Capítulo 26
Chuck se emborrachaba casi todas las noches. Algunas noches se ponía alegre. Otras, le entraba una furia silenciosa durante la cual la cara se le ponía roja e hinchada y sus labios se movían al compás de las palabras que gritaba en su cabeza. En el punto culminante de su furor se arrojaba contra objetos que no cedían. Embestía con el hombro contra una pared, retrocedía y volvió a hacerlo. A veces se quedaba parado, sin decir nada, y golpeaba la pared con los puños. Por la mañana me preguntaba qué había hecho la noche anterior. Yo no creía realmente que lo hubiera olvidado, pero le seguía la corriente y le decía que había perdido totalmente el control. Él meneaba la cabeza al saber del comportamiento de esta otra persona tan extraña.
Yo no podía seguir su ritmo y dejé de intentarlo. Nunca me dijo nada, pero yo sabía que le había decepcionado.
El padre de Chuck había explotado una granja especializada en la producción de leche antes de convertirse en tendero y predicador. La familia conservaba la granja, aunque ahora arrendaban los pastos y los establos a un vecino. El señor y la señora Bolger y sus dos hijas menores vivían en la casa principal. Chuck y yo ocupábamos un cobertizo reconvertido que estaba a unos sesenta metros. El señor Bolger tenía la idea de que una buena dosis de confianza nos llevaría a una concepción adulta de nosotros mismos. Así debería haber sido. Pero no fue.
Los Bolger se acostaban a las nueve y media en punto. A eso de las diez, si Chuck no estaba ya en el saco, empujábamos su coche por el camino durante un trecho y luego lo poníamos en marcha y nos íbamos a casa de Verónica. Arch y Psycho generalmente estaban allí, y a veces también Huff. Bebían y jugaban al póquer. Yo no tenía dinero, así que me sentaba en el suelo y veía el programa de la noche con Verónica. Ella me estropeaba las películas contándome toda clase de cosas sobre los actores. Conocía toda la información secreta sobre Hollywood. Sabía qué actor, supuestamente muerto, estaba en realidad convertido en un vegetal babeante y qué actriz no podía quedar satisfecha más que por un equipo de fútbol completo. Era especialmente dura con los hombres. Según Verónica, eran todos una panda de maricones, y me lo demostraba indicándome las pequeñas señales y gestos con los cuales anunciaban su condición. La forma de encender un cigarrillo, la posición de un pañuelo en el bolsillo del pecho, el modo en que un actor echaba una ojeada a su reloj o se colocaba el sombrero, todo eran pruebas para ella. Incluso cuando no estaba hablando, yo notaba que estaba observando a los hombres de la pantalla, lista para saltar sobre ellos.
En el camino de vuelta a casa Chuck me asustaba haciendo eses por la carretera y soltando sermones sobre la condenación. Pretendía que estos sermones fuesen parodias de los de su padre, pero eran enteramente suyos. El señor Bolger no predicaba de esa manera. Chuck lograba reproducir las inflexiones y los ritmos de su padre, pero no su música. Lo que salía en cambio era su propio miedo a ser condenado.
Yo no estaba acostumbrado a que la gente se tomara la religión en serio. Mi madre nunca se la había tomado, y Dwight era un ateo de la ortodoxia de la Ciencia Popular. (Jesús no había muerto realmente, se había tomado una droga que le hacía parecer muerto para luego poder fingir una resurrección. La separación de las aguas del Mar Rojo fue causada por un cometa que pasó por encima. Maná era simplemente una palabra antigua que quería decir patata.) Había un pastor episcopaliano, el padre Karl, que iba a Chinook cada dos semanas y era absolutamente serio, pero las posibilidades que el padre Karl me hacía sentir cuando le escuchaba no perduraban después de su marcha.
