Capítulo 20

Concrete era un pueblo dependiente de una compañía, la sede de la Compañía de Cementos Lone Star. Las calles, las casas y los coches estaban grises a causa del polvo de cemento procedente de la fábrica. En los días sin viento flotaba en el aire un velo de polvo, tan denso que a veces tenían que suspender los entrenamientos de fútbol. El instituto de Concrete miraba sobre el pueblo desde una colina cuyas laderas habían sido cubiertas de cemento para impedir que las lluvias se llevaran la tierra. Cuando yo empecé las clases allí, no mucho después de que se construyera, las laderas de cemento habían empezado a agrietarse y a correrse, revelando el entramado de alambre sobre el que se había vertido el cemento.

Al instituto asistían alumnos de un extremo a otro del valle. Eran hijos de granjeros, camareras, transportistas de troncos, obreros de la construcción, camioneros, jornaleros itinerantes. La mayoría de los chicos ya tenía un empleo. No trabajaban para ahorrar dinero sino para gastárselo en sus coches y en sus novias. Muchos de ellos se casaban estando aún en el instituto y luego lo dejaban para trabajar jornada completa. Otros se alistaban en el ejército o en infantería de marina, nunca en la marina. Unos pocos se convenían en delincuentes menores. Los chicos del instituto de Concrete en general no se veían a sí mismos como futuros universitarios.

En el instituto había algunos profesores buenos, la mayoría mujeres maduras a quienes no les importaba que se rieran de ellas por recitar poesía o por derramar una lágrima mientras describían la batalla de Verdun. No había muchas de éstas.

El señor Mitchell nos daba educación cívica. También actuaba como reclutador extraoficial para el ejército. Había servido durante la Segunda Guerra Mundial en «el teatro de operaciones europeo», como a él le gustaba decir, y había llegado a matar hombres. A veces nos traía diferentes objetos que había cogido de sus cuerpos, no sólo medallas, que se podían comprar en cualquier tienda de empeño, sino también cartas en alemán y carteras con fotos familiares. Cada vez que queríamos distraer al señor Mitchell para que no nos pidiera redacciones que no habíamos escrito le preguntábamos por las circunstancias en que había matado a esos hombres. El señor Mitchell se agachaba detrás de su mesa y miraba por encima, luego rodaba hasta el centro del aula y se ponía de pie de un salto gritando ta-ta-ta-ta-ta. Pero alababa el valor y la disciplina de los alemanes y decía que en su opinión nos habíamos equivocado de lado. Deberíamos haber tomado Moscú, no Berlín. Respecto a los campos de concentración, teníamos que recordar que casi todos los científicos judíos habían perecido allí. Si hubiesen vivido habrían ayudado a Hitler a poner a punto su bomba atómica antes de que nosotros hiciésemos la nuestra y hoy estaríamos todos hablando alemán.

El señor Mitchell se apoyaba mucho en los medios audiovisuales para dar sus clases. Vimos las mismas películas muchas veces, documentales de combate y cuentos cautelares producidos por el FBI acerca de chicos de instituto en Anytown, U.S.A., que eran engañados para que se afiliasen a células comunistas. En el examen final el señor Mitchell nos preguntó: «¿Cuál es vuestra enmienda preferida?» Estábamos preparados para la pregunta y todos dimos la respuesta correcta —«El derecho a llevar armas»—, excepto una chica que contestó «La libertad de expresión». Por esta impertinencia suspendió no sólo la pregunta sino todo el examen. Cuando arguyó que lógicamente no podía calificar esa respuesta como equivocada, el señor Mitchell se enfadó y la echó de clase. Ella se quejó al director, pero no consiguió nada. La mayoría de los chicos de la clase pensaron que se estaba haciendo la marisabidilla; yo entre ellos.

El señor Mitchell también daba educación física. Había introducido el boxeo en el instituto y todos los años organizaba una velada. Cientos de personas pagaban buen dinero por vernos a los chicos pegándonos a lo bestia.

