Capítulo 17
Dwight contaba que una vez había visto a Laurence Welk en el vagón restaurante de un tren. Dwight aseguraba que se acercó a él y le dijo que era su director de orquesta preferido, y es probable que lo hiciera, porque era verdad que le encantaba la música de champán de Lawrence Welk, mucho más que ninguna otra. Dwight tenía una gran colección de discos de Lawrence Welk. Cuando el programa de Lawrence Welk aparecía en televisión teníamos que verlo con él, permanecer callados y no levantarnos más que durante los anuncios. Dwight acercaba mucho su silla al televisor y se inclinaba hacia delante cuando las burbujas se elevaban sobre la Orquesta Champán y Lawrence Welk salía a escena haciendo profundas reverencias en todas direcciones y gritando declaraciones de humildad con su untuosa e insufrible voz de chicharra sueca.
A Dwight se le ponían los ojos como platos ante el virtuosismo del Pequeño Gran Jovencito, que tocaba música sincopada al piano mientras miraba a la cámara por encima del hombro. Contemplaba con casto ardor a la Encantadora Señorita Champán Alice Lon, que mantuvo la misma sonrisa trémula en cada canción hasta que la echaron y pusieron en su lugar a la Encantadora Señorita Champán Norma Zimmer. Se entusiasmaba con las Encantadoras Hermanitas Lennon como si fueran sus propias hijas y se reía en voz alta con las crueles bromas que Lawrence Welk gastaba a costa de su baboso tenor irlandés, Joe Feeney. Ésta fue la última incorporación a la Orquesta Champán y evidentemente no se sentía en terreno firme, sobre todo después de que le dieran la patada a la Encantadora Señorita Champán Alice Lon y al Virtuoso del Piano Pequeño Gran Jovencito le sustituyera la Virtuosa del Piano Jo Ann Castle, que aporreaba las teclas como un carnicero ablandando la carne. Cuando Joe Feeney cantaba se entregaba totalmente. Se conmovía hasta las lágrimas y las gotas de saliva salían disparadas de sus húmedos labios. Uno tenía la sensación de que Joe Feeney cantaba para salvar su vida.
Más o menos a la mitad del programa, Dwight sacaba su viejo saxofón Conn y tocaba las teclas al ritmo de la música. A veces, cuando se entusiasmaba de veras, se dejaba arrastrar y soplaba en el instrumento, produciendo un graznido.
Cuando Norma se graduó en el instituto de Concrete se trasladó a Seattle. Trabajaba en una oficina donde conoció a un hombre llamado Kenneth que la llevaba a dar largos paseos en su coche deportivo Austin Healey y trataba de convencerla de que se casara con él. Norma llamaba a mi madre para pedirle consejo. ¿Qué debía hacer? Seguía queriendo a Bobby Crow, pero Bobby no hacía nada. Ni siquiera tenía trabajo. Kenneth era ambicioso. Por otra parte, no le caía bien a nadie. Tenía opiniones muy firmes sobre todo y además era adventista del séptimo día. Pero no era eso exactamente. Lo que pasaba era que Kenneth no tenía una personalidad agradable.
Luego Norma llamó para decir que había decidido casarse con Kenneth. Se negó a explicar su decisión, pero insistió en que era definitiva. Naturalmente, quería invitar a Kenneth a Chinook para que conociese a la familia y al fin se acordó que vendría en Navidad, cuando también Skipper estuviera en casa.
Dwight tenía espíritu navideño ese año. Hizo una guirnalda para la puerta y colgó ramas de pino por todo el cuarto de estar. Dos semanas antes de Navidad él y yo subimos a las montañas a buscar un pino. Era a primera hora de la tarde y caía una ligera lluvia fría. Dwight bebía de una botella de cerveza mientras explorábamos los bosques. Encontramos una hermosa pícea azul que crecía solitaria en medio de un claro y Dwight dijo que la talara yo solo mientras él echaba tragos a su botella y miraba bizqueando las cumbres cubiertas de neblina que nos rodeaban. Una vez que el árbol estuvo talado comenzamos a luchar para llevarlo por entre la espesa maleza hacia el cortafuegos donde habíamos dejado el coche. Caminamos una considerable distancia y la marcha era laboriosa. Oía a Dwight esforzándose por respirar y mascullando cuando tropezaba. Yo esperaba que de un momento a otro me pegase un grito, pero no lo hizo. Así de contento estaba de que Norma volviese a casa.
