Capítulo 15

Cuando mi madre se hizo socia del club de tiro reclutó a varias esposas y con el tiempo se inscribieron más matrimonios. El club había sido una sociedad de bebedores de cerveza a quienes les gustaba pegar tiros a unas latas, pero eso cambió. Algunos de los nuevos socios eran tiradores serios, y después de que el club fuera criticado por otros dos clubs los antiguos socios se volvieron serios también o se dieron de baja.

Mi madre quedaba bien en las competiciones. Le encantaba ganar. Cuando ganaba se ponía satisfecha y alegre. Su chaqueta de tiro estaba llena de insignias y cintas, pero la de Dwight no tenía ninguna, porque siempre perdía. Aseguraba que el rifle Remington de tiro al blanco que se había comprado estaba mal equilibrado. Se compró otro, y cuando también ése resultó defectuoso, se compró un tercero. Seguía perdiendo, pero no era por falta de intentarlo. Pasaba dos o tres noches a la semana practicando en el club y usaba el largo vestíbulo de nuestra casa como galería de tiro sin munición. Colocaba un blanco en la puerta de un extremo y apuntaba desde el otro, los brazos metidos en las correas, la mejilla aplastada contra la culata. Inspirar, expirar, disparar. Cuando yo volvía de repartir los periódicos muchas veces me encontraba mirando la boca del cañón de la última adquisición de Dwight, que él, en clara violación del código que rige incluso las armas descargadas, mantenía apuntándome hasta que yo me apartaba.

Dwight hacía que Pearl y yo les acompañásemos cuando el club tenía competiciones en otros pueblos. Siempre ocurría lo mismo: mi madre lo hacía muy bien y Dwight perdía. Fingía que no le importaba, pero en el camino de vuelta empezaba a ponerse de mal humor. Su cara se ensombrecía, sacaba el labio inferior, hundía el cuello entre los hombros. Pearl y yo nos quedábamos callados en el asiento trasero hasta que a uno de los dos se nos olvidaba y empezábamos a tararear o decíamos algo. Entonces Dwight nos atacaba tan furiosamente que mi madre se sentía obligada a decir una palabra tranquilizadora. Dwight se volvía contra ella y decía que, si no recordaba mal, seguía siendo el padre de esta supuesta familia, ¿o acaso tenía otro candidato?

—Dwight... —decía ella.

—Dwight —la imitaba él, aunque no sonaba en absoluto como ella.

Entonces, hasta que llegábamos a Marblemount, se quejaba de ella por no saber apreciar su sacrificio al cargar con una mujer divorciada con un niño, sobre todo un niño como yo, un mentiroso, un ladrón, un mariquita. Si mi madre le discutía, la acusaba de desleal: si no discutía, se ponía apoplético con el sonido de su propia voz. Nada podía pararle excepto la visión de la taberna de Marblemount.

Se metía en el aparcamiento y pisaba violentamente el freno, patinando sobre la grava. Se bajaba, metía la cabeza en el coche, pronunciaba un juicio definitivo sobre nosotros y cerraba de un portazo. Mi madre se quedaba un rato con Pearl y conmigo, con cara inexpresiva, mirando la taberna. Nunca lloraba. Finalmente bajaba del coche y entraba ella también.

Yo era un mentiroso. A pesar de vivir en un sitio donde todo el mundo sabía quién era, no podía remediar el tratar de presentar nuevas versiones de mí mismo según cambiaban mis intereses o cuando otras versiones no lograban persuadir. También era un ladrón. La razón de Dwight para llamarme ladrón era trivial, basada en que le había cogido su cuchillo de caza sin su permiso. Mis robos eran reales. Había empezado por robar caramelos de las habitaciones de mis suscriptores que vivían en la vivienda de los solteros. La mayoría de estos hombres tenían caramelos a mano. Caí en la costumbre de coger uno aquí y otro allí. Luego empecé a robarles dinero. Al principio cogía sólo monedas pequeñas, para comprarme Coca-Colas y helados, pero más adelante les robaba monedas de cincuenta centavos y hasta billetes de un dólar. Guardaba el dinero en una caja de municiones debajo de uno de los barracones.

Mi idea era robar lo suficiente para huir. Estaba dispuesto a hacer cualquier cosa con tal de escapar de Dwight. Incluso pensé en matarle, en pegarle un tiro una noche cuando estaba metiéndose con mi madre. No sólo repartía periódicos, también los leía, y leerlos me había enseñado que era posible matar a un hombre y que no te hicieran nada. Bastaba con aparecer en el papel adecuado, como Cheryl Crane cuando apuñaló a Johnny Stompanato por amenazar a Lana Turner.

A veces cogía el Winchester cuando oía a Dwight empezar a insultar a mi madre, pero sus ataques eran más aburridos que peligrosos. Que ella no le respetaba, que le despreciaba, que a él le iba bien hasta que aparecimos nosotros. ¿Quién se creía ella que era? Más que nada, deseaba pegarle un tiro para que se callase.