El señor Bolger tenía cuidado de no presionarme nunca, pero yo me daba cuenta de que era un pescador de hombres y yo era una presa fácil. No una captura muy valiosa, tal vez, pero lícita. El peligro no era que él me forzase a nada sino que me forzase yo mismo para ganarme su simpatía. El señor Bolger era alto y digno. Tenía la cara larga y los ojos tristes. Cuando le hablaba, me miraba de una forma tan directa que a veces me olvidaba de lo que estaba diciendo. Tenía la sensación de que veía dentro de mí. Me trataba con cortesía, pero sin afecto; siempre parecía estar guardándose algo. Yo deseaba que tuviera buena opinión de mí.
Ése era un peligro. El otro era la música. En la iglesia del señor Bolger la música era apasionada, no como los menopáusicos himnos católicos que yo había aprendido en Salt Lake. La gente se emocionaba cantando estas canciones. Lloraban, daban palmas, gritaban, iban balanceándose por el pasillo al Rincón del Amén. Yo sentía ganas de hacerlo a veces, pero me contenía. Chuck estaba siempre a mi lado, silencioso como una piedra. Movía los labios sin cantar. Él nunca había ido al Rincón del Amén y yo temía que me ridiculizase si iba yo. Así que me frenaba aunque, por sentimentalismo musical y por ansias de agradar, deseaba adelantarme. Después del servicio siempre me alegraba de no haberlo hecho, porque sabía que el señor Bolger me calaría y se sentiría disgustado.
Chuck nunca se volvió contra mí. En sus ataques de furia más sombríos y en sus peores borracheras sólo se hacía daño a sí mismo. Tuve suerte en eso. Chuck tenía una constitución de toro, era fornido y de tórax ancho. Yo no habría tenido la menor posibilidad frente a él. Los otros chicos le dejaban en paz y él tampoco se metía con ellos; ésa era su inclinación natural. Salvo consigo mismo, era amable, no como su padre, con esa leve apariencia de esfuerzo que los hombres dignos dan a su amabilidad, sino como su madre. También se parecía a ella físicamente. Una piel lechosa con una mancha roja en cada mejilla. El pelo rubio que se volvía casi blanco al sol. Frente ancha. Tenía también los ojos azul claro de su madre y la misma forma de entornarlos cuando escuchaba, mirando al suelo y asintiendo con la cabeza a lo que dijeras.
Todo el mundo quería a Chuck. Sobrio, era cordial, tranquilo y generoso. Cuando admiré un suéter suyo me lo regaló y más adelante me dio también un disco de Buddy Holly que solíamos acompañar cantando. A Chuck le gustaba cantar cuando no estaba en la iglesia. Era difícil creer, viéndole a la luz del día, que había pasado la noche anterior lanzándose contra un árbol. Ésa era la razón de que a los Bolger les costara tanto trabajo aceptar su desenfreno. Nunca lo veían. Se quedaba un buen rato en la casa principal después de la comida, hablaba con su padre de cosas de la tienda, ayudaba a su madre a fregar los platos. Sus hermanas pequeñas jugaban con él como perritos. Chuck parecía en todos los sentidos un chico en paz consigo mismo, y en esos momentos lo estaba. No fingía. Por eso cuando el otro Chuck, el malo, hacía algo, siempre pillaba a los Bolger desprevenidos y los tumbaba de espaldas.
Una noche vinieron Psycho y Huff a jugar a las cartas. Estaban tan sin blanca como yo, así que me uní a la partida. Bebimos y jugamos con cerillas hasta que nos aburrimos. Entonces pensamos que sería una gran idea ir hasta Bellingham y volver. Chuck no tenía suficiente gasolina para el viaje, pero dijo que sabía dónde podíamos conseguirla. Cogió un par de latas de cinco galones y un pedazo de manguera, y los cuatro echamos a andar campo a través.
Había llovido mucho ese día. Todavía caía una fina llovizna a través de la bruma que nos rodeaba. La tierra, recién arada para la siembra, estaba pantanosa. Tiraba de nuestros zapatos y luego los soltaba con un ruido denso y asqueroso. Psycho llevaba mocasines y se le salían una y otra vez. Finalmente acabó renunciando y volviendo atrás. Los demás seguimos adelante trabajosamente. Cada pocos pasos oíamos a Psycho gritar de rabia a nuestras espaldas.
