Capítulo 7

Marian, Kathy y mi madre decidieron alquilar juntas una casa. Mi madre se ofreció a encontrarla y lo hizo. Era la casa más abandonada y antiestética de la zona oeste de Seattle. La pintura colgaba en tiras de los costados, la madera desnuda, curada a la intemperie, tenía un lustre gris como de cuerno. Las malas hierbas del jardín llegaban a la rodilla. El alero hundido había sido apuntalado con unas largas planchas y los escalones de la entrada principal estaban totalmente podridos. Para entrar era preciso dar la vuelta hasta la puerta trasera. Detrás de la casa había un establo medio derruido donde a los niños pequeños les gustaba colarse, atraídos por la posibilidad de jugar con cristales rotos y herramientas herrumbrosas.

Mi madre la cogió en el acto. El precio estaba bien, prácticamente nada, y ella creía en sus posibilidades, una palabra que utilizó muchas veces el hombre que se la enseñó. Insistió en que nos encontráramos allí de noche y nos llevó por la casa como un ladrón, describiendo sus cualidades en un murmullo. Mi madre, que le escuchaba con los ojos entornados para demostrarle que era astuta y que no se dejaba engañar fácilmente, acabó dándole la razón en que al lugar le faltaba muy poco para ser un hogar realmente bonito. Firmó el contrato sobre el capó del coche del hombre mientras él sostenía una linterna sobre el papel.

Los otros edificios de la calle eran pequeñas casas de estilo colonial o Cape Cod obsesivamente cuidadas y con el césped como el de un campo de golf. Las chimeneas estaban cubiertas de hiedra. Cada una de las coloniales tenía un águila negra con las alas extendidas sobre la puerta. La gente que vivía en estas casas salió fuera para ver nuestra mudanza. Parecían muy abatidos. Luego nos enteramos de que recientemente se había previsto la demolición de nuestra casa, la granja original de la zona, que se había salvado en el último momento gracias a los cínicos manejos del propietario.

Kathy y Marian se quedaron mudas al verla. Con los hombros encorvados y las caras sin expresión, transportaron sus cajas por el sendero sin mirar a derecha ni izquierda. Esa noche dieron portazos y golpes y refunfuñaron en sus habitaciones. Pero al final mi madre acabó rindiéndolas por cansancio. No daba muestras de ver ninguna diferencia entre nuestra casa y las de los vecinos, salvo algunos pequeños detalles que nosotros mismos, a ratos perdidos, podíamos fácilmente arreglar. Nos ayudó a imaginarnos la casa después de que hubiéramos hecho estos arreglos. Se le daba tan bien hacernos verla a su manera que empezó a parecernos que todo lo necesario estaba ya hecho y nos instalamos sin mover un dedo para salvar la casa de su definitiva decrepitud.

Poco después de que tomáramos la casa, Kathy tuvo un niño, Willy. Willy era un payaso. Incluso cuando estaba solo, cacareaba y graznaba como una cotorra. El dulce, casi empalagoso, olor de la leche llenaba la casa.

Kathy y mi madre trabajaban en sus oficinas en el centro mientras Marian se ocupaba de la casa, hacía las comidas y cuidaba de Willy. Supuestamente también tenía que cuidar de mí, pero yo deambulaba con Taylor y Silver al salir de la escuela y no regresaba a casa hasta justo antes de la hora en que sabía que llegaba mi madre. Cuando Marian me preguntaba dónde había estado, le decía mentiras. Ella sabía que le mentía, pero no podía hacer nada para controlarme ni convencer a mi madre de que yo necesitaba un control. Mi madre tenía fe en mí y no tenía fe en la disciplina. Su padre, papá, le había impuesto mucha disciplina y ella aún no había visto en qué la había beneficiado.

Papá era un gran partidario de la vara. Cuando mi madre estaba aún en la cuna le daba bofetadas por chuparse el pulgar. Cuando daba sus primeros pasos, para corregir su costumbre de andar con los pies ligeramente hacia dentro la obligaba a andar con los pies hacia fuera, como un pato. Una vez que empezó a ir al colegio, papá le daba unos azotes casi todas las noches, basándose en la teoría de que debía haber hecho algo malo durante el día aunque él no lo supiese. Le advertía de la azotaina por adelantado, cuando la familia se sentaba a la mesa para cenar, con el fin de que ella pudiera pensar en eso mientras comía y le oía hablar del mercado de valores y del idiota de la Casa Blanca. Después del postre le pegaba. Luego ella tenía que besarle y decir: «Gracias, papá, por ganar esta deliciosa cena»

Mi abuela era una mujer dulce. Trataba de defender a su hija, pero su corazón estaba delicado y no podía defenderse ni a sí misma. Siempre que tenía que guardar cama, papá le leía las obras de Mary Baker Eddy para demostrarle que sus sufrimientos eran ilusorios, resultado de una manera de pensar inadecuada. En sus paseos domingueros en coche le provocaba un aumento de las pulsaciones saltándose las señales de stop y haciendo carreras con los trenes para ver quién llegaba antes al paso a nivel. Una vez atropelló a un hombre y lo llevó sobre el capó varias manzanas a considerable velocidad, mientras gritaba: «¡Bájese de mi coche!»