Esa noche, después de cenar, Dwight entró en el cuarto de estar con un bote de pintura en spray y empezó a sacudirlo. Era muy concienzudo cuando se trataba de pintar y si iba a usar pintura en spray siempre seguía las instrucciones al pie de la letra y agitaba bien el bote. El agitador sonaba ruidosamente mientras él sacudía el envase. Pearl y yo estábamos haciendo los deberes en la mesa del comedor. Fingimos que no le mirábamos. Mi madre había salido, de lo contrario le habría preguntado qué iba a hacer y posiblemente incluso se lo habría impedido.
Cuando acabó de agitar la lata, Dwight puso el árbol en medio del cuarto de estar y dio dos o tres vueltas a su alrededor. Luego, empezando por arriba, procedió a rociarlo de pintura blanca. Pensé que quería ponerle unas cuantas manchas aquí y allí para sugerir nieve, pero lo rocío entero, incluso el tronco. Las agujas absorbieron la pintura y recuperaron un pálido color azul. Dwight les dio otra mano de pintura. Necesitó tres botes antes de dar el trabajo por terminado, pero el árbol quedó blanco.
Al día siguiente, cuando decoramos el árbol, las agujas ya habían comenzado a caerse. Cada vez que tocábamos una rama, ésta soltaba una pequeña cascada de agujas. Nadie dijo nada. Mi madre colgó unas cuantas bolas, luego se sentó y contempló el árbol.
Las agujas continuaron cayéndose, tamborileando suavemente en el papel de seda blanco extendido en torno al tronco. Cuando Norma y Skipper llegaron, el árbol estaba ya medio pelado. Vinieron juntos en coche desde Seattle; Kenneth tenía que trabajar, pero estaba decidido a reunirse con nosotros al día siguiente.
Norma debía haberle dicho a Bobby Crow que venía. Él se presentó esa noche, justo después de cenar, inquieto y taciturno, callado incluso cuando Skipper trató de bromear con él. Se llevó a Norma a algún sitio y la trajo un par de horas después. Pero ella no se bajó del coche. Los demás nos quedamos sentados en el cuarto de estar, mirando las luces que parpadeaban en el árbol y hablando de cualquier cosa menos del hecho de que Norma estaba aún allí fuera con Bobby Crow. Las luces no parpadeaban en diferentes momentos como las estrellas que centellean, sino todas al mismo tiempo, encendiéndose y apagándose igual que un letrero de neón delante de un restaurante de carretera.
Yo estaba ya en la cama cuando al fin entró Norma y corrió a su cuarto dando largos gritos ululantes que me dejaron espantado y me hicieron encogerme anticipando algo terrible. Oí que Pearl trataba de calmarla, luego mi madre se reunió con ellas y oí también su voz, más baja que la de Pearl; las dos hablaban, a veces por turno y a veces juntas, de modo que sus voces formaban una trenza de sonido. Skipper cambió de postura en la cama, pero siguió durmiendo, y al cabo de un rato, cuando el llanto de Norma se calmó, me tumbé y me dormí yo también.
Kenneth llegó por la tarde del día siguiente y a la hora de cenar ya le odiábamos todos. Él lo sabía, y se regodeaba en ello, incluso lo buscaba. Nada más bajarse de su Austin Healey, empezó a quejarse de lo remoto que quedaba el campamento, de la incomodidad del viaje y de la imprecisión de las indicaciones que Norma le había dejado. Tenía una voz exigente y quejumbrosa y sus labios delgados expresaban decepción. Llevaba una gorra de golf y unos guantes de cuero perforado que se abrochaban en la muñeca con un automático. Mientras se lamentaba, se quitó un guante tirando delicadamente de la punta de un dedo y pasando luego al siguiente hasta que el guante salió. Se quitó el otro con la misma lentitud y cuidado y luego se volvió a Norma.
—¿No me das un beso?
Ella se inclinó para besarle ligeramente en la mejilla, pero él le cogió la cara entre las manos y la besó largamente en la boca. Era evidente que le estaba dando un beso francés. Nos quedamos mirándolos y sonriendo con la misma sonrisa boba con la que habíamos salido a recibirle.
Después de que Kenneth devorara un sándwich, Dwight cometió el error de ofrecerle una copa.
—Vaya —dijo Kenneth—. Deduzco que no sabe usted mucho de mí.
Dijo que creía que era su deber poner las cartas sobre la mesa, y así lo hizo.
—No sé —dijo Dwight—. No veo qué daño puede hacer una copa de vez en cuando.
—Claro que no —dijo Kenneth—. Estoy seguro de que el adicto a las drogas tampoco ve qué daño puede hacer un pico de vez en cuando.