Anduvimos casi un kilómetro antes de llegar a la granja de los Welch. Nos entretuvimos junto a las dependencias exteriores durante un rato y luego cruzamos el patio para acercarnos al camión del señor Welch. Chuck sacó la gasolina del depósito con la manguera mientras Huff y yo vigilábamos la casa. Yo nunca había estado allí, pero conocía a los chicos del instituto. Eran tres, todos tristes, pobremente vestidos y callados casi hasta el mutismo. Uno de ellos, Jack, estaba en mi clase. Era melancólico y olí a rancio, como un viejo que ha perdido su orgullo. Debido a que nos llamábamos igual, al señor Mitchell le divertía emparejarnos en los ejercicios de boxeo durante las clases de educación física. Entonces los otros chicos nos rodeaban y gritaban: «¡Ánimo, Jack! ¡Mátale, Jack!» Pero Jack Welch no tenía estómago para aquello. Levantaba sus guantes con aire dubitativo, como si pensara que podían volverse contra él, y me lanzaba una mirada de disculpa cada vez que el señor Mitchell le incitaba a darme un puñetazo. Se me hacía extraño pensar que él estaba en aquella casa oscura, sus ojos tristes cerrados por el sueño, mientras yo montaba guardia fuera. Huff gruñó mientras se limpiaba los zapatos con un palo. El aire olía a gasolina.
Chuck llenó las latas y emprendimos el camino de vuelta. La ida era más dura que la venida. Ahora íbamos cuesta arriba. Nos turnamos para llevar las latas, balanceándolas y dando traspiés. Su peso nos hundía en el barro y nos hacía perder el equilibrio, tropezar y caer. Cuando llegamos a casa estábamos cubiertos de barro. Yo me había rasgado la camisa en una cerca de alambre de espino. Mi brazo bueno estaba dormido por el peso de las latas, el otro latía dolorosamente porque me había rozado el dedo contra un poste. Estaba mortalmente cansado y lo mismo les ocurría a los otros. Nadie dijo nada de ir a Bellingham. Mientras Chuck llevaba a Huff y Psycho a casa, yo me lavé y caí rendido en la cama.
El señor Bolger nos despertó tarde a la mañana siguiente. Asomó la cabeza por la puerta y dijo:
—Levantaos.
Pero algo en su voz hizo que me incorporase bruscamente, totalmente despierto. A Chuck le pasó igual. Nos miramos y nos levantamos sin decir una palabra. El señor Bolger nos esperaba junto a la puerta. Una vez que nos vestimos, dijo:
—Vamos.
Y echó a andar hacia la casa principal. Caminaba con largas zancadas, la cabeza inclinada hacia delante como bajo un peso, y no se volvió una sola vez para ver si le seguíamos. Cuando miré a Chuck sus ojos estaban fijos en la espalda de su padre. Su cara no tenía expresión.
Entramos en la cocina detrás del señor Bolger. La señora Bolger estaba sentada ante la mesa del desayuno, llorando en una servilleta. Tenía los ojos rojos y una vena azul destacaba en su pálida frente.
—Sentaos —dijo el señor Bolger.
Me senté frente a la señora Bolger y miré el mantel. El señor Bolger dijo que el señor Welch acababa de estar allí, por razones que no nos costaría trabajo adivinar. Guardé silencio. Chuck también. El señor Bolger esperó, pero continuamos sin decir nada. Entonces, para ahorrarse la estupidez de una negativa, nos contó que habíamos dejado un rastro que cualquiera podría seguir. Ni siquiera era necesario seguirlo, se veía perfectamente todo el camino desde aquí.
—¿Cómo habéis podido hacer una cosa así? —preguntó la señora Bolger—. Y precisamente a los Welch.
Levanté la mirada y vi que el señor Bolger estaba examinándome. Los dos apartamos la vista cuando nuestros ojos se encontraron.
