Capítulo 22

Mi hermano me mandó un cuento que había escrito y que se titulaba Una guedeja de pelo, un trozo de hueso. Trataba de un norteamericano encarcelado en Italia por asesinar a una prostituta. Su padre era rico, pero el joven se negaba a pedirle ayuda. Estaba distanciado de su padre y de todo el mundo. Tan distanciado estaba que ni siquiera quiso decir que lamentaba haber matado a la muchacha. Lo lamentaba —estaba borracho cuando lo hizo—, pero era tal su desprecio por la sociedad que no estaba dispuesto a hacer nada para solicitar su perdón. El cuento estaba lleno de minuciosos detalles acerca de la vida carcelaria, tales como retretes automáticos que funcionaban cada pocos minutos y presos que golpeaban los barrotes con tazas de metal.

Me pareció fabuloso. Me admiraba la audacia de Geoffrey al escribirlo. Le envié un cuento mío, uno sobre dos lobos que pelean a muerte en el Yukon, pero sabía que el suyo era mejor y hasta pensé en presentárselo a mi profesor de lengua como si fuera mío. Al final decidí no hacerlo. Sabía que nunca se lo creería.

Geoffrey me escribió otra vez diciendo que le había gustado mi cuento y que quería que le mandase más. Su carta era cariñosa y me contaba muchas cosas. Éste era su último año en Princeton. Esperaba irse a Europa cuando se graduara para trabajar en una novela. También había la posibilidad de que tuviera un trabajo de profesor en Turquía. Princeton había sido bueno para él, decía, y yo debería tenerlo seriamente en consideración cuando llegara el momento de elegir una universidad.

Geoffrey también me daba noticias de mi padre. Él y su mujer se habían separado. Él se había trasladado a California y había encontrado empleo en Convair Astronautics, el primer trabajo de verdad que había tenido en muchos años. Lo cierto era que todos habían tenido una racha difícil desde hacía algún tiempo. Me contaría más acerca de ello cuando nos viésemos, cosa que esperaba hacer antes de marcharse del país. Había pasado demasiado tiempo, decía.

Geoffrey deseaba verme. Eso estaba claro. Yo deseaba verle desde hacía años, pero hasta ahora, incluso cuando elaboraba planes para reunirme con él, nunca había sabido si él sentía lo mismo que yo. En muchos sentidos éramos dos desconocidos. Pero para mí era importante el hecho de que fuese mi hermano y, al parecer, también lo era para él. En sus cartas, la elegancia del tono había dado paso al simple afecto. Llevaba las cartas encima y las leía con alegría.

Dwight entró en la cocina una tarde cuando Pearl y yo estábamos comiendo unos perritos calientes que yo había preparado. Se fijó en un tarro de mostaza French’s que estaba en el cubo de la basura y la sacó.

—¿Quién ha tirado esto? —preguntó.

Le contesté que lo había tirado yo.

—¿Por qué lo has tirado?

—Porque estaba vacío.

—¿Porque estaba vacío? ¿Te parece vacío?

Me puso el tarro pegado a la cara. Había unos restos de mostaza solidificada debajo del cuello y en las acanaladuras del fondo.

—A mí me parece vacío —dijo Pearl.

—A ti no te he preguntado nada —le dijo Dwight.

—Pues me lo parece —dijo ella.

Yo dije que también a mí me parecía que estaba vacío.

—Mira otra vez —me dijo, y me pegó la boca del tarro contra el ojo. Cuando aparté bruscamente la cabeza me agarró por el pelo y me empujó la cara hacia el frasco.

—¿Te parece vacío?

No contesté.

—Papá —dijo Pearl.

Me preguntó otra vez si estaba vacío. El tarro me hacía daño en el ojo, así que dije que no, no parecía vacío. Me soltó.

—Límpialo —me dijo.

Me tendió el tarro. Cogí un cuchillo y empecé a rascar la mostaza mientras él me observaba. Después de unos minutos se sentó al otro lado de la mesa. Los restos de mostaza seca eran difíciles de sacar, sobre todo debajo del cuello a donde no llegaba el cuchillo. Dwight se impacientó.

—Vas a tener que hacerlo mejor que eso si piensas llegar a ser ingeniero —me dijo.

En los tiempos en que Skipper hablaba de ir a la escuela de ingeniería yo había declarado engañosamente la misma ambición, esperando ganar algunos puntos haciéndome eco de su proyecto. Cuanto más lo decía más posible me parecía. No tenía ningún interés en los temas específicos de la profesión ni aptitudes para ella, pero mi padre era ingeniero y me gustaba el sonido de la palabra.

Saqué toda la mostaza que pude. Formaba una mancha marrón y amarilla en el borde de mi plato, donde la había ido dejando.

—Está bien —dijo Dwight—. Y ahora..., ¿estaba vacío?

—Sí —dije.

Se inclinó sobre la mesa y me abofeteó. No me dio con fuerza pero la bofetada fue sonora. Pearl empezó a gritarle y mientras él le contestaba a gritos, me levanté y salí de casa. Vagué por la calle compadeciéndome de mí mismo. Luego decidí comprar una Coca-Cola en la máquina que había en la rampa de carga del almacén principal. También había allí una cabina telefónica, y mientras bebía la Coca-Cola se me ocurrió la idea de llamar a mi hermano. No sabía hacerlo, pero a la telefonista le hizo gracia mi indefensión y me fue guiando. Consiguió el número de Geoffrey en información de Princeton, luego me calmó cuando me entró el pánico porque me pidió dinero.