Esto llevó a un intercambio de palabras duras. Mi madre intervino y con actitud alegre nos llevó de la cocina al cuarto de estar, probablemente esperando que allí la presencia del árbol y los regalos nos recordase por qué nos habíamos reunido e hiciese aflorar lo mejor de nosotros mismos. Pero Kenneth empezó a poner más cartas sobre la mesa. Verdaderamente aquello era inacabable. Finalmente, Skipper le dijo:
—Oye, Kenneth, ¿por qué no lo dejas ya?
—¿De qué tienes miedo, Skipper?
—¿Miedo?
Skipper parpadeó como si tratara de confirmar una imagen improbable.
—Sólo les digo esto porque les aprecio —dijo Kenneth—, pero son ustedes personas asustadas. Muy asustadas. Pero no hay razón para estar asustado, ¡la noticia es buena!
—¿Quién diablos te crees que eres? —dijo Dwight.
Kenneth sonrió.
—Adelante. Puedo encajarlo.
Norma trató de cambiar de tema, pero Kenneth era capaz de coger cualquier comentario y encontrar en él algo que deplorar. La discusión era el único tipo de sonido que sabía hacer. Y si no cedías, sonreía con aire de autosuficiencia y te compadecía por ser tan ignorante y estar tan equivocado. No evitaba los ataques personales. Al cabo de un rato Dwight y Skipper pasaron también a hacer crítica personal y luego metimos baza Pearl y yo. Insultar a este hombre era un placer profundo, y un placer no sólo para nosotros; un rubor de excitación apareció en su pálida cara a medida que las palabras se volvían más hirientes y más difíciles de retirar. Él hacía que nos hirviera la sangre diciendo: «Si creen que eso me molesta, están tristemente equivocados» y «Lo siento, inténtalo de nuevo» y «He recibido críticas peores que ésa».
La cosa continuó durante un buen rato. Mientras le acosábamos, Kenneth sonreía con aire misterioso y chupaba una pipa Yellow-Bole vacía que, según me dijo más tarde, le servía para fortalecer su voluntad tentándose a fumar.
Norma permanecía muda. Estaba sentada al lado de Kenneth en el sofá y miraba fijamente al suelo mientras él le pasaba la mano arriba y abajo por la espalda distraídamente. Cada vez que la tocaba yo sentía pena. Finalmente mi madre vino de la cocina y sugirió que Norma llevase a Kenneth a dar una vuelta por Chinook. Norma asintió y se levantó, pero Kenneth dijo que no quería marcharse ahora, justo cuando la cosa se ponía interesante.
Norma le imploró con los ojos.
Al fin se fue con ella. En la estela de su marcha intercambiamos miradas de júbilo y vergüenza. Un silencio inquieto cayó sobre nosotros. Uno a uno nos retiramos a otros lugares de la casa.
Pero durante la cena la cosa comenzó otra vez. Kenneth no podía contenerse. Incluso cuando no hablaba, se notaba que estaba preparándose para la siguiente carga. Lo único que le hacía callarse era la televisión. Cuando la televisión estaba encendida Kenneth se quedaba silencioso, quieto y con la mirada fija como un búho en un árbol.
Durante los dos días siguientes mi madre nos convenció a cada uno de nosotros de que pasáramos un rato a solas con él para que pudiéramos conocernos como individuos. Fue una equivocación. A algunas personas es mejor no llegar a conocerlas. Nuestros paseos a pie o en coche con Kenneth acababan pronto y culminaban en gritos y portazos. Años más tarde mi madre me contó que se había propasado con ella.
Todos nos dimos cuenta de que Norma no estaba enamorada de Kenneth. Pero permanecía a su lado, se sometía a sus demostraciones de pasión y se negaba a decir una palabra contra él. Incluso, al final, se casó con él. Pero no antes de que Dwight casi se matara tratando de impedirlo. Iba a Seattle casi todos los fines de semana, a veces llevándonos con él, más a menudo solo, siempre con algún nuevo plan para apartarla de Kenneth. Nada dio resultado. Volvía tarde el domingo por la noche o temprano el lunes por la mañana, con los ojos inyectados en sangre por el largo viaje en coche y demasiado cansado y confuso hasta para discutir.
Norma se casó con Kenneth y tuvo un niño, y se mudaron a un chalé adosado cerca de Bothell. Cuando íbamos a visitarla actuaba como si fuera feliz y nunca se quejaba de nada. Pero estaba pálida y angulosa; toda su perezosa lozanía había desaparecido. Sus ojos verdes ardían en la severidad de su cara. Había adquirido el hábito de fumar —en su pequeño patio, donde Kenneth no podía notar el olor al volver a casa— y se excusaba continuamente durante nuestras visitas para salir fuera y chupar ávidamente un cigarrillo, dando golpecitos con el pie en el suelo y mirando al cielo. De vez en cuando se volvía para echarnos una ojeada a través de la puerta corredera de cristal.