Mi madre se encontraba sola frente a papá. Cuando empezó a ir al instituto la obligaba a llevar bombachos, bombachos de seda rosa con las perneras fruncidas. Había traído varios pares de un crucero a China, donde aún estaban de moda entre las esposas de los misioneros. La atormentó hasta conseguir que fumara cigarrillos para que no comiera mucho, y cuando iban a los restaurantes le hacía llenarse a base de pan. No le permitía salir con chicos. Pero los chicos no cejaban en el intento. Una noche algunos de ellos aparcaron delante de su casa y le cantaron When It’s Springtime in the Rockies. Cuando le gritaron: «¡Buenas noches, Rosemary!», papá perdió los estribos. Salió corriendo a la calle con su 45 de la marina. Mientras el conductor aceleraba, papá disparó varios tiros a un chico que iba en el asiento trasero descubierto. El muchacho pudo agacharse justo antes de que dos balas se clavaran en el metal encima de su cabeza. Mi abuela se desmayó y hubo que darle digital.

Papá no se conformó con eso. Vestido de uniforme, rondó por el aparcamiento del instituto a la mañana siguiente, inspeccionando los coches en busca de agujeros de bala.

Mi madre se marchó de casa pocos meses después de que muriera su madre, cuando aún era una jovencita. Pero papá dejó huellas en ella. Una de esas huellas era una extraña docilidad, casi parálisis, ante los hombres de la raza de los tiranos. Otra era un contradictorio horror a la coerción. Nunca había sido capaz de darme unos azotes. Las pocas veces que lo intentó, me escapé riendo. Ni siquiera podía alzar la voz de manera convincente. No quería ser así conmigo y además no creía que yo lo necesitara.

Marian pensaba lo contrario. A veces, por la noche, las oía discutir sobre mí, Marian estridente, mi madre tranquila e implacable. No eran más que cosas de la edad, decía. Se me pasaría al crecer. Era un buen chico.

La víspera de Todos los Santos, Taylor, Silver y yo rompimos unas ventanas de la cafetería de la escuela. Al día siguiente vinieron dos policías y a varios chicos que tenían mala reputación los sacaron de clase para hablar con ellos. Nadie pensó en nosotros, ni siquiera en Taylor, que tenía un historial de romper ventanas. La razón de que nadie pensara en nosotros era que en la escuela, en presencia de chicos verdaderamente duros, que se metían en peleas y replicaban a los profesores, nosotros parecíamos suaves y anodinos.

Al final del día el director nos habló por los altavoces y dijo que los culpables habían sido identificados. Antes de tomar medidas, sin embargo, quería dar a estos individuos una oportunidad de presentarse voluntariamente. Una confesión ahora les beneficiaría grandemente más adelante. Taylor, Silver y yo evitamos mirarnos. Sabíamos que era un farol, porque habíamos estado en la misma aula todo el día. De no ser así, el truco habría dado resultado. No nos fiábamos los unos de los otros y cualquier sospecha de que uno de los tres se había ablandado hubiese provocado una estampida de traiciones.

Escapamos al castigo. Una semana después, al salir del cine, volvimos para romper más ventanas, aunque luego nos acobardamos cuando un coche entró en el aparcamiento y se quedó allí parado con el motor en marcha durante unos minutos antes de alejarse.

En lugar de volvernos más precavidos, el interés de la policía en lo que habíamos hecho nos regocijó. Nos volvimos vanidosos y engreídos, insensatos en nuestra arrogancia. Rompíamos ventanas. Rompíamos faroles. Abríamos las puertas de los coches aparcados en cuesta y quitábamos el freno de mano para que se estrellaran con los que estaban más abajo. Prendíamos fuego a bolsas de mierda y las dejábamos en las puertas de las casas, pero la gente no las pisoteaba para apagarlas como esperábamos que hicieran; se quedaban esperando con expresión fatigada mientras las bolsas se quemaban, escudriñando de vez en cuando las sombras desde las que suponían que les estábamos mirando.

Hacíamos estas cosas en la oscuridad y también a plena luz del día, moviéndonos siempre con el acompañamiento del ruido de cristales rotos, aullido de gatos y estruendo de metales.

Y robábamos. Al principio robábamos como parte de nuestra rutina general de gamberros, y para Taylor y Silver nunca tuvo más importancia que ésa. Pero para mí robar era un asunto serio, tanto que disimulaba su seriedad, no permitiendo que Taylor y Silver viesen que me tenía dominado. Yo era un ladrón. Según mi propia estimación, un ladrón maestro. Cuando andaba por los pasillos de los almacenes baratos, deteniéndome a mirar navajas o coches de juguete, con una expresión suave y un aspecto más inocente del que normalmente tendría una persona inocente, me imaginaba que las vendedoras que a veces me echaban una ojeada veían a un joven comprador honrado en lugar de a un pequeño cleptómano transparente. Y cuando finalmente conseguía robar algo me figuraba que no me pillaban porque yo era muy listo, no porque estas mujeres llevaban todo el día de pie y estaban demasiado cansadas para enfrentarse con un raterillo y las molestias que les causaría: su falsa indignación, luego su terror, su llanto, el triunfante ataque del encargado, los policías, el papeleo, el vacío que sentirían cuando todo hubiese terminado.