La señorita Houlihan nos enseñaba dicción. Unos años atrás había adoptado una teoría de la elocución que tenía que ver con «profundizar» en busca de las palabras en lugar de simplemente decirlas, como si estuvieran ya perfectamente formadas en nuestros estómagos y en espera de que las sacaran, igual que las truchas en el estanque de un criadero. En vez de utilizar los labios simplemente teníamos que dejar que las palabras «escaparan». Esto era difícil de aprender. La señorita Houlihan era partidaria de perfeccionar la primera lección antes de pasar a la siguiente, así que estuvimos la mayor parte del año repitiendo «Hiawatha» en un arreglo coral que ella misma había concebido. Le gustaba tanto que en la primavera nos llevó a un torneo de dicción en Mount Vernon. La competición se celebraba al aire libre y empezó a llover cuando estábamos sentados declamando en El Gran Círculo. Llevábamos disfraces de indios hechos con sacos de arpillera que habían contenido cebollas. Al mojarse, la arpillera empezó a apestar. No fuimos los únicos que lo notamos. Pero la señorita Houlihan no nos permitió abandonar. Daba vueltas por la parte exterior del círculo, murmurando: «Profundizad, profundizad». Al final nos descalificaron por llevar el ritmo con un tantán.

Caracaballo Greeley nos daba clases de manualidades. En la clase introductora para cada grupo de primer año tenía la costumbre de dejarse caer sobre un pie un bloque de hierro de veinte kilos. Lo hacía para llamar la atención y para presumir de sus zapatos Tuff-Top, que tenían la pala de acero reforzado. En su opinión todos deberíamos usar Tuff-Tops. No se podían comprar en las tiendas normales, pero podíamos encargarlos a través de él. Cuando yo estaba en segundo curso en Concrete hubo un impetuoso alumno de primero que trató de coger el bloque de hierro cuando caía hacia el pie de Caracaballo y se machacó los dedos.

Yo traía buenas notas al principio. Era un fraude; copiaba los deberes de otros chicos en el autobús que nos llevaba a Concrete y estudiaba para los exámenes en los vestíbulos y los pasillos cuando iba de un aula a otra. A partir del primer trimestre ni siquiera me molesté en hacer eso. Dejé de estudiar por completo. Entonces empezaron a darme ces en lugar de aes5, pero en casa nadie se enteró nunca de que mis notas habían bajado. Las tarjetas con las calificaciones estaban escritas, por increíble que parezca, a lápiz y yo también tenía unos cuantos lápices.

Lo único que tenía que hacer era asistir a clase, y a veces hasta eso me parecía demasiado. Me había hecho amigo de algunos chicos mayores de mala fama que me aceptaron como una curiosidad al descubrir que nunca me había emborrachado y que aún era virgen. Les agradecí su interés. Yo quería destacar y las formas respetables de conseguirlo parecían eludirme. Si no podía distinguirme como ciudadano me distinguiría como forajido.

Todas las mañanas fumábamos cigarrillos en una torrentera poco profunda detrás del instituto y a menudo nos quedábamos después de que sonara la campana que nos llamaba a clase, luego cruzábamos un campo de helechos —tan altos que parecía que íbamos nadando— hasta llegar a la carretera secundaria donde Chuck Bolger aparcaba su coche.

El padre de Chuck era propietario de una gran tienda de accesorios de automóviles cerca de Van Horn y también pastor de una iglesia de Pentecostés. Chuck también hablaba de una oscura religión cuando bebía. Era un chico atormentado e insensato, pero su actitud era dulce; incluso, al menos conmigo, fraternal. Por esta razón me sentía más a gusto con él que con los otros. Me parecía que por lo menos había algunas cosas que no haría. No tenía la misma impresión respecto a los demás. Uno de ellos ya había pasado algún tiempo en la cárcel, primero por robar una sierra y luego por secuestrar a un gato. Era grande, estúpido y raro. Todo el mundo le llamaba Psycho y él había aceptado el nombre como una vocación6.

