Capítulo 28

Pearl se sentía abandonada cuando mi madre se fue, y a mí me daba pena de ella. Le permitía almorzar conmigo a veces. Después de todo, teníamos mucho de qué hablar. La trataba de una forma descaradamente paternalista y ella me lo consentía. Escuchaba sin discutir mis francas opiniones sobre lo que debería hacer para resultar más guapa y más popular. La verdad es que no estaba tan mal, sobre todo desde que mi madre la llevó a un médico para que le arreglara lo de la calva. Tenía una belleza delgada y nerviosa, pero yo no la veía. Pensaba que era patética y ella también lo pensaba.

Una cálida tarde, un viernes de mayo, nos llevamos el almuerzo a las gradas de sol del campo de fútbol. Había otros chicos a nuestro alrededor, comiendo y fumando en grupos y mirando hacia la brillante hierba como si se estuviese celebrando un partido. Hablamos de una cosa y otra y Pearl mencionó que Dwight pensaba ir a Seattle esa noche, supuestamente para pasar el fin de semana con Norma, pero en realidad para ver a mi madre y tratar de convencerla de que volviese con él. Iba a llevarse a Pearl como munición de refuerzo.

No me agradó oír esto. Chuck iba a llevarme a Seattle al día siguiente para que pudiese almorzar con el señor Howard y luego probarme la ropa, y había esperado ver a mi madre antes de volver a casa. Ahora que existía la posibilidad de que me encontrase a Dwight tenía que renunciar a la idea.

Pero más tarde ese mismo día vi exactamente lo que tenía que hacer. Chuck consintió en ayudarme aunque con ciertas condiciones. Una hora después de media noche empujamos su coche hasta la carretera y luego fuimos valle arriba hasta Chinook. Chuck respetó el límite de velocidad y no bebió.

El campamento estaba oscuro y silencioso. Cuando nos acercamos a la casa, Chuck apagó las luces y el motor y se detuvo. El Ford de Dwight no estaba a la vista. Me bajé y di la vuelta a la casa para estar seguro. Chuck se quedó en el coche. Ambos creíamos que si no entraba en la casa ni tocaba nada no podría ser considerado legalmente responsable en el caso de que me cogieran a mí.

Como siempre, la puerta no estaba cerrada con llave. Me puse los guantes que había traído y entré en la trascocina. Sabía que debía ir derecho al asunto y salir de allí lo antes posible, pero me metí en la cocina. La nevera estaba casi vacía. Me preparé un sándwich de mantequilla de cacahuete y me serví un vaso de leche y los llevé con mis manos enguantadas de habitación en habitación, dándoles a los interruptores de la luz hasta que toda la casa estuvo iluminada.

El cuarto de Pearl olía a perfume. Me senté en su mesa y abrí su diario. No había escrito nada desde la última vez que yo lo había leído. Me levanté y me fui a mi antiguo cuarto. Las dos camas estaban desnudas. Todavía había por allí unas cuantas cosas de Skipper, botas viejas, un aparejo de pesca, una pila de revistas de coches, pero mi uniforme de explorador colgado en el armario era el único signo de que yo hubiese vivido alguna vez allí.

Fui al cuarto de Dwight. Aunque sabía que él no estaba, contuve el aliento, giré muy despacio el pomo de la puerta y luego la abrí de golpe. La cama estaba sin hacer. El aire olía a agrio. Encendí la luz y hurgué por todas partes. En uno de los cajones de la cómoda encontré un montoncito de impresos oficiales de los exploradores, entre otros los que los jefes mandan al cuartel general para informar de que sus chicos han pasado las pruebas correspondientes a las diversas clases e insignias. Cogí unos cuantos. Puesto que Dwight no quería ascenderme a Águila, tendría que ascenderme yo mismo.

Volví a la cocina, enjuagué el vaso y lo guardé en el armario. Luego apagué todas las luces de la casa y llevé un par de rifles de tiro al blanco al coche. Chuck salió para abrir el maletero y empezó a protestar. ¿Qué coño había estado haciendo? ¿Dónde coño había estado? Me di cuenta de que estaba fuera de sí, así que no traté de contestarle. Regresé a la casa y cogí las dos escopetas. Luego me llevé el Marlin y el Garand. En mi último viaje arramblé con los prismáticos Zeiss, el cuchillo de monte Puma y una funda de cuero trabajado que Dwight había comprado para el Marlin. Había pensado usarla cuando fuese a cazar alces a caballo, algo que nunca llegó a hacer.

Chuck colocó estas cosas en el maletero y las cubrió con los sacos de arena que llevaba como tracción para cuando nevaba. Luego nos largamos. Chuck seguía harto de mí, pero estaba demasiado nervioso para decir nada. Se mantuvo otra vez dentro del límite de velocidad y condujo con histriónica corrección. Nuestro gran temor era que nos parasen. Esa posibilidad nos tenía inquietos y silenciosos. Fumamos y escuchamos la radio. Las canciones sonaban con fuerza o se desvanecían a medida que una montaña daba paso a un prado y un prado a una montaña. Mirábamos por la ventanilla las enormes formas moradas de las montañas, el río, la carretera serpenteante y desierta. Cada vez que nos cruzábamos con otro coche, Chuck bajaba consideradamente las luces y reducía la velocidad como si fuese muy rápido. Conducía tan cuidadosamente que cualquier patrullero competente nos habría parado enseguida.

Pero tuvimos suerte. Llegamos a casa, empujamos el coche por el camino de entrada, nos metimos en la cama y logramos unas horas de sueño antes de que el señor Bolger mandase a una de las niñas a buscarnos para desayunar. El señor Bolger estaba de buen humor. Tenía motivos para ello. La mañana era fresca, Chuck seguía en libertad y soltero y al cabo de dos semanas yo estaría camino de California. Mientras nos dábamos un banquete de jamón, sémola y huevos, el señor Bolger extendió un mapa sobre la mesa y nos señaló la ruta a Seattle. Sin llegar a decirlo, nos dio a entender que este viaje era una nueva oportunidad de demostrar nuestra seriedad. Teníamos que ir directamente a casa. Nada de desviaciones. Nada de autoestopistas. Nada de alcohol. El señor Bolger trató de mostrarse severo mientras nos daba instrucciones, pero estaba claro que disfrutaba enviándonos a lo que él consideraba un asunto de cierta trascendencia. Y lo era, aunque no exactamente en el sentido que él imaginaba.