La señora Bolger estaba agitada por los sollozos. Su marido le puso una mano en el hombro.
—¿Qué excusa tienes? —le preguntó a Chuck.
Chuck contestó que no había ninguna excusa.
—¿Jack?
—Ninguna excusa, señor.
Nos miró.
—¿Habíais bebido?
Ambos reconocimos que habíamos bebido.
El señor Bolger asintió con la cabeza y comprendí que esto era algo a nuestro favor, tan grande era su fe en el poder del alcohol para transformar a una persona. También actuaba a nuestro favor el hecho de que nosotros no hubiésemos sugerido que la bebida era una defensa sino que lo habíamos confesado como un pecado más. Eso dejaba al señor Bolger en libertad para disculparnos.
Chuck y yo nos mostramos ritualmente avergonzados, el señor Bolger ritualmente enojado, pero lo peor había pasado y todos lo sabíamos. Pasamos el resto de la mañana en la mesa de la cocina, preparando un plan de reparación. Chuck y yo devolveríamos la gasolina, que no habíamos echado en su coche por estar demasiado cansados para ello. Le pediríamos disculpas al señor Welch y daríamos nuestra palabra de que no volveríamos a beber. No se hizo mención de las promesas que ya habíamos roto. Aceptamos todas las condiciones del señor Bolger menos una: no le diríamos quién estaba con nosotros. Nos insistió en que le diéramos sus nombres, pero era evidente que esto formaba parte de la ceremonia y que se alegraba de que por lo menos fuéramos capaces de lealtad. Además, seguramente sabía quiénes eran los otros.
Nos levantamos y nos dimos la mano. El señor Bolger dejó claro que no quería utilizar esto contra nosotros. Quería dejar atrás todo el asunto, cuanto antes mejor. La señora Bolger no se levantó. Me di cuenta de que todavía sentía el mal que habíamos hecho, aunque yo no lo sentía.
Chuck y yo metimos las latas en el coche y nos fuimos a la granja de los Welch. No estaba muy lejos campo a través, pero para llegar allí en coche teníamos que ir hasta la carretera principal y luego tomar un camino serpenteante, no pavimentado, que aún estaba embarrado a causa de la lluvia del día anterior. Chuck iba rápido para que no nos empantanáramos. El barro golpeaba contra el suelo del coche. Pasábamos por entre pinos enanos que se abrían aquí y allí dejando ver una casa o un claro en el que había algunas vacas. Chuck fue soltando una ristra de tacos todo el camino.
Nos metimos por el camino de la granja de los Welch y nos quedamos sentados un momento, en silencio, antes de apearnos.
Yo había trabajado en varias granjas durante mis vacaciones de verano, en la recolección y en la siega del heno. Estas granjas estaban en la parte alta del valle, cerca de Marblemount, próximas, pero no demasiado, al río, con buen regadío y tierra fértil. Los dueños prosperaban. Tenían equipo moderno y las casas y los establos estaban siempre pintados. Los patios tenían hierba y estaban bordeados de arriates de flores y adornados con baños para pájaros y ruedas de carreta y grandes ardillas de cerámica.
El patio de los Welch era todo barro, una porqueriza sin cerdos. Nada crecía allí. Y nada se movía, ni gato, ni gallinas, ni chuchos que salieran corriendo a desafiarnos. La casa era pequeña, cenicienta y decrépita. Un espeso musgo crecía en el tejado de guijarros. No había porche, pero había extendido una lona impermeable desde una pared para cobijar una tina de lavar con un rodillo y un tendedero que colgaba bajo el peso de descoloridas camisas de franela de diferentes tamaños y espantosas sábanas.
Salía humo de una chimenea de estufa. Resultaba sorprendente mirar hacia arriba y ver que el cielo era azul y fresco.
Chuck llamó a la puerta con los nudillos. Una mujer abrió y se quedó en el umbral con una niña detrás de ella. Ambas eran pelirrojas y delgadas. La niña sonrió a Chuck. Éste le devolvió la sonrisa con tristeza.
