Capítulo 27

El sheriff vino a casa una noche y les dijo a los Bolger que Chuck estaba a punto de ser acusado de violación. También se nombraba a Huff y Psycho en la denuncia. La chica estaba en mi clase en el instituto de Concrete; era una más entre una pandilla de chicas histéricamente desdichadas que iban por ahí vestidas con ropas ajustadas, se cubrían la cara con una capa de maquillaje, fumaban sin parar, hablaban en clase y hacían todo lo que podían por llamar la atención de chicos que con toda seguridad las tratarían de mala manera. Alguien se la había tirado. Mantuvo su embarazo en secreto todo el tiempo que pudo y estaba tan gorda ya antes que este engaño duró hasta dos meses antes de que saliera de cuentas. Su nombre era Tina Flood, pero todo el mundo la llamaba simplemente La Inundación9. Tenía quince años.

El sheriff había hablado con Tina y, basándose en lo que ella le había dicho, convenció a su padre de que esperara un poco antes de presentar la denuncia. Tina había dicho que no quería acusar a nadie de nada, sólo quería que Chuck se casara con ella. El señor Flood, en cambio, quería mandarlos a todos ellos a la cárcel. Pero debía saber que esto no le servía de nada a su hija y también que para Tina casarse con alguien de una familia como la de los Bolger sería un golpe de suerte mucho mayor de lo que nadie en su sano juicio hubiese podido imaginar para ella. Así que aceptó el consejo del sheriff. Estaba esperando a que Chuck dijese la última palabra.

Al volver de la casa principal esa noche, Chuck se sentó en su cama y me lo contó todo. Me dijo también que no tenía la menor intención de casarse con Tina Flood. Se lo había dicho al sheriff, le había dicho que antes que eso preferiría pasar el resto de su vida en la cárcel. El sheriff le aconsejó que no tomara una decisión precipitada. Él mantendría a raya al señor Flood hasta que Chuck tuviera la oportunidad de pensárselo bien y de hablarlo con su familia. Pero no dejó dudas respecto a lo que pasaría si rechazaba a Tina. Iría a prisión. El cargo era grave y las pruebas contra él y los otros eran muy sólidas.

Chuck dijo que no lo haría.

Le dije que yo tampoco. Le animé, pero en el fondo de mi corazón me alegraba de que tuviera problemas, y no sólo porque eso apartaría la atención de mí. Todavía estaba dolido porque él me hubiese abandonado cuando era yo el que estaba en apuros. No me desagradaba ver ahora a Chuck entre la espada y la pared y tener la oportunidad de demostrarle que yo era mejor amigo que él. Yo estaría de su parte.

Nadie más lo estuvo. Ni Huff ni Psycho. Ni siquiera sus padres. La señora Bolger estaba demasiado apenada hasta para hablarle. Lloraba constantemente y apenas salía de casa. La preocupación del señor Bolger por ella se manifestaba en una ira implacable hacia Chuck. Le atacaba duramente y cuando no le atacaba le miraba furioso, sobre todo durante las comidas. La cena era el peor momento del día. Los sonidos del acero sobre la porcelana, de masticar y tragar, el crujido de las sillas, todo parecía amplificado y grotesco. Las hermanas de Chuck comían a toda velocidad y se marchaban. Lo mismo hacía yo. Chuck tenía que quedarse y luego, cuando todo el mundo se había ido, aguantar las regañinas de su padre.

El señor Bolger quería que se casara con Tina Flood, Chuck se había acostado con la chica, según él mismo reconocía. Daba igual que ella hubiese estado también con otros dos chicos o con cien, Chuck se había acostado con ella y por ese acto se había hecho responsable de lo que pudiese ocurrirle luego. No tenía derecho a negarse a asumir esa responsabilidad porque fuese dura. Había jugado a ser un hombre; ahora había llegado el momento de ser un hombre.

El señor Bolger debía de atragantarse con sus propios consejos. Era generoso pero orgulloso, demasiado orgulloso como para exponer sin mortificación estos argumentos destinados a convertir en su nuera a La Inundación. Pero aceptaba el coste de sus principios y se guardaba para sí sus sentimientos.

