Capítulo 6

Un día mi madre y yo fuimos a Alkai Point a ver una batalla naval simulada entre los Tipos Raros y el Club de los Leones. Era durante la Feria del Mar, cuando se celebraban las carreras de hidroaviones. El parque daba sobre el puerto; apenas distinguíamos las figuras que desde los dos barcos de vela se arrojaban mutuamente globos de agua y trataban de repeler al pelotón de abordaje del enemigo. Había una multitud en el parque y cada vez que uno de estos pelotones caía al agua todo el mundo se reía.

Mi madre se reía con el resto. Le encantaba ver a los hombres tonteando unos con otros; los vigilantes de las playas, los soldados en las estaciones de autobuses, los miembros de un club de estudiantes lavando un coche.

Era un día claro. Los vendedores ambulantes se movían por entre la gente ofreciendo gafas de sol, sombreros y recuerdos de la Feria del Mar. Las chicas tomaban el sol tumbadas en mantas. El aire olía a aceite de coco.

Cerca de nosotros había dos hombres con botellas de cerveza en la mano. Se volvían a mirarnos con frecuencia. Luego uno de ellos se acercó, balanceando unos prismáticos sujetos por la correa. Estaba muy bronceado y llevaba ropa de tenis. Tenía un bigote fino y el pelo corto.

—Hola, chaval —me dijo—, ¿quieres probar los prismáticos?

Mientras él me ajustaba la correa alrededor del cuello y me enseñaba a enfocar las lentes, el otro se aproximó y le dijo algo a mi madre. Ella le contestó, pero siguió mirando al mar protegiéndose los ojos con la mano. Yo enfoqué a los Leones y a los Tipos Raros y les vi empujarse unos a otros por la borda. Parecían estar tan cerca que veía sus cuerpos pálidos y las expresiones de fatiga en sus caras. A pesar de los animados gritos que lanzaban, trepaban por las cuerdas con dificultad y se dejaban caer en cuanto encontraban resistencia. Cada vez que caían al agua se quedaban más rato en ella, chapoteando justo lo suficiente para mantenerse a flote y mirando con expresión de cansancio a los barcos que se suponía que tenían que apresar.

Mi madre aceptó una cerveza del hombre que estaba a su lado. El que me había ofrecido los prismáticos notó mi inquietud, tal vez incluso mis celos. Se arrodilló junto a mí y se puso a explicarme la batalla como si yo fuera un niño pequeño, pero yo me quité los prismáticos y se los devolví.

—No sé —estaba diciendo mi madre—. Probablemente deberíamos volver pronto a casa.

El hombre con el que había estado hablando se volvió hacia mí. Era el mayor de los dos, alto y anguloso, con el pelo rojo y una forma de moverse descoyuntada, como si hubiera perdido el equilibrio permanentemente. Llevaba pantalones bermudas y calcetines negros. Su cara larga estaba morena, lo cual hacía que sus dientes pareciesen extrañamente prominentes.

—Vamos a preguntarle al chico —dijo—. ¿Qué dices tú, chico? ¿Quieres ver la diversión desde mi casa?

Señaló una casa grande de ladrillo al borde del parque. No le hice ningún caso.

—Mamá —dije—, tengo hambre.

—No ha almorzado todavía —dijo mi madre.

—El almuerzo —dijo el hombre—. Eso no es problema, ¿Qué te gusta? —me preguntó— ¿Cuál es tu plato favorito para almorzar?

Miré a mi madre. Estaba de muy buen humor, lo cual me puso aún más mohíno, porque sabía que no era debido a mi influencia.

—Le gustan las hamburguesas —le contestó ella.

—Eso está hecho —dijo él.

Cogió a mi madre por el codo y la condujo por el parque hacia su casa. Yo tuve que seguirle con el otro hombre, que parecía encontrarme interesante. Quiso saber cómo me llamaba, a qué escuela iba, dónde vivía, cómo se llamaba mi madre, dónde estaba mi padre. Yo era incapaz de resistirme a un adulto que me hiciera preguntas. Cuando llegamos a la casa me había olvidado de estar taciturno y le había contado todo sobre nosotros.

La casa por dentro era cavernosa, silenciosa y fresca. Las ventanas tenían medallones de colores en medio de los cristales divididos con parteluz. Las ventanas, al igual que las puertas, eran en forma de arco. El techo del cuarto de estar, atravesado por vigas, se curvaba formando una bóveda muy alta. Me senté en el sofá. La mesa baja que tenía delante estaba llena de botellas de cerveza vacías, Mi madre se acercó a las ventanas abiertas que daban al lado del puerto.

—¡Caramba! —dijo— ¡Vaya vista!

—Judd, ocúpate de nuestro amigo —dijo el hombre bronceado.

—Ven, chaval —dijo el hombre con el que yo había estado hablando—. Te prepararé algo de comer.

Le seguí a la cocina y me senté delante de un mostrador mientras él sacaba cosas de la nevera. Hizo un sándwich de varios pisos y me lo puso delante. Parecía haberse olvidado de la hamburguesa. Le habría dicho algo, pero se me ocurrió que aunque lo hiciera seguiría sin haber hamburguesas.