Dwight no se equivocaba cuando me llamaba mentiroso y ladrón, pero estas acusaciones no me herían, porque yo no me veía así. Sólo uno de sus cargos me resultaba hiriente: que yo era mariquita. Mi mejor amigo era un mariquita de pura sangre y me preocupaba que debido a nuestra amistad otros pudieran pensar lo mismo de mí. Para quedar a salvo, me burlaba habitualmente de Arthur, siempre a sus espaldas, imitando su manera de hablar y de andar, incluso traicionando sus secretos. También me metía en peleas. No volví a pelearme con él, pero había aprendido que recibir unos cuantos golpes no iba a matarme y que otras personas, incluso Dwight, me tratarían con cierta deferencia durante unos días a raíz de la pelea. Y por supuesto hacía que otros chicos se lo pensaran dos veces, sabiendo que tendrían que dar cuenta de sus palabras.

Todas las quejas de Dwight contra mí tenían el propósito de darme una definición de mí mismo. Lo consiguieron, pero no de la forma que él quería. Me definí por oposición a él. En el pasado siempre había estado dispuesto, incluso cuando era inocente, a creer cualquier maldad de mí mismo. Ahora que tenía motivos para sentirme culpable ya no era capaz de hacerlo.

Mientras Pearl y yo esperábamos en el coche hacíamos todo lo que podíamos por irritarnos. Pearl tarareaba. Su tarareo no tenía nada que ver con la música. No se atenía a ninguna pauta rítmica o melódica sino que se prolongaba interminablemente, imbécil como mi manía de hacer crujir los nudillos, que era lo que hacía para sacarla de quicio. Crac. Crac. Crac. Crac. Crac.

Podíamos seguir así durante bastante rato. Una vez que la cosa se hacía aburrida me iba a dar paseos por la carretera, justo lo bastante lejos para seguir viendo la taberna pero que Pearl no me viera a mí y se creyera, eso esperaba yo, abandonada y se asustase. Me quedaba parado en el arcén con el cuello de la chaqueta levantado y las manos en los bolsillos, viendo las luces de los coches que pasaban. Yo era un asesino que huía, un vagabundo a punto de ser arrastrado por la pasión de una mujer solitaria...

Cuando me cansaba de esto volvía al coche. Ahora yo también me sentía solo, muerto de ganas de hablar, pero nuestra posición oficial era que no nos soportábamos. Pearl y yo nos quedábamos cada uno en su rincón y mirábamos cada uno por su ventanilla hasta que yo no podía aguantar un segundo más; entonces me inclinaba sobre el asiento delantero y encendía la radio. Pearl me advertía de que no debía hacerlo, pero no lo decía en serio. Quería escuchar la radio tanto como yo. Ambos éramos grandes aficionados a American Bandstand y al producto local, Seattle Bandstand. Ella los veía en casa. Yo los veía en las casas de los chicos que estaban en mi ruta; me quedaba el tiempo de una canción y luego corría a todo correr por la calle camino de la casa siguiente, dejando los periódicos mientras corría.

Me sabía la letra de todas las canciones. Y Pearl también. Sentados en la oscuridad, con el coche inundado por la música, no podíamos remediar el cantarlas, al principio por lo bajo, luego juntos. Pearl no tenía buena voz pero yo nunca la criticaba por eso. Habría sido mezquino, como criticarla por la calva que tenía. Además, no hacía falta una buena voz para las canciones que nos gustaban; hacía falta sentido del ritmo e inflexión. Pearl tenía ambas cosas y también sabía hacer segunda voz y armonía. No se puede cantar armonía sin ponerse muy juntos, para dar la entrada con un movimiento de cabeza, un estrechamiento de los ojos, una inspiración, y cuando sale bien uno tiene que sonreír. No se puede remediar. Algunas de las canciones nos salían muy bien —To Know Him Is To Love Him, My Happiness, Mister Blue, la mayoría de los Everly Brothers— y las cantábamos como dedicándonoslas el uno al otro, sonriendo, mirándonos de frente.

Hasta que Dwight salía de la taberna. Entonces apagábamos la radio y nos recostábamos en nuestro rincón. Dwight venía hacia el coche y mi madre le seguía unos pasos detrás con los brazos cruzados, los ojos fijos en el suelo. Ahora no tenía aspecto de ganadora. Dwight se metía en el coche oliendo a bourbon. Mi madre se quedaba fuera. Decía que no entraría a menos que Dwight le diera las llaves. Él se quedaba sentado sin moverse y después de un rato ella se metía en el coche. Cuando salíamos del aparcamiento mi madre se mordía el labio inferior viendo cómo la carretera se nos venía encima.

—Por favor, Dwight —decía.

—Por favor, Dwight —se burlaba él.

Al entrar en la primera curva yo notaba los dedos de Pearl clavándose en mi antebrazo.

—Por favor, Dwight —decía yo.

—Por favor, Dwight —repetía él.

Y luego nos llevaba por las curvas que iban sobre el río, los neumáticos gimiendo, los faros oscilando entre la pared de roca y el vacío, y cuanto más le rogábamos más deprisa iba, reduciendo un poco sólo para recuperar el aliento después de los momentos en que verdaderamente habíamos escapado por los pelos y riéndose luego para demostrar que no estaba asustado.