Vi a Bobby Crow en Concrete un año más tarde o cosa así, poco después de que yo empezara a ir al instituto allí. Estaba parado junto a un camión con otros hombres, la mayoría de ellos indios. Bobby tenía aún cierto renombre por su magia en el campo de fútbol, así que pensé que impresionaría a los dos chicos con los que iba demostrando mi familiaridad con él. Al pasar junto al camión, dije:
—Hola, Bobo, ¿qué tal te va?
Los hombres se callaron y nos miraron. Bobby me fulminó con la mirada.
—¿A quién diablos le estás hablando? —dijo.
Sus ojos estaban llenos de odio.
Pasamos la mayor parte de la Nochebuena viendo la televisión. Cuando oscureció, Dwight dejó las luces de la casa apagadas para que pudiéramos disfrutar plenamente del efecto de las luces del árbol. Interrumpimos el espectáculo para cenar, luego volvimos al televisor. Para cuando empezó el Especial Navideño de Lawrence Welk teníamos los ojos vidriosos y la boca abierta, aturdidos de tanto mirar. La Orquesta Champán tocó un popurrí de canciones navideñas clásicas, las sagradas y las profanas mezcladas efervescentemente, y luego alguien con pantalones hasta la rodilla y un tricornio hizo el papel de Frank Gruber mientras Lawrence Welk entonaba el relato: «Era Nochebuena en el pueblo de Oberndorf y nevaba cuando el organista Franz Gruber caminaba con fatiga hacia la iglesita que pronto sería famosa en el mundo entero...» El actor que hacía de Gruber se detenía en los escalones de la iglesia, miraba al cielo de pronto con el fuego de la inspiración en los ojos, entraba apresuradamente y componía Noche de Paz. Tenía que cambiar una nota aquí y otra allí, pero cuando le quedaba bien, la orquesta entraba y la ahogaba en su propio arreglo achampanado, con Joe Feeney sollozando un verso a cappella al final.
La escena cambiaba. Nos encontrábamos en una elegante sala, donde, bajo un árbol reluciente, las Encantadoras Hermanitas Lennon comenzaban a cantar su propio popurrí. La luz del fuego se reflejaba en sus caras. La nieve caía lentamente al otro lado de la ventana que tenían detrás, un órgano de campanas tocaba el acompañamiento. Cantaban Castañas asándose en una hoguera cuando Dwight me dio un codazo y me indicó que le siguiera. Parecía muy satisfecho de sí mismo.
—Ya es hora de que usemos esas castañas —me dijo.
Las castañas. Habían pasado casi dos años desde que las descascaré y las guardé. En todo ese tiempo nadie las había mencionado. Todos se habían olvidado de ellas menos yo, y yo me había callado porque no quería recordárselas a Dwight para que no volviera a encargarme ese trabajo.
Subimos al desván y nos abrimos paso hasta el sitio donde había puesto las cajas. Había poco espacio y olía a humedad. Desde abajo llegaba débilmente el sonido de voces cantando. Dwight iba delante de mí explorando la oscuridad con una linterna. Cuando encontramos las cajas se paró y sostuvo el rayo de luz sobre ellas. El moho cubría el cartón de los lados y salía por los bordes como masa que desborda un molde. La superficie del moho, oscuro y de aspecto sólido, con torrenteras y arrugas como una coliflor, brillaba bajo la luz. Dwight movió el rayo sobre las cajas y luego se volvió hacia el barreño donde habíamos dejado al castor, también olvidado durante estos dos años, para que se curase. Sólo quedaba una pulpa. También estaba cubierta de moho, pero de una clase diferente del que se había apoderado de las castañas. Éste era blanco y transparente, una red de hilos de telaraña que había florecido hasta una altura de medio metro o cosa así por encima del barreño. Era como algodón de azúcar pero hilado más suelto. Y mientras Dwight pasaba la luz por encima vi algo extraño. El moho no tenía rasgos, naturalmente, pero su perfil sugería la forma del castor que había consumido: la vaga imagen nebulosa de un castor encogido en el aire.
Si Dwight lo notó no dijo nada. Le seguí escaleras abajo y regresamos al cuarto de estar. Mi madre ya se había ido a la cama, pero todos los demás seguían viendo la televisión. Dwight cogió su saxofón una vez más y tocó en silencio acompañando a la Orquesta Champán. El árbol parpadeaba. Nuestras caras se oscurecían y se iluminaban, se oscurecían y se iluminaban.