—Me sorprendió —dijo la mujer—. Tengo que decir que me sorprendió.
—Lo siento —dijo Chuck, poniendo la cara avergonzada que tenía en la cocina por la mañana.
—Nunca lo habría pensado de ti —dijo ella. Me miró y luego se volvió de nuevo a Chuck—. Dices que lo sientes. Pues yo también. Y el señor Welch. No es lo que hubiéramos esperado.
La señora Welch nos dijo dónde encontrar a su marido. Mientras caminábamos trabajosamente por el barro, las latas de combustible balanceándose a nuestros costados, Chuck iba diciendo:
—Mierda, mierda, mierda...
El señor Welch estaba sentado en una pila de madera, observando a Jack y a otro de sus hijos, que estaban un poco más allá turnándose para cavar agujeros para postes con una pala. El señor Welch tenía la cabeza descubierta. Su fino pelo castaño flotaba al viento. Llevaba un mono nuevo, azul oscuro y de aspecto rígido, con una capa de barro alrededor de los tobillos. Nos acercamos a él y pusimos las latas en el suelo. Él las miró y luego miró de nuevo a sus hijos. Ellos no nos perdían de vista mientras trabajaban, no con actitud amenazadora, sino sólo para ver qué pasaba. Yo oía la pala levantando el barro con el mismo sonido que hacían nuestros zapatos la noche anterior. Chuck les saludó con la mano y ambos respondieron con una inclinación de cabeza.
Nos quedamos mirándolos durante unos momentos. Luego Chuck se puso al lado del señor Welch y empezó a hablar en voz baja, diciéndole cuánto lamentaba lo que habíamos hecho. No le dio explicaciones y no le dijo que habíamos bebido. Su actitud era gravemente sincera, casi trágica.
El señor Welch continuó mirando a sus hijos. No habló. Cuando Chuck terminó, el señor Welch se volvió y nos miró, y por el modo lento y trabajoso en que se movió me di cuenta de que la idea de mirarnos era un tormento para él. Tenía barba de tres días y las mejillas hundidas. Había salpicaduras de barro en su cara. Sus ojos oscuros estaban empañados, como si hubiera llorado o estuviera a punto de llorar.
No necesitaba ver las lágrimas en los ojos del señor Welch para saber que había hecho algo vergonzoso. Lo supe cuando entramos en el patio de la granja y vi el lugar a la luz del día. Todo lo que vi después hizo más profundo el convencimiento. Esta gente no lograba salir adelante. Estaban cerca del abismo, y yo les había empujado un poco más aún. No mucho, pero lo suficiente como para quitarles parte de su margen. Devolverles la gasolina no alteraba eso. El verdadero daño estaba en que supieran que alguien podía caer sobre ellos en este estado y detenerse a herirles. Tenía que hacerles sentirse pequeños y solos, saber eso. Ése era el daño que habíamos hecho. Comprendí algo de esto y sentí el resto.
La granja de los Welch me resultaba familiar. No era sólo el parecido entre esta casa y la casa en la que yo había vivido en Seattle, era toda la visión, la casa, el barro, el silencio, los chicos levantando y dejando caer la pala. Reconocí esa visión por cierta idea de fracaso que había encontrado su perfecta representación aquí.
¿Por qué estaban cavando agujeros de postes Jack y su hermano? Una cerca allí correría paralela a la que ya circundaba la granja. Los Welch no tenían animales que guardar; una cerca allí no cumpliría ninguna función. Su trabajo no tenía sentido. Años más tarde, mientras esperaba una barca que me llevara al otro lado de un río, vi a dos mujeres vietnamitas golpeando metódicamente con unos palos una rueda de camión desechada. Lo hicieron durante un buen rato y seguían haciéndolo cuando yo crucé el río. Formaban parte del sueño por el que reconocí a los Welch, mi sueño de fracaso, mi sueño de condenación, con su solemne coreografía de concienzudos actos inútiles.