También Huff y Psycho querían que Chuck se casara con Tina, pero sus razones eran más sencillas que las del señor Bolger. Si no se casaba con ella, los dos irían a Walla Walla con él. Esto parecía innecesario e injusto. Lo único que Chuck tenía que hacer era aguantar el tipo durante unos años y luego plantarla.

Chuck se negaba a hacer eso. No les explicó sus razones a Huff y a Psycho, ni siquiera a su padre, pero por las noches, cuando se sentía más acosado y solo, me las explicaba a mí. Le costaba trabajo expresarlas en palabras y siempre parecía un poco sorprendido de oírlas. Yo también. Básicamente, Chuck no quería casarse con Tina Flood porque se consideraba comprometido con otro destino. Cierto, le gustaba tontear, pero en el fondo se reservaba para su esposa. Tenía una imagen clara de ella y cuando al fin la encontrara iba a casarse con ella y a permanecer casado para siempre. La mujer para la cual se reservaba Chuck era una esposa de la televisión, bonita, respondona y pía. Su vida juntos sería una divertida serie con muchas bromas afectuosas. También tendría un contenido religioso; el marido que Chuck reservaba para su esposa era un hombre que se moría de ganas de reconocer sus errores y de enmendarlos. De dejar atrás para siempre el alcohol, el juego y la fornicación, junto con las malas compañías de su alocada juventud. Una vez casado, niños, muchos niños. Sobriedad. Fidelidad. Una oración antes de las comidas y un banco lleno en la iglesia los domingos.

Quería una buena vida. La buena vida que tenía en proyecto para sí era tan convencional como la que yo tenía en proyecto para mí, aunque sin mis pretensiones épicas. Y Chuck todavía tenía fe en la suya, mientras que yo estaba perdiendo la fe en la mía. Yo no tenía ni la menor idea de qué me iba a suceder. Mi vida era un desastre, y como yo entendía que era un problema de mala suerte, no podía imaginar otro remedio que la buena suerte, cosa que no parecía tener.

Chuck se aferraba a su sueño como si ya fuera realidad. Incluso estaba dispuesto a ir a la cárcel por él. Tina Flood y la criatura que llevaba dentro no eran reales para él. No eran otra cosa que una partida más en el registro de sus pasados errores, que daría espectacularidad a su futuro cambio de carácter y que sería expiada por la virtud de su vida de casado.

El sheriff había esperado que Chuck diese marcha atrás al cabo de unos días. Cuando esto no sucedió, empezó a amenazarle. El señor Flood no estaba dispuesto a esperar más, dijo. Los cargos se presentarían cualquier día de estos y una vez que el caso fuese al tribunal, Chuck no tendría la menor posibilidad de obtener la libertad condicional. El sheriff quería que Chuck comprendiese que no hablaba por hablar. Un chico y una chica era una cosa, pero tres hombres y una chica era otra muy distinta. A los ojos de la ley Chuck y sus amigos eran hombres y se les castigaría como a tales.

Chuck no cedió. La idea de ir a la cárcel le asustaba, pero se negaba a considerar la posibilidad de casarse con Tina Flood. Hasta la sugerencia le ponía enfermo. Volvía de las sesiones de amedrentamiento en la casa con los ojos ardientes y un brillo de sudor febril en la cara. Mi idea era que debería huir y alistarse en el ejército, pero él no quería ni planteárselo. Estaba paralizado en mitad del camino del futuro que se le venía encima y sólo le quedaban fuerzas para decirle que no a la pobre Tina Flood.

Cuando se echaba a llorar en la cama por las noches, yo perdía la secreta satisfacción que me proporcionaba su situación. Deseaba hacer por él lo que solía hacer por mi madre, rodearla con un brazo y decirle unas palabras de consuelo. Pero eso no era posible entre nosotros y además me daba cuenta de que intentaba que no le oyera.