Cuando volvimos al cuarto de estar, mi madre estaba mirando por la ventana con los prismáticos. El hombre bronceado estaba a su lado, con la cabeza inclinada muy cerca de la suya y una mano descansando en su hombro mientras gesticulaba con la botella de cerveza señalando algún punto de interés. Se volvió cuando entramos y nos sonrió.

—Aquí está nuestro muchacho —dijo—. ¿Qué tal van las cosas? ¿Has almorzado? Judd, ¿le has dado algo de comer a este hombre?

—Sí, señor.

—¡Estupendo! ¡Así me gusta! Siéntate, Rosemary. Ven, aquí. Siéntate, Jack, buen chico. ¿Te gustan los cacahuetes? ¡Estupendo! Judd, tráele unos cacahuetes. Y, por Dios Santo, llévate todas estas botellas.

Se sentó en el sofá al lado de mi madre y me sonrió constantemente mientras Judd metía los dedos en las botellas y se las llevaba tintineando. Judd regresó con un plato de cacahuetes y se llevó las botellas que quedaban.

—¡Ánimo, Jack! ¡Coge! ¡Coge!

Me observó mientras me comía unos cuantos puñados, asintiendo con la cabeza como si yo estuviera actuando de acuerdo con alguna predicción que él hubiese hecho.

—Eres un atleta —dijo—. Lo llevas escrito. Los ojos, la constitución. ¿A qué juegas, Jack? ¿Cuál es tu deporte?

—El béisbol —dije.

Esto se aproximaba a la verdad. En Florida jugaba casi todos los días y había llegado a ser bastante bueno. Pero no había jugado mucho desde entonces. No era un atleta, ni lo parecía, pero me alegraba de que él lo creyera.

—¡Béisbol! —exclamó—. Judd, ¿qué te dije yo?

Judd había ocupado una silla en el otro lado de la habitación, separado de nosotros. Alzó las cejas y meneó la cabeza ante la perspicacia del otro.

Mi madre se rió y se metió con él. Le llamaba Gil.

—¡Espera un minuto! —dijo él— ¿Crees que me estoy tirando un farol? Judd, ¿qué te dije yo sobre Jack, aquí presente? ¿Qué te dije que jugaba?

Judd cruzó sus morenas piernas.

—Béisbol —contestó.

—Exacto —dijo Gil—. Exacto. Espero que eso haya quedado claro. Volviendo a ti, Jack. ¿Qué otras actividades te gustan?

—Me gusta montar en bici, pero no tengo bici —dije.

Vi que el buen humor desaparecía de la cara de mi madre, como yo sabía que ocurriría. Me miró fríamente y le devolví la mirada fríamente. El tema de las bicicletas nos convertía en enemigos. Nuestro problema consistía en que yo quería una bicicleta y ella no tenía suficiente dinero. Me lo había explicado muchas veces. Yo lo entendía perfectamente, pero no tener una bici era demasiado duro para soportarlo en silencio.

Gil hizo una mueca de incredulidad. Me miró a mí, luego a mi madre y de nuevo a mí.

—¿Que no tiene bici? ¿Un chico sin bici?

—Lo discutiremos más tarde —me dijo mi madre.

—Sólo he dicho...

—Sé lo que has dicho.

Ella frunció el ceño y apartó la mirada.

—¡Un momento! —dijo Gil— Espera un momento. ¿Qué es esa historia, mamá? ¿Me estás diciendo en serio que este chico no tiene bicicleta?

—Va a tener que esperar un poco más, eso es todo —dijo mi madre.

—Los chicos no pueden esperar a tener una bicicleta, Rosemary. ¡Los chicos necesitan bicicletas ya!

Mi madre se encogió de hombros y sonrió de un modo tenso, como solía hacer cuando estaba acorralada.

—No tengo el dinero necesario —dijo en voz baja.

La palabra dinero dejó un pesado silencio tras de sí.

—Judd, sírvenos otra ronda —dijo Gil luego—. Mira a ver si hay Ginger ale para el chico.

Judd se levantó y salió del cuarto.

—¿Qué clase de bicicleta te gustaría tener, Jack? —dijo Gil.

—Una Schwinn, supongo.

—¿Sí? ¿Preferirías una Schwinn a una inglesa de carreras? —vio que yo vacilaba— ¿O preferirías una inglesa de carreras?

Dije que sí con la cabeza.

—Pues entonces ¡dilo! Yo no puedo adivinarlo.

—Preferiría tener una inglesa de carreras.

—Eso es. ¿Y de qué marca de inglesa de carreras estamos hablando?

Judd trajo las bebidas. La mía era amarga. La reconocí como un Collins.

Mi madre se inclinó hacia delante y dijo:

—Gil.

Él levantó una mano.

—¿Qué marca, Jack?

—Una Raleigh —le dije.

Gil me sonrió y yo le devolví la sonrisa.

—Gustos lujosos —dijo—. Elegir lo mejor, eso es lo que hay que hacer. ¿De qué color?