Se necesita una imaginación infantil y corrompida para convertir en símbolos a los demás. Yo no conocía a los Welch. No tenía derecho a verlos de esta manera. No tenía derecho a sentir miedo o pena o repugnancia, no tenía derecho a sentir nada que no fuera arrepentimiento por lo que les había hecho. Sin embargo, sentí todo eso. Una especie de pánico se apoderó de mí. No podía respirar bien. Lo único que quería era escapar.
El señor Welch le había dicho a Chuck algo que no pude oír, y Chuck se había apartado. Entendí que sus disculpas habían sido aceptadas. El señor Welch estaba esperando las mías y la actitud en que esperaba me indicó que este asunto le resultaba penoso. Era hora de acabar con él. Pero me quedé donde estaba, mirando cómo los chicos levantaban el barro. No podía moverme ni hablar. Permanecer allí parado era todo lo que podía hacer. Cuando Chuck se dio cuenta de que no iba a decir nada, murmuró adiós y le dio la mano al señor Welch. Le seguí hasta el coche sin mirar atrás.
El señor Bolger llamó a nuestra puerta cuando llegamos a casa. Esa pequeña cortesía estaba llena de promesas y cuando entró vi que estaba deseoso de perdonar. Me entristeció estar tan cerca de su perdón y saber que no podía recibirlo. Nos saludó con una inclinación de cabeza y dijo:
—¿Qué tal os ha ido?
Chuck no respondió. No me había hablado desde que salimos de la granja de los Welch. Sabía que me despreciaba por no haberme disculpado, pero yo no tenía forma de explicarle mis sentimientos; ni siquiera podía explicármelos a mí mismo. Creía que no había diferencia entre las explicaciones y las excusas y que las excusas eran poco varoniles. Lo mismo ocurría con los sentimientos, sobre todo los sentimientos complicados. No admitía que los tuviera. Apenas sabía que los tenía.
Chuck se rodeó de silencio. Estábamos al borde de la ruptura. No podía mantenerme a su altura en libertinaje y ahora le había fallado también en arrepentimiento.
El señor Bolger se volvió a mí al no obtener respuesta de Chuck.
—Chuck se disculpó —dije—. Yo no.
El señor Bolger le pidió a Chuck que nos dejara solos y se sentó en la otra cama cuando él se fue. Haciendo alarde de paciencia, trató de entender por qué no me había disculpado. Lo único que fui capaz de decir fue que no pude.
Él quiso saber más.
—Quería hacerlo —dije—. Pero simplemente no pude.
—Estuviste de acuerdo en que les debías una disculpa a los Welch.
—Sí, señor.
—Prometiste disculparte, Jack. Diste tu palabra.
Repetí que quería hacerlo pero no pude.
El señor Bolger perdió interés en mí entonces. Lo vi en sus ojos. Me dijo que la señora Bolger y él habían esperado que me sintiese feliz en su casa, más feliz de lo que al parecer lo había sido con mi padrastro, pero no parecía que fuera así. Todo sumado, no veía ninguna razón para que continuara en su casa. Dijo que llamaría a mi madre esa noche y haría arreglos con ella para que viniera a recogerme. No discutí. Sabía que estaba decidido.
Yo también. Había decidido alistarme en el ejército.
Mi madre vino al día siguiente. Estuvo encerrada con los Bolger durante un par de horas y luego me llevó a dar un paseo en el coche. Al principio no me habló. Sus manos aferraban con fuerza el volante; los músculos de su mandíbula estaban tensos. Fuimos por la carretera unos cuantos kilómetros, hasta una parada de camiones. Mi madre se metió en el aparcamiento y apagó el motor.
—He tenido que rogarles —dijo.
Luego me contó lo que había logrado con sus ruegos. El señor Bolger había aceptado que me quedase después de todo, si enmendaba las cosas con los Welch trabajando en su granja al salir del instituto.
Le dije que preferiría no hacer eso.