En mitad de todo esto recibí otra llamada telefónica del señor Howard en el instituto. Gritaba al otro extremo de la línea como si la conexión fuera mala, cosa que no era. Me dijo que me habían concedido una beca en el colegio Hill. Había hablado con el director de ingresos esa misma mañana. Recibiría una carta oficial dentro de un par de días, pero él quería comunicármelo personalmente y decirme cuánto se alegraba por mí. Y era verdad que estaba alegre. Se lo notaba en la voz, como si hubiera llamado para darme una buena noticia relacionada con algo suyo.

Dijo que él estaba bastante seguro de que la obtendría, todo lo seguro que se puede estar en estos casos. Pero había pensado que era mejor no darme muchas esperanzas. Podía haber sucedido cualquier cosa.

—Sin embargo —me dijo—, me hubiese sorprendido mucho que no te la diesen después de la carta que les escribí.

El señor Howard dijo que teníamos mucho de qué hablar. Quería contarme más cosas sobre la vida en Hill, para que no me cogiera completamente desprevenido lo que iba a encontrarme. También estaba el problema de la ropa. Necesitaría un amplio guardarropa sólo para satisfacer las exigencias mínimas del colegio. Esta ropa tenía realmente que ser de determinado corte y calidad. Le gustaría poder decir que a los chicos de Hill no les preocupaban esas cosas, pero desgraciadamente sí les preocupaban, como a los chicos de cualquier otro sitio. El señor Howard no quería que yo me sintiese fuera de lugar. Lo que pensaba hacer, si mi madre consentía, era llevarme a su propio sastre en Seattle y encargarme todo lo que pudiera necesitar. Quería que yo le dijese a mi madre que consideraría un favor el que ella le permitiese hacerlo.

Volvería a llamarme para quedar en los detalles.

—Me alegro mucho por ti —repitió.

Yo apenas había hablado. Cuando el señor Howard colgó, volví a mi clase de álgebra, en la que iba fatal, y miré cómo movía el profesor la boca durante lo que quedaba de ella.

La carta llegó. Había recibido una beca de 2.300 dólares al año, pero el precio anual era de 2.800. El director de ingresos me felicitaba por mi expediente escolar y las notas de las pruebas de selectividad y decía que el director se unía a él para darme la bienvenida a su comunidad. Desgraciadamente, debido a que muy pocas asignaturas de las que había estudiado en Concrete eran académicas, no tenía suficientes méritos para entrar en Hill como alumno de quinto curso. Me había matriculado en cuarto. No debía preocuparme por esto, me decía. Era una práctica habitual retrasar a los alumnos que procedían de las escuelas públicas más vocacionales. Habría otros chicos en la misma situación y ese año más me ayudaría a adaptarme a Hill y a tener un expediente sólido antes de solicitar el ingreso en una universidad.

El director de ingresos me enviaba cordiales saludos y me transmitía los del director. Ambos estarían encantados de conocerme en septiembre.

Leí la carta obsesivamente, ensayando palabras como director y cuarto curso10. El director de ingresos adjuntaba un boletín de antiguos alumnos lleno de fotos de edificios de estilo gótico rodeados de césped color esmeralda, fotos de grandes árboles con los tonos otoñales y fotos de los propios estudiantes en diversas actitudes de trabajo, devoción y esfuerzo atlético. Aquí había más palabras que saborear. Lacrosse. Squash. Glee Club. Los estudiantes tenían un aspecto diferente al de los chicos que yo conocía. No era únicamente una diferencia de ropas y peinado. La diferencia era tribal: huesos, porte, un conjunto de expresiones que era como una firma. Estudié estas fotos del mismo modo que estudiaba las de los lapones y los kurdos en el National Geographic. Algunas caras eran impenetrables para mí. No podía intuir a los chicos que había detrás de ellas. En otras adiviné un espíritu generoso y abierto. Examiné a cada uno de los chicos con atención, preguntándome quiénes eran y si llegarían a ser amigos míos.

