estaba tumbado, encogido y sudando.

—Levántate.

Le miré confuso y dije:

—¿Qué?

—Que te levantes. ¡Ahora mismo!

Me senté a medias, aún poniendo cara de incomprensión. La enfermera se acercó a la puerta y preguntó qué pasaba. El subdirector le dijo que yo estaba fingiendo.

—No estoy fingiendo —dije acaloradamente.

—Es indudable que tiene dolores —le dijo ella.

—Lo está fingiendo —dijo el subdirector.

Le explicó que esto no era más que una estratagema para evitar el castigo por algo repugnante que había hecho. La enfermera se volvió hacia mí con expresión burlona. Había sido simpática y dulce conmigo; no podía soportar que pensara que yo era la clase de persona que se aprovecha de la amabilidad de los demás o que escribe porquerías en las paredes de los lavabos. Y en ese momento no lo era.

Empecé a decir algo en este sentido, pero el subdirector no estaba dispuesto a permitírmelo.

—Vamos —dijo. Me agarró por una oreja y me obligó a ponerme de pie—. No estoy aquí para discutir contigo.

La enfermera le miró fijamente.

—Espere un momento —dijo.

Él me sacó al pasillo y me llevó hacia su despacho tirándome de la oreja, de modo que yo tenía que andar de lado y mantener la cara levantada hacia el techo e iba andando a trompicones y agitando los brazos como un espástico.

—Voy a llamar a su madre —dijo la enfermera—. ¡Ahora mismo!

—Ya la he llamado yo —contestó el subdirector.

Cuando mi madre llegó yo llevaba casi una hora con el subdirector y había llegado a convencerme por completo de mi propia inocencia. Cuanto más insistía en ella más se enfurecía él y cuanto más se enfurecía él más imposible me resultaba creer que yo hubiera hecho nada para merecer tanta furia. Yo sabía que él estaba a punto de pegarme; esto me hacía sentir un desprecio por él que él notaba, lo cual a su vez le ponía más al borde de la violencia e incrementaba aún más mi sensación de malos tratos e inocencia. Y a medida que crecía su ira aumentaba mi desprecio, porque me daba cuenta de que no era el autodominio lo que le impedía pegarme sino alguna clase de control institucional.

Pero seguía dándome miedo. Era como ser atacado por un perro que tensa al máximo su correa.

Así estaban las cosas cuando llegó mi madre. Había hablado con la enfermera de la escuela y enseguida le preguntó al subdirector quién se creía que era para llevarme agarrado de las orejas. Él dijo que ésa no era la cuestión, señora Wolff, no confundamos las cosas, pero ella le contestó que para ella sí era ésa la cuestión. Se encaró con él desde el otro lado de la mesa. Estaba erguida, pálida y hostil.

La cuestión, le dijo el subdirector, era que yo había violado la propiedad de la escuela y la ley. Por no hablar de la decencia.

Mi madre me miró a mí. Vi lo cansada que estaba y ella debió ver qué dolores tenía yo. Negué con la cabeza.

—Está usted equivocado —le dijo.

Él se rió de un modo desagradable. Luego expuso el caso, que consistía en el testimonio de los chicos que estaban en los lavabos cuando las palabras obscenas fueron escritas en la pared.

—¿Qué palabras obscenas? —preguntó ella.

Él vaciló. Luego, de mala gana, dijo:

—Que te jodan.

—Hay una sola palabra obscena —dijo mi madre.

Él reflexionó. Luego dijo que, dado el contexto concreto, consideraba que te era una palabra obscena.

Dije que yo no lo había hecho.

—Si él dice que no lo ha hecho es que no lo ha hecho —afirmó mi madre—. Él no miente.

—¡Pues yo tampoco!

El subdirector se puso de pie con un impulso. Abrió la puerta y llamó a los dos fanáticos del tabaco, que estaban esperando en la antesala. Entraron juntos y después de echar una mirada avergonzada en dirección a mí mascullaron consecutivamente su triste historia dirigida al suelo, mientras yo les miraba con cínica incredulidad.

Cuando terminaron, el subdirector les dio unos pases y les ordenó que se fueran. Ahora actuaba de un modo muy controlado, se sentía totalmente dueño de la situación.