No me hizo caso. Mirando hacia delante, me dijo que el señor Bolger quería también que tuviese una charla con el padre Karl. El señor Bolger confiaba en que el tipo de religión del padre Karl me llegase, puesto que estaba más próximo que el suyo a aquel en el que había sido educado. Mi madre me dijo que tenía dos posibilidades: podía obedecer al señor Bolger o hacer las maletas. Hoy. Y si hacía las maletas, más valía que tuviera algún plan, porque no podía volver a casa con ella; Dwight no me dejaría pasar de la puerta. Parecía que ella iba a conseguir un empleo en Seattle, pero pasaría algún tiempo antes de que lo supiese con certeza, y luego necesitaría tiempo para empezar y encontrar una casa.
—¿Por qué no te disculpaste con esas personas? —me preguntó.
Le contesté que no pude.
Me miró y luego volvió a mirar fijamente a través del parabrisas. Nunca había estado tan alejada de mí. Si hubiera robado un banco me habría defendido, pero no por esto.
—Y entonces, ¿qué vas a hacer? —dijo.
No parecía particularmente interesada.
Le dije que haría lo que los Bolger quisieran.
Puso el coche en marcha y me llevó a casa de los Bolger. Cuando me bajé se alejó muy rápido.
El señor Bolger estuvo demasiado ocupado esa semana para arreglar lo de mi servicio a los Welch, pero yo no lo sabía de antemano. Entraba cada día en la tienda después del instituto esperando que me dijeran que saliera y me metiera en el coche. Entraba, vacilaba y, cuando nadie me decía nada, me dirigía aliviado a la trastienda, me ponía el delantal y empezaba a hacer mis tareas. Antes, Chuck y yo trabajábamos juntos, charlando, bromeando, sacudiéndonos con el paño del polvo y atizándonos con el mango de la escoba. Ahora trabajábamos cada uno por su lado, en silencio. Yo soñaba. A veces pensaba en la granja de los Welch y en mí mismo allí, ahogándome en barro, rodeado de caras acusadoras. Cada vez que me venía este pensamiento tenía que cerrar los ojos y tomar aliento.
Hacia el final de la semana vino el padre Karl. Habló con el señor Bolger en la trastienda durante unos minutos y luego me llamó para que saliera.
—Vamos a dar un paseo —me dijo.
Seguimos un sendero que bajaba hasta el río. El padre Karl no dijo nada hasta que estuvimos en la ribera. Cogió una piedra y la tiró al agua. Tuve la cínica sospecha de que iba a darme el mismo sermón que el capellán del campamento de los exploradores le daba a cada nuevo grupo de chicos el primer día. Se acercaba a la orilla del lago, cogía despreocupadamente un puñado de piedras y lanzaba una al agua.
—Sólo un guijarro —decía pensativo, como si la idea acabara de ocurrírsele—, sólo un guijarro, pero mira todas las ondas que hace y lo lejos que llegan las ondas...
Al final del verano todos los consejeros del campamento les despreciábamos abiertamente. Le llamábamos Ondas.
Pero el padre Karl no me dio este sermón. No podía hacerlo. Él había encontrado su fe por la vía dura y no hablaba de ella con arte ni sutilezas. Sus padres eran judíos. Ambos habían sido asesinados en campos de concentración y él había sobrevivido de milagro. Algún tiempo después de la guerra se convirtió al cristianismo y luego se hizo sacerdote. Aún había en su forma de hablar alguna huella de Europa Oriental. Era moreno y bien parecido, cosa de la que no parecía ser consciente, y tenía una actitud pensativa que se volvía áspera cuando tenía que enfrentarse al fingimiento o la frivolidad. Yo había sido objeto de esta aspereza antes y estaba a punto de volver a serlo.
Me preguntó quién pensaba que era.
No sabía cómo contestar a esta pregunta. Ni siquiera lo intenté.
—Mírate, Jack. ¿Qué estás haciendo? Dime qué crees que estás haciendo.
—Supongo que estoy fastidiando —dije, sacudiendo la cabeza con aire triste.