Había unas notas al final del boletín

«R. T. “Chip” Bladeswell, 1952, oyó recientemente las campanadas de medianoche con su viejo compañero de relevos R. Houghton “Howdy” Emerson IV y su esposa, “Noddy” (Miss Porter’s, 1955). Howdy y Noddy han puesto casa en la Ciudad de los Vientos mientras Howdy cavila para encontrar formas de ayudar a Armour a ser más veloz que Swift. Parece que Chip tenía un «asunto» en Oak Park al día siguiente con una tal señorita Sissy Showaker-Price (Madeira, 1955). Piensan atar los lazos en junio. Desde que se hizo público el anuncio, los residentes de Greenwich han informado de que se oyen lamentos y crujir de dientes. Jumm... ¿quién podrá ser? Nadie lo sabe. ¡Buena suerte, Sissy! (Pista: La última vez que fue visto, Chip estaba pasándole el testigo a Howdy en la esquina de East Wacker con Lakeshore Drive, mientras Noddy le perseguía con ahínco...)

«R. S. K. Unsworth St. John, 1946, ha sido nombrado recientemente Director de Investigación de Mercados en Industrias Newcombe. ¡Enhorabuena, Un!»

Había varias páginas de estas notas, algunas acompañadas de fotos de hombres sonrientes y seguros de sí mismos con trajes oscuros, conjuntos blancos de tenis o atuendos de golf. En la última página del boletín sólo aparecían fotos de bebés, todos niños, todos hijos de antiguos alumnos y todos vestidos con jerseicitos blancos con una gran H sobre el pecho. Las aulas de 1978 y 1979 ya estaban empezando a llenarse.

El director de ingresos me enviaba un impreso que tenía que llenar; era un formulario de información concreta. No lo devolví enseguida. Lo llevé conmigo durante unos días y luego lo llené. Donde me preguntaban mi nombre tal y como deseaba que apareciera en el catálogo del colegio, escribí; «Tobías Jonathan von Ansell-Wolff III».

Mi madre vino a recogerme al instituto una tarde y me llevó a tomar una Coca-Cola en Concrete. No salía de su asombro por el hecho de que me hubiesen concedido una beca para Hill. No cesaba de mirarme con curiosidad y de reírse.

—Bueno —dijo—. ¿Qué les contaste?

—¿Qué quieres decir con eso de qué les conté? No les conté nada. Simplemente la solicité.

—Vamos...

—Las notas de las pruebas de selectividad eran bastante altas.

—Tienes que haberles dicho algo.

—Gracias, mamá. Gracias por el voto de confianza.

—¿Vas a meterte en líos?

—Meterme en líos. ¿Y eso qué quiere decir?

—¿Vas a meterte en líos?

—No. No voy a meterme en líos.

—¿Prometido?

—No voy a meterme en líos, te lo prometo. ¿Qué más quieres, diablos?

Pasamos a otros temas. Estaba contenta por mí, después de todo, y dispuesta a no interrogar demasiado a la fortuna.

Ella también tenía buenas noticias. Había encontrado trabajo en Seattle, un puesto de secretaria en Seguros de Vida Aetna. Querían que empezara a trabajar dentro de una semana. Una mujer que conocía le había ofrecido su casa hasta que encontrara un sitio donde vivir para que no tuviera necesidad de alquilar cualquier cosa que no le gustara. Podría permitirse el lujo de tomárselo con calma, sobre todo porque yo me iría a California en junio en vez de irme a vivir con ella. Mi padre la había llamado, me dijo. Ya lo tenía todo arreglado. Yo cogería un autobús que me llevaría a La Jolla en cuanto terminara el instituto y Geoffrey se reuniría conmigo allí después de su graduación en Princeton.

—¿Y tú? —le pregunté.

—Yo, ¿qué?

—¿Vendrás tú también? Más adelante, si las cosas van bien.

—Sería tonta si lo hiciera —dijo malhumorada, como si supiera que eso no le impediría hacerlo.