Chuck estaba con Psycho cuando raptaron al gato. El animal se acercó a ellos cuando estaban parados delante del drugstore de Concrete y empezó a frotarse contra sus piernas. Psycho lo cogió para hacerle daño, pero cuando vio el nombre escrito en su collar se le ocurrió una idea. El gato pertenecía a una viuda, cuyo marido había sido propietario de una tienda de coches. Psycho se figuró que ella debía de estar forrada y decidió chantajearla. La llamó desde una cabina telefónica y le dijo que tenía al gato y que se lo vendería por veinte dólares. De lo contrario lo mataría. Para demostrarle que hablaba en serio levantó al gato hasta el auricular y le tiró del rabo, pero el animal no emitió ningún sonido. Finalmente Psycho acercó el auricular a su boca y dijo «Miau, miau». Luego le dijo a la viuda que preparara el dinero y se reuniese con él en un sitio determinado a una hora determinada. Cuando Chuck trató de convencerle de que no fuera, Psycho le llamó gallina. La viuda no estaba en el lugar convenido. Pero otras personas sí.

Luego estaba Jerry Huff. Era guapo en un estilo de morritos y párpados pesados. A las chicas les gustaba Huff, lo cual era una desgracia para ellas. Era bajo pero enormemente fuerte y muy vanidoso. Su vanidad se alzaba como una cresta sobre su cabeza en un fantástico y reluciente peinado pompadour. Era un matón. Ganduleaba en los lavabos y se burlaba de las pichas de otros chicos, les pisaba los zapatos de piel blanca y los sostenía sobre la taza del water sujetándolos por los tobillos. Se supone que los matones son cobardes, pero Huff desmentía esta creencia popular. Trataba de avasallar a todo el mundo, incluso a chicos que ya le habían pegado.

Arch Cook también formaba parte de la pandilla. Arch era un bobalicón amable que hablaba solo y a veces gritaba y se reía sin ningún motivo. Tenía la cabeza larga y estrecha, achatada a los lados. Chuck me contó que le había atropellado un coche cuando era pequeño. Probablemente era cierto. Huff solía decirle: «Arch, a lo mejor habrías sido normal si aquel tipo no hubiera retrocedido para ver a qué le había dado». Arch era primo de Huff.

Éramos cinco en total. Nos amontonábamos en el Chevrolet del 53 de Chuck y dábamos vueltas en busca de un coche del que pudiéramos sacar gasolina. Si lo encontrábamos trasvasábamos unos cuantos litros de su depósito al de Chuck y pasábamos la mañana recorriendo los cortafuegos. A eso de la hora de comer, generalmente volvíamos a Concrete y nos dejábamos caer en casa de la hermana de Arch, Verónica. Había estado en la misma clase que Norma en el instituto. Todavía conservaba la nariz respingona y los anchos ojos azules de la dama de honor de las fiestas que había sido, pero su cara se estaba poniendo blanda y llena de manchas a causa de la bebida. Verónica estaba casada con un aserrador que trabajaba cerca de Everett y sólo venía a casa los fines de semana. Tenía dos niñas pequeñas gordas que vagaban por aquel desastre de casa en bragas, gimoteando para reclamar la atención de su madre y comiendo patatas fritas de unos paquetes económicos que eran casi tan grandes como ellas. Verónica estaba loca por Chuck. Si él no estaba de humor, ella trataba de ponerle de humor paseándose por allí con unos pantalones cortísimos y tacones altos o sentándose en su regazo y metiéndole la lengua en la oreja.

Pasábamos toda la tarde haraganeando por la casa, jugando a las cartas y leyendo las revistas de relatos policíacos de Verónica. De vez en cuando yo intentaba jugar con las niñas, pero eran demasiado taciturnas para fingir o imaginar nada. A las tres de la tarde yo volvía al instituto de Concrete para coger el autobús de vuelta a casa.

Chuck y los otros conocían a muchas mujeres como Verónica y chicas que llevaban camino de ser como Verónica. Cuando encontraban a una nueva la compartían. Trataron de arreglarme una cita con algunas de ellas, pero siempre me eché atrás. No sabía qué esperaban estas chicas; sí sabía que con toda seguridad las decepcionaría. Su disponibilidad me acobardaba. Y yo no quería que fuese así, sórdido y público, con una extraña. Yo quería que fuese con la chica que amaba.