—Mienten —dije.

Su placidez se le cayó como una máscara.

¿Por qué? —preguntó—. Dame una razón.

—No sé —dije—, pero mienten.

—Así no vamos a llegar a ninguna parte —dijo mi madre—. Creo que será mejor que hable con el director.

El subdirector dijo que tenía plena autoridad en este caso. Él era el encargado de resolver el asunto. Sería mejor que comprendiésemos que lo que él dijera valía.

Pero mi madre no cedía. Al final conseguimos ver al director.

El director era un hombre furtivo, de cara lívida, que temía a los niños y los evitaba quedándose en su despacho todo el día. Hacía bien en evitarnos. Llevaba su debilidad de un modo que provocaba la beligerancia y la crueldad. Cuando mi madre y yo entramos en su despacho se empeñó en charlar con ella como si hubiese pasado por allí para ver qué tal iban las cosas.

En un momento dado se inclinó hacia delante y me examinó los dedos.

—¿Es eso nicotina? —me preguntó.

—No, señor —contesté.

—Espero que no.

Se recostó en su asiento. Se le abrió la chaqueta y reveló unos tirantes verdes.

—Te contaré una historia —dijo—. Apréciala en lo que vale. No te acuso de nada, pero si oyes algo que pueda serte útil, tanto mejor —sonrió y puso los dedos en forma de campanario—. Yo solía fumar cigarrillos. Empecé a fumar en la universidad por la presión de los compañeros y cuando quise darme cuenta estaba en dos paquetes diarios. Además, aquellos eran cigarrillos de verdad, no con filtro como los que tenéis ahora. Lo primero que hacía al despertarme por la mañana era coger un cigarrillo y siempre fumaba uno antes de acostarme por la noche.

»Bueno, pues una noche iba a coger un cigarrillo y, mira por dónde, el paquete estaba vacío. Me había quedado sin un solo pitillo. Era tarde, demasiado tarde para despertar a ningún compañero del colegio mayor. Normalmente habría cogido un par de colillas del cenicero, pero daba la casualidad de que cuando terminé de estudiar había vaciado el cenicero en la papelera y arrojado su contenido al incinerador. Así que me encontraba sin mi acostumbrado cigarrillo nocturno.»

Hizo una pausa, recordando lo insensato que era de joven.

—¿Sabes lo que hice? Te lo diré. Empecé a andar en círculos con el corazón latiendo a mil por minuto. «¿Qué voy a hacer? ¿Qué voy a hacer?», me repetía. Lo que acabé haciendo fue bajar corriendo al vestíbulo. Los ceniceros estaban vacíos. Entonces empecé a rebuscar en los cubos de basura que había fuera. Al fin encontré uno que tenía colillas. Pero cuando metí la mano hasta dentro, hasta el fondo de un cubo de basura, pensé de pronto: «Eh, alto ahí, tío». Volví a mi habitación y éste es el día en que no he vuelto a fumar un cigarrillo.

Me miró.

—Pero, ¿sabes lo que hice? Todos los días ahorré la cantidad exacta que hubiera gastado en cigarrillos. Únicamente como experimento. El año pasado lo reuní todo y, ¿sabes lo que me compré?

Negué con la cabeza.

—Cogí ese dinero y me compré un Nash Rambler.

Mi madre se echó a reír.

El director se apoyó en el respaldo y sonrió inseguro. Mi madre sorbía y rebuscaba en su bolso. Encontró un kleenex y se sonó, como si padeciera un tipo de resfriado que la hiciera reír a carcajadas.

—Piénsalo —dijo el director—. Es lo único que te digo, piénsalo bien.

Mi madre dejó que el director divagara durante un rato, luego le hizo volver al asunto. Él se puso inquieto e incómodo. Dijo que preferiría que fuese el subdirector quien decidiese.

Mi madre se negó. Le dijo que el subdirector me había maltratado estando yo enfermo. La enfermera de la escuela le había visto hacerlo. Si se veía obligada a ello, dijo mi madre, estaba dispuesta a hablar con un abogado. No deseaba hacerlo, pero lo haría.

El director no veía razón para llegar a eso. No por una sola obscenidad.