Hablamos de Dwight y de sus manías. De cuando se quedaba levantado hasta tarde contando todos los caramelos que había en la casa para ver cuántos me había comido ese día. De cuando entraba corriendo en el cuarto de estar al volver de casa y ponía la mano encima del televisor para ver si estaba caliente. De cuando compraba una docena de bolsas de la aspiradora y escribía fechas con un mes de separación en cada una para que durasen exactamente un año. Mi madre me dijo que él se había portado lo mejor que podía desde que ella empezó a buscar trabajo. No quería que se fuese. Ahora que lo había encontrado, hacía lo imposible por estar simpático con ella. Estaba casi cortejándola, dijo. Era amable y trataba de que Pearl la camelase todo el tiempo. Incluso había solicitado un traslado a Seattle para poder estar cerca de ella.

—No lo entiendo —me dijo—. Ni siquiera me tiene afecto. Es únicamente que no quiere que le deje. Es muy extraño.

Luego mi madre dijo que tenía que decirme algo y supe por la forma en que lo dijo que no iba a ser nada bueno. Se trataba de mi dinero, el dinero del reparto de periódicos que Dwight había estado ahorrando para mí. Ella sabía que yo pensaba usarlo para pagar la diferencia que no cubría la beca. El problema era que en realidad Dwight no lo había ahorrado. No había nada. Ni un céntimo. Ella le había preguntado y él le dio largas y evitó el tema hasta que finalmente le acorraló. Entonces reconoció que no lo tenía. Tampoco tenía el dinero que ella había ganado en los comedores. La cuenta estaba completamente vacía.

—Yo te conseguiré los quinientos —me dijo—, no te preocupes por eso.

Lo único que pude hacer fue quedarme mirándola.

—Ya no podemos hacer nada. El dinero no existe. Tendrás que olvidarte de él.

No era eso lo que yo estaba haciendo. No lo olvidaba. Lo recordaba. Más de 1.300 dólares. Pero no era realmente el dinero lo que hacía que me compadeciera de mí mismo, era el tiempo. Durante dos años y medio había pasado todas mis tardes repartiendo periódicos. La mayoría de las noches salía otra vez después de cenar para cobrar a mis suscriptores y tratar de conseguir otros nuevos. A la gente no le gustaba pagarme. Incluso los que eran honrados me daban largas una y otra vez. Luego estaban los caraduras. Me contaban historias lacrimógenas sobre cheques perdidos y cuentas del médico o apagaban las luces y la televisión cuando me oían llegar y luego murmuraban y miraban por entre las persianas hasta que yo me cansaba y me iba. En invierno siempre tenía los zapatos mojados, la cabeza congestionada y la nariz roja y agrietada. Me volvía loco de aburrimiento. Una de mis maneras de distraerme era calcular una y otra vez, hasta el último céntimo, el dinero que había ganado.

—¿Qué ha hecho con él?

Mi madre se encogió de hombros.

—Ni idea.

Quería cambiar de tema. Era muy tolerante para la mayoría de las cosas, pero no tenía paciencia con los llorones. Las lamentaciones la volvían de hielo.

Yo no cejé.

—Era mi dinero —dije.

—Lo sé —contestó.

—Me lo ha robado.

—Probablemente pensaba devolvértelo. No sé. El caso es que no está. No sé qué esperas que haga. Ya te he dicho que te pagaré las facturas del colegio.

Hice una mueca.

—Probablemente también yo tengo algo de culpa.

Dijo que debería haber comprendido que no podía dejar que Dwight manejase el dinero, que debería haber insistido en que tuvieran una cuenta conjunta. Pero para él era una cuestión de orgullo el ocuparse de la economía doméstica y ella no había querido que se enfadara por eso. Ella había tratado de conseguir que todos nos llevásemos bien.

Nos terminamos las Coca-Colas y caminamos por la calle hacia el coche, mi madre moviéndose con la ligereza de la persona que se ha quitado un peso de encima. Cuando estaba preocupada llevaba una máscara pálida de labios apretados. Últimamente había empezado a tener su verdadera cara. La máscara había desaparecido. Estaba joven y bonita. Los camiones cargados de troncos que cruzaban la ciudad pasaban a nuestro lado estrepitosamente, cambiando las marchas y escupiendo humo negro. Mientras andábamos íbamos haciendo planes. Consideramos diferentes posibilidades. Volvíamos a ser nosotros mismos, inquietos y llenos de proyectos, preparados para emprender el vuelo.