Esto no iba a suceder, porque la chica que amaba nunca llegó a saber que la amaba. Guardé mis sentimientos en secreto porque creía que ella los encontraría risibles, hasta insultantes. Se llamaba Rhea Clark. Rhea se trasladó a Concrete desde North Carolina a mitad de su tercer curso cuando yo estaba en primero. Tenía el pelo muy rubio, largo casi hasta la cintura, serenos ojos castaños y una piel dorada que resplandecía como un tarro de miel. Su boca era llena, casi blanda. Llevaba faldas estrechas que marcaban el movimiento de sus caderas al andar y suéteres ajustados color pastel con las mangas subidas hasta el codo, revelando un conmovedor pedazo cremoso de la parte interna del brazo.

Justo después de la llegada de Rhea a Concrete la saqué a bailar durante una fiesta en el gimnasio. Ella asintió y me siguió a la pista. Era una pieza lenta. Cuando me volví hacia ella se metió entre mis brazos como ninguna chica lo había hecho, franca y plenamente. Se derritió contra mí y se quedó pegada a mí, obediente al menor de mis movimientos, sus piernas contra las mías, su mejilla contra la mía, sus dedos rozando mi nuca. Comprendí que no sabía quién era yo, que todo esto no era más que el error de una chica recién llegada. Pero sentí que estaba justificado que me aprovechara de ese error. Pensé que nos estábamos conociendo adecuadamente, una verdadera personalidad a otra, al margen de los accidentes de la edad.

Al cabo de un momento, me dijo:

—No sabéis hacer una fiesta.

Su voz era ronca y profunda. La noté en el pecho.

—Los chicos de Norville sí que sabían divertirse —dijo—. Es la pura verdad.

No pude contestar. Me limité a abrazarla y a moverla y a respirar en su pelo. La tuve tres minutos y luego la perdí para siempre. Otros chicos mayores, chicos a los que no me atrevía a quitársela, bailaron con ella el resto de la noche. Más o menos una semana después empezó a salir con Lloyd Sly, un jugador de baloncesto con un coche fantástico. Cuando nos cruzábamos en el vestíbulo ni siquiera me reconocía.

Le escribí largas y grandilocuentes cartas que luego destruía. Pensé en las diferentes formas en que el destino podía ponerla en mis manos, para que pudiera demostrarle quién era yo en realidad y hacer que me amara. La mayoría de estas posibilidades incluían la muerte o la grave mutilación de Lloyd Sly.

Y cuando, como sucedía a veces, una chica de mi edad mostraba algún interés en mí, yo la trataba cerdamente. La acompañaba a su casa después de un baile o un partido, la abrazaba y la besaba en los escalones de su puerta y al día siguiente le daba un corte mortal. Siempre quise únicamente lo que no podía tener.

Chuck y los otros tuvieron más éxito en el intento de emborracharme. Aunque el alcohol no me sentaba bien, ellos tenían paciencia, estaban dispuestos a experimentar y el tiempo jugaba a su favor. Finalmente lo lograron durante un partido de baloncesto, el último de la temporada. Había llovido antes y había vapor en el aire. Las ventanas del instituto estaban abiertas y desde nuestra torrentera podíamos oír a las animadoras estimulando al público de las gradas mientras los jugadores hacían ejercicios de enceste.

¿Cuál es el equipo con el que detestan jugar?

¡Con-crete! ¡Con-crete!

¿Cuál es el equipo al que no pueden ganar?

¡Con-crete! ¡Con-crete!

Huff iba pasando una lata de ponche hawaiano mezclado con vodka. Sangre de gorila, lo llamaba. Pensé que probablemente me haría vomitar, pero bebí un trago de todas formas. Se quedó dentro. La verdad es que me gustó, sabía exactamente igual que el ponche hawaiano. Tomé otro trago.

Estaba en la azotea del instituto con Chuck. Él me miraba y asentía pensativamente.

—Wolff —dijo—. Jack Wolff.

—Yo.