Escondía las cosas que robaba. De cuando en cuando las sacaba y les daba vueltas entre las manos, examinándolas con aburrimiento. Una vez fuera de la tienda ya no me interesaban, excepto las navajas, que lanzaba contra los árboles hasta que las hojas se partían.

Unos meses después de que nos mudáramos de casa, Marian se comprometió con su amigo el infante de marina. Luego Kathy se comprometió con un compañero de oficina. Marian pensó que mi madre también debería comprometerse y trató de buscarle novio. Puso en marcha un breve desfile de pretendientes. Uno por uno subían por el sendero, se quedaban mirando los escalones rotos y daban la vuelta a la casa; luego, al entrar en la cocina, se hacían los fuertes y se colocaban la jovialidad como el que se coloca un sombrero de fiesta. Hasta yo veía la desesperación en esa imitación de alegría, aunque no que su fuente era la convicción, suficientemente formada ya como para cumplirse, de que esta mujer también les encontraría inaceptables.

Hubo un soldado de infantería de marina que me hizo unos trucos con un pedazo de cordel atado a los dedos y parecía renuente a marcharse de casa con mi madre. Hubo un hombre que llegó borracho y tuvimos que mandarle a su casa en un taxi. Hubo un viejo que, según me contó mi madre luego, le pidió dinero prestado. Y luego vino Dwight.

Dwight era bajo, con el pelo rizado y unos ojos castaños tristes e inquietos. Olía a gasolina. Sus piernas eran cortas para su cuerpo de tórax fuerte, pero lo que les faltaba en longitud lo compensaban en elasticidad; tenía una forma brusca y sorprendente de ponerse de pie de un salto. Vestía como yo no había visto a nadie: zapatos de dos tonos, corbata pintada a mano, chaqueta con monograma y pañuelo con monograma en el bolsillo del pecho. Dwight siguió viniendo, lo cual le convirtió en el principal pretendiente. Mi madre decía que era buen bailarín, que realmente sabía mover esos zapatos suyos. También decía que era muy simpático, muy considerado.

No me preocupaba. Era demasiado bajo. Era mecánico. Su ropa era inadecuada. No sabía decir por qué lo era, pero lo era. No habíamos venido hasta aquí para acabar cargando con él. Ni siquiera vivía en Seattle; vivía en un sitio que se llamaba Chinook, un pueblecito a tres horas al norte de Seattle, en las montañas Cascade. Además, ya había estado casado. Tenía tres hijos viviendo con él, todos adolescentes. Yo sabía que mi madre nunca se dejaría enredar en semejante lío.

Y aunque Dwight continuaba bajando de las montañas para ver a mi madre, un fin de semana sí y otro no al principio, luego todos los fines de semana, parecía intuir la inutilidad de sus esfuerzos. Sus atenciones con ella eran juguetonas, aduladoras, como si supiera que sus posibilidades de conseguirla eran patéticamente escasas y que incluso estar en su presencia era una suerte que dependía de que mostrara en todo momento deferencia, entusiasmo, optimismo y buen humor.

Lo intentaba con demasiado ahínco. Ninguna mirada detecta más rápidamente esa clase de esfuerzo que la de un rival que además es un niño. Yo agarraba al vuelo y almacenaba todos los matices de la abyección de Dwight, su costumbre de lamerse los labios, la forma en que sus ojos iban de una cara a otra buscando señales de desacuerdo o aburrimiento, su sonrisa insegura, el falso timbre de su risa ante chistes que en realidad no entendía. Nadie podía ir a la cocina y hacerse una bebida, Dwight tenía que levantarse de un salto y hacerla él. Nadie podía abrir una puerta o ponerse un abrigo sin su ayuda. Ni siquiera podían fumar sus propios cigarrillos, tenían que coger uno de los de Dwight y someterse a un prolongado ritual de ignición: desenfundar de su bolsita de terciopelo el encendedor Zippo con monograma; levantar la tapa contra la pernera del pantalón; la presentación de la alta llama con su corona de humo aceitoso. Luego todo el ritual a la inversa.

Yo era un buen imitador, o por lo menos un imitador cruel, y Dwight era un blanco fácil. Me ponía a trabajar en cuanto que él se marchaba. Mi madre y Kathy trataban de no reírse, pero se reían, y Marian también, aunque nunca se entregaba realmente al juego.

—Dwight no está tan mal —le decía a mi madre, y ella asentía.

—Es muy simpático —añadía Marian.

Y mi madre asentía otra vez y decía:

—Jack, ya está bien.