—Lo haremos a cobro revertido —me dijo.

Escuché el ahogado tono de la llamada a través de los ruidos parásitos. Estaba temblando. Y luego oí su voz. Hacía seis años que no la oía, pero la reconocí enseguida. Aceptó la llamada y dijo:

—Hola, Toby.

Traté de decir hola, pero la palabra se me atragantó. Cada vez que intentaba hablar se me cerraba la garganta otra vez. No era autocompasión; era oír la voz de mi hermano y, por primera vez en tantos años, el sonido de mi nombre. Pero no podía explicarle nada de esto. Geoffrey me preguntaba repetidamente qué me pasaba, y cuando al fin encontré mi voz le dije lo primero que me vino a la cabeza: que Dwight me había pegado.

—¿Qué te ha pegado? ¿Qué quieres decir con que te ha pegado?

Me costó un rato contar la historia. La palabra mostaza se resiste a un tratamiento serio y a medida que describía lo sucedido empecé a temer que Geoffrey encontrase ridículo el episodio, así que procuré que pareciera peor de lo que había sido.

Geoffrey escuchó sin interrumpirme. Cuando terminé me dijo:

—A ver si lo he entendido bien. ¿Te pegó a causa de un poco de mostaza?

Le dije que sí.

—¿Dónde estaba mamá?

—En su trabajo.

Geoffrey se quedó callado un momento. Cuando habló de nuevo parecía desalentado.

—Toby, no sé qué decirte.

—Simplemente se me ocurrió llamarte —dije.

—Espera un minuto —dijo—. No tiene ningún derecho a pegarte. ¿Te ha pegado otras veces?

Le dije que lo hacía continuamente.

—Entonces está claro —dijo Geoffrey—. Tienes que marcharte de allí.

Le pregunté si podía irme a vivir con él.

—No —contestó—. Eso es imposible.

—¿Y con papá?

—No, no te conviene vivir con el viejo ahora mismo, créeme.

Geoffrey dijo que tenía otro plan en mente, algo que había pensado comentarme la próxima vez que me escribiese. Me preguntó qué tal era el instituto de Chinook. Cuando le dije que tenía que hacerme sesenta kilómetros para ir al instituto de Concrete, me preguntó:

—¿De dónde?

—Concrete.

—Concrete. Jesús, ¿Qué te enseñan allí?

Le enumeré mis asignaturas. Banda de música, manualidades, álgebra, educación física, lengua, educación cívica y educación del conductor. Geoffrey hizo sonidos de desaprobación. Cuando me preguntó qué notas tenía, le dije que sacaba siempre A en todo.

—Eso está bien —dijo—. Eso nos da algo en que basarnos. Evidentemente lo estás haciendo lo mejor que puedes, y eso es lo que buscan.

Luego me explicó su plan. Dijo que su antiguo colegio preparatorio, Choate, concedía cierto número de becas todos los años. Dado que yo obtenía las máximas calificaciones, pensaba que tenía alguna posibilidad de conseguir una de esas becas. Era una posibilidad remota, pero, ¿por qué no intentarlo? También debería solicitar una en Deerfield, donde nuestro padre estuvo algún tiempo, y en St. Paul’s. Tal vez en algunos otros colegios. Les gustaban los atletas, dijo. ¿Lo era yo?

Le dije que era nadador.

—¡Estupendo! Les encantan los nadadores. ¿Nadas con el equipo del instituto?

—El instituto no tiene equipo. Nado para mi tropa de los exploradores.

—¿Eres explorador? ¡Fantástico! Cada vez mejor. ¿Qué clase?

—Águila.

Se rió.

—Fenomenal, Toby, se te van a rifar. ¿Algo más? ¿Ajedrez? ¿Música?

—Toco en la banda del instituto.

—Estupendo. ¿Qué instrumento?

—El tambor.

—Sí, bueno, vamos a limitarnos a hablar de las notas, la natación y los exploradores.

Geoffrey me dijo que me mandaría una lista de colegios a los que podía solicitar una beca, junto con las direcciones y las fechas límites para hacer la solicitud. Tendría que armarme de paciencia, la cosa no se iba a resolver de la noche a la mañana.

—No me gusta la idea de que ese tío te pegue —dijo Geoffrey—. ¿Crees que puedes aguantar ahí?

Le dije que sí.

—Voy a llamar al viejo para hablarle de esto. Puede que se le ocurran algunas ideas. Te sacaremos de allí, de un modo u otro.

Me pidió que le diera un abrazo de su parte a nuestra madre y que siguiera escribiéndole. Me dijo que le había gustado de veras el cuento de los lobos.

Aquélla fue una mala temporada para mi madre. Durante la campaña había viajado arriba y abajo del valle, había ido a convenciones, y había pasado tiempo con gente a quien admiraba. Había conocido a John F. Kennedy. Ahora que las elecciones habían terminado tuvo que volver a servir mesas en los comedores de la compañía. Echaba de menos las emociones, pero su tristeza iba más allá de eso, más allá del aburrimiento y la fatiga. Le había dicho a un hombre que trabajaba con ella en la campaña que quería marcharse de Chinook y él había ofrecido tocar algunas teclas para encontrarle un empleo en el este