Chuck me felicitó cuando le conté lo de mi beca, pero tuve cuidado de que no se notara mi alegría demasiado. El día decisivo para él estaba próximo y tal vez se habría preguntado por qué nos habían tocado unas cartas tan diferentes. Esta pregunta habría pasado por mi cabeza si yo hubiera estado en su lugar. Pero probablemente a él no se le ocurrió nada semejante. Él no deseaba las mismas cosas que yo y estaba mucho más interesado en lo que iba a ser de él que en lo que iba a ser de mí.

Luego el sheriff le hizo su última visita. Hacía más de una semana que no venía y esa vez se había marchado muy enfadado, harto de la cabezonería de Chuck. Le había dado un ultimátum: Adelante con el programa o si no ya sabes. Si Chuck no le llamaba con la contestación que él quería antes de determinada fecha, iba a dejar que la justicia siguiera su curso. Chuck no había llamado al sheriff con la contestación que él quería. No le había llamado para nada.

Oímos el coche de policía en el camino de entrada. El sonido del gran motor ya nos resultaba familiar. Chuck se puso los zapatos y esperó a que el señor Bolger viniera a buscarle; luego se fueron juntos a la casa. Mientras estuvo allí yo no paraba de mirar por la ventana. Tenía un mal presentimiento.

Cuando Chuck volvió yo estaba sentado en la cama en una especie de trance. Me miró sin dar señales de reconocerme y cerró la puerta suavemente tras de sí. Luego se tiró al suelo y empezó a aporrearlo con los puños, como un crío con una rabieta, salvo que en vez de llorar se reía. Después de hacer esto durante un rato se levantó y fue de una pared a otra tambaleándose. Tenía la cara colorada. Me agarró por los hombros y me hizo bailar por el cuarto.

—¡Hombre lobo! —gritó— ¡Hombre lobo!

—Yo, Chuckles.

—¡Te quiero, hombre lobo! ¡Te quiero, coño!

—Estupendo —dije, pero le vigilaba.

—Escucha, hombre lobo. Escucha —pegó su cara a la mía—. Va a haber boda, hombre lobo. Las viejas campanas de boda van a sonar. ¿Qué te parece?

—No sé —dije—. ¿Qué te parece a ti?

—¿Que qué me parece a mí? A mí me parece absolutamente fantástico, hombre lobo, ¿qué te parece que me va a parecer? —abrió el armario y sacó su botella de Canadian Club— Brindemos por la novia —bebió un trago y me tendió la botella—. Ahora bebe por el afortunado novio —dijo—. Vamos, bebe —me quitó la botella y me preguntó—: ¿Cómo vas a llamar a Tina después de la boda, hombre lobo?

Yo no sabía qué contestar.

—¿Cómo la vas a llamar?

Le dije que no sabía.

—¿Qué te parece señora Huff? —dijo— ¿Qué te parece señora de Gerald Lucius Huff? —cuando vio la cara que yo ponía, levantó la mano derecha y dijo—: Es el Evangelio, hombre lobo. No te engaño.

—¿Huff? ¿Huff se casa con Tina?

Chuck iba a contestar pero de pronto se inclinó, tosiendo y atragantándose. El Canadian Club le salía por la nariz. Le di unas palmadas en la espalda. Me oí graznando ásperamente. Algo se estaba soltando dentro de mí, una oleada de alegría histérica y cruel. Apenas podía respirar. Mi cara se crispaba nerviosamente. Temblaba de alivio, alegría y un placer cruel, porque la verdad era que no me agradaba Huff y no me daba ninguna pena de Tina. Para mí no era más que La Inundación y ahora veía a Huff atrapado en sus garras, chapoteando débilmente en su extensa y ondulante superficie, sacudido y asfixiado, hundiéndose y reapareciendo en otro sitio agitando sus brazos peludos y con su peinado pompadour reluciente.