—Wolff, qué dientes tan grandes tienes.

—Lo sé. Lo sé.

—Hombre lobo.

—Yo, Chuckles7.

Me mostró las manos. Estaban sangrando.

—No le pegues a los árboles. Jack. ¿De acuerdo?

Le dije que no lo haría.

—No le pegues a los árboles.

Estaba tumbado boca arriba con Huff arrodillado sobre mí, dándome de bofetadas.

—Háblame, mamón —dijo.

—Hola, Huff —dije yo.

Todos se rieron. El peinado pompadour de Huff se había deshecho y le colgaba en largos mechones sobre la cara. Sonreí y le dije:

—Hola, Huff.

Yo iba andando por una rama. Había avanzado bastante por ella y me encontraba encima del borde más lejano de la torrentera, donde empezaba el terraplén de cemento. Todos me miraban con la cabeza levantada y me gritaban. Eran tontos, mi equilibrio era perfecto. Salté sobre la rama y agité los brazos. Luego me metí las manos en los bolsillos y paseé a lo largo de la rama hasta que se rompió.

No noté el momento del aterrizaje, pero oí que el viento pasaba a mi lado muy deprisa. Rodé de costado por la pendiente con las manos aún en los bolsillos, dando vueltas y vueltas como un tronco, cada vez más rápido, adquiriendo velocidad en el pronunciado declive de cemento. El cemento terminaba en una cortada donde la tierra de abajo había sido arrastrada por el agua. Al llegar al borde salí volando y girando en el aire, aterricé con fuerza y seguí rodando cuesta abajo por entre los helechos, y luego choqué contra algo duro y paré en seco.

Estaba de espaldas. No podía moverme, no podía respirar. Estaba demasiado vacío para tomar el primer aliento y mi cuerpo no respondía a los boletines que le enviaba. La negrura subía del fondo de mis ojos. Me estaba ahogando, luego me ahogué.

Cuando abrí los ojos todavía estaba tumbado boca arriba. Oí voces llamándome, pero no contesté. Yacía entre una profusión de helechos, cuya fronda relucía con gotas de lluvia. La fronda formaba una celosía sobre mí. Las voces se acercaron más, pero seguí sin contestar. Me sentía feliz donde estaba. Había movimiento en los arbustos a mi alrededor y oí mi nombre una y otra vez. Me mordí la mejilla para no echarme a reír y delatarme, y finalmente se fueron.

Pasé la noche allí. Por la mañana bajé a la carretera principal e hice autostop para volver a casa. Tenía la ropa mojada y rasgada, pero, aparte de cierta sensibilidad a lo largo de la espalda, estaba ileso, sólo un poco entumecido a consecuencia de mí noche en el suelo.

Dwight estaba sentado a la mesa de la cocina cuando entré. Me miró de arriba a abajo y dijo tranquilamente, porque esta vez sabía que me tenía atrapado:

—¿Dónde estuviste anoche?

—Me emborraché y me caí por un barranco.

Sonrió en contra de su voluntad, como yo sabía que haría. Me soltó con un sermón y algunos consejos acerca de sus resacas mientras mi madre permanecía junto al fregadero, en bata, escuchando sin expresión. Después de que Dwight me dijera que podía irme, ella me siguió por el vestíbulo. Se detuvo en mi puerta, con los brazos cruzados, y esperó a que la mirase. Finalmente me dijo:

—Ya no me ayudas.

No, pero fui feliz aquella noche, escuchándoles cuando me llamaban. Sabía que no me encontrarían. Después de que se marcharan, me quedé acostado en aquel sitio perfecto. A través de los helechos que había sobre mí veía el nimbo de la luna en el cielo denso y oscuro. Frescas gotas de agua caían desde los helechos sobre mi cara. Oía a lo lejos, débilmente, los sonidos del partido que se desarrollaba en lo alto de la colina, los vivas, el golpeteo de los pies en las gradas. Los escuchaba con condescendencia divina. Estaba solo donde nadie podía encontrarme, únicamente la débil excitación de un partido y unas voces que gritaban Concrete, Concrete, Concrete, Concrete.