—No ha sido él —dijo mi madre.

El director mencionó tentativamente, incluso con renuencia, el testimonio de los dos fanáticos del tabaco. Mi madre se volvió a mí y me preguntó si decían la verdad.

—No.

—Él no me miente —afirmó mi madre.

El director se revolvía nerviosamente. Parecía a punto de salir huyendo.

—Bueno —dijo—, evidentemente hay alguna confusión en todo esto.

Mi madre esperó.

Él la miró, luego a mí y de nuevo a ella.

—¿Qué espera que haga? ¿Dejarlo correr? —como ella no respondía, dijo—: De acuerdo. ¿Qué le parecen dos semanas?

—Dos semanas, ¿de qué?

—De suspensión.

—¿Dos semanas de suspensión?

—Una semana, entonces. La mitad. ¿Le parece justo?

Ella miró a la mesa con el ceño fruncido y no dijo nada.

Él la miró implorante.

—No es tanto tiempo. Son sólo cinco días —luego dijo de repente—: Está bien. Lo dejaré pasar por esta vez. Para usted está muy bien —añadió—. Usted no tiene que trabajar aquí.

Las clases habían terminado cuando salimos del despacho del director. Caminamos por los pasillos vacíos y nuestros pasos hacían eco entre las largas filas de armarios. Yo seguía teniendo retortijones. Empeoraron al empezar a moverme otra vez, y camino de la salida tuve que meterme en los lavabos. El bedel ya había estado allí. Había convertido lo que yo había escrito en QUE TE DOPAN.

Era demasiado tarde para que mi madre volviese a la oficina, así que se vino a casa conmigo. Marian se olió que había una historia e interrogó a mi madre hasta que se la sacó. Estábamos sentados a la mesa de la cocina y mientras escuchaba a mi madre, los ojos de Marian pasaban una y otra vez de ella a mí y su cabeza daba pequeñas y bruscas sacudidas como para quitarse el agua. Luego su mirada se posó sobre mí y no se movió. Cuando mi madre terminó el relato, indignada de nuevo por la forma en que me habían tratado, Marian me pidió que las dejara solas.

Escuché desde el cuarto de estar. Mi madre discutía al principio, pero Marian la abrumó. Esta vez iba a hacer que mi madre viera la luz. Marian no estaba enterada de todas mis fechorías, pero sabía lo suficiente como para que le durara un buen rato y puso gran convicción en ello, dando todas las notas que conocía de la canción de mi mala conducta.

Seguía y seguía. Me retiré al piso de arriba, al dormitorio, y esperé a mi madre ensayando las respuestas a los cargos que Marian había presentado contra mí. Pero cuando mi madre entró en la habitación no dijo nada. Se quedó un rato sentada en el borde de la cama frotándose los ojos; luego, con movimientos lentos, se desnudó hasta quedarse en combinación, entró en el cuarto de baño, llenó la bañera y permaneció tumbada en el agua mucho tiempo, como hacía a veces cuando cogía frío al venir a casa por la noche bajo la lluvia.

Yo tenía mis respuestas preparadas, pero no hubo preguntas. Cuando mi madre terminó de bañarse se echó en la cama y estuvo leyendo, luego hizo la cena y leyó un poco más. Se acostó temprano. Las respuestas continuaban viniendo a mi mente en la oscuridad, pruebas de mi inocencia que yo sabía que eran falsas pero que no podía parar de inventarme.

Dwight vino a la ciudad ese fin de semana. Pasaron mucho tiempo juntos, y finalmente mi madre me dijo que Dwight insistía en hacerle una proposición que ella se sentía obligada a considerar. Le proponía que después de Navidad yo me trasladase a Chinook y viviese con él y fuera a la escuela de allí. Si las cosas salían bien, si yo hacía un verdadero esfuerzo y me llevaba bien con él y con sus hijos, ella dejaría su empleo y aceptaría su propuesta de matrimonio.

No trató de presentarme nada de esto como una gran noticia. Por el contrario, habló como si considerara este plan un deber que sería egoísta por su parte no cumplir. Pero primero quería contar con mi aprobación. Pensé que no tenía elección, así que se la di.