—¡Nada de cuentos! —gritó—. ¡Nada de cuentos!
Parecía dispuesto a pegarme. Decidí guardar silencio.
—Si sigues así —dijo—, ¿qué va a ser de ti? ¡Contéstame!
—No sé.
—Sí lo sabes. Claro que lo sabes —su voz era más suave—. Lo sabes —cogió otra piedra y la tiró al río—. ¿Qué quieres?
—¿Perdón?
—¡Querer! Debes querer algo. ¿Qué es lo que quieres?
La respuesta a esta pregunta sí la sabía, muy bien. Pero estaba seguro de que mi respuesta le enfurecería aún más, puesto que sabía que era mundana y contraria a lo que imaginaba que serían sus propios deseos. No podía imaginar que el padre Karl quisiera dinero, una determinada serie de mercancías y, a cualquier precio, la estimación del mundo. No podía imaginar que él deseara nada tanto como yo deseaba estas cosas, o imaginar que oyera mis deseos sin desprecio.
Yo no tenía palabras para nada de esto, ni para mi comprensión de que para aceptar la esperanza de redención del padre Karl tendría que renunciar a la mía. Él creía en Dios y yo creía en el mundo.
Respondí a su pregunta con un encogimiento de hombros. Dije que no sabía exactamente lo que quería.
Se sentó en un tronco. Vacilé, luego me senté un poco más allá y miré al otro lado del río. Él cogió un palo y hurgó con él en el suelo, luego me preguntó si quería hacer desgraciada a mi madre.
Le contesté que no.
—¿No?
Negué con la cabeza.
—Bueno, pues eso es lo que estás haciendo.
No dije nada.
—Está bien. ¿Quieres hacerla feliz?
—Claro.
—Bien. Eso ya es algo. Ésa es una cosa que quieres. ¿No? —cuando asentí, dijo—: Pero la estás haciendo desgraciada, ¿no es cierto?
—Supongo.
—No hay nada que suponer, Jack. Es así —me miró—. Por tanto, ¿por qué no paras? ¿Por qué no paras de una vez?
No contesté enseguida por miedo a que pareciese que únicamente quería complacer. Quería que pareciese que reflexionaba seriamente sobre su pregunta.
—De acuerdo —dije—. Lo intentaré.
Él tiró el palo. Seguía observándome, y supe que comprendía lo que había sucedido; que no «me había llegado» en absoluto, porque yo no estaba al alcance. Estaba escondido. Había dejado un muñeco en mi lugar para que pusiera cara de arrepentimiento e hiciera promesas, pero yo no estaba en las proximidades y el padre Karl lo sabía.
Sin embargo, no nos marchamos enseguida. Nos quedamos sentados mirando el agua. El río iba hinchado por el deshielo. Más marrón que verde, reía y silbaba junto a la ribera. Más lejos de la orilla hervía entre las rocas musgosas y las raíces de árboles retorcidas atrapadas entre ellas. Desde debajo de los sonidos cambiantes de la superficie del río llegaba un profundo y constante suspiro que nunca cambiaba y que se hacía más fuerte a medida que uno lo escuchaba hasta ser el único sonido que oía. Los pájaros volaban casi rozando el agua. Las hojas nuevas brillaban en los álamos a lo largo de la ribera.
Era primavera. Ambos quedamos atrapados en ella por un momento, olvidando nuestros propósitos separados. Estábamos el uno con el otro de la forma en que lo están los animales de la misma especie. Luego nos movimos y recordamos quiénes éramos. El padre Karl me soltó una admonición final, yo dije que me portaría mejor y volvimos a la tienda.
Ese fin de semana el señor Bolger me dijo que había hablado con los Welch y que estos habían rechazado mi ayuda.
—No quieren tenerte allí —dijo.
Y me hizo saber por la gravedad de su expresión que éste era el castigo definitivo, un castigo mucho peor que hacer el trabajo duro en su granja. De hecho consiguió hacer que me sintiera decepcionado. Pero lo superé.