—Roja.

—Roja. Muy bien. Creo que podremos conseguirlo. ¿Te has enterado de todo eso, Judd? Una bicicleta, inglesa de carreras, Raleigh, roja.

—Enterado —dijo Judd.

Mi madre dijo que se lo agradecía pero que no podía aceptarla. Gil contestó que era yo quien tenía que aceptarla, no ella. Mi madre empezó a discutir, no débilmente sino con decisión. Gil no quería oír ni una palabra. En un momento dado incluso se tapó las orejas con las manos.

Al final ella cedió. Se recostó en el sofá y bebió su cerveza. Y vi que, a pesar de lo que había dicho, estaba verdaderamente contenta de cómo habían salido las cosas, no sólo porque eso significaba el fin de nuestras discusiones sobre el tema, sino porque, después de todo, ella deseaba sinceramente que yo tuviera una bicicleta.

—¿Qué tal están los cacahuetes, Jack? —me preguntó Gil.

Contesté que estaban bien.

—Estupendo —dijo él—. Estupendo

Gil y mi madre tomaron varias cervezas más y charlaron mientras Judd y yo veíamos las pruebas clasificatorias de los hidroaviones en la televisión. A media tarde Judd nos llevó en coche a la pensión. Mi madre y yo nos echamos en la cama durante un rato con la luz apagada, notando la brisa y escuchando el rumor de las copas de los árboles. Me preguntó si me importaría quedarme solo en casa esa noche. La habían invitado a cenar.

—¿Con quién? —le pregunté— ¿Con Gil y Judd?

—Gil —contestó ella.

—No —dije.

Me alegraba. Esto consolidaría las cosas.

La habitación se llenó de sombras. Mi madre se levantó y se dio un baño. Luego se puso una falda azul de vuelo, una blusa mejicana que dejaba los hombros desnudos y las hermosas joyas de turquesas que le había regalado mi padre cuando atravesaron Arizona antes de la guerra. Pendientes, collar, una pesada pulsera y un cinturón de concha. Había cogido algo de sol ese día; el azul de las turquesas parecía especialmente intenso, y también el azul de sus ojos. Se puso un toque de perfume detrás de las orejas, en la parte interna del codo y en las muñecas. Se frotó las muñecas una con otra y se tocó con ellas el cuello y el escote. Se volvió de un lado a otro, mirándose al espejo. Luego dejó de dar vueltas y estudió su imagen de frente de un modo sobrio. Sin apartar los ojos del espejo, me preguntó qué tal estaba. Guapísima, le contesté.

—Eso es lo que me dices siempre.

—Es la verdad.

—Bueno.

Se echó la última mirada y bajamos las escaleras.

Marian y Kathy entraron cuando mi madre me estaba haciendo la cena. Le hicieron dar vueltas mientras las dos sonreían y lanzaban exclamaciones, y Marian la apartó de la cocina y terminó de preparar mi cena para que ella no se manchase la blusa. Mi madre se mostró muy reservada ante sus preguntas. Ellas bromearon acerca del hombre misterioso, y cuando se oyó una bocina fuera la siguieron por el vestíbulo colocándole la ropa, retocándole el pelo y dándole las últimas instrucciones.

—Él debería haber llamado a la puerta —dijo Marian cuando volvieron a la cocina.

Kathy se encogió de hombros y miró la mesa. Estaba embarazadísima por entonces y tal vez no se sentía muy segura de su derecho a opinar sobre los matices de las relaciones con los hombres.

—Debería haber llamado a la puerta —repitió Marian.

Dormí mal esa noche. Siempre me pasaba lo mismo cuando mi madre salía, cosa que últimamente no ocurría con frecuencia. Volvió tarde. La oí subir las escaleras y cruzar el vestíbulo hasta nuestro cuarto. La puerta se abrió y se cerró. Ella se detuvo un momento junto a la puerta, luego atravesó la habitación y se sentó en su cama. Lloraba suavemente.

—¿Mamá? —dije. Como no me contestó, me levanté y me acerqué a ella—. ¿Qué te pasa, mamá?

Me miró, trató de decir algo y sacudió la cabeza. Me senté a su lado y la abracé. Daba boqueadas como si alguien le hubiera mantenido la cabeza bajo el agua.

La mecí y le murmuré. Tenía práctica en esto y me gustaba hacerlo, no porque ella se sintiera desgraciada sino porque me necesitaba, y el hecho de que me necesitara me hacía sentir capaz. Calmarla me calmaba.

Se quedó agotada y la ayudé a meterse en la cama. Entonces se sintió mareada, se rió y se burló de sí misma, pero no me soltó la mano hasta que se durmió.

Por la mañana los dos estábamos vergonzosos. Conseguí no hacerle la pregunta. Esa noche continué dominándome, pero mi autodominio parecía una actuación; sabía que era demasiado débil para mantenerlo.

Mi madre estaba leyendo.

—¿Mamá? —dije.

Ella levantó la vista.

—¿Qué hay de la Raleigh?

Volvió a su libro sin contestarme. No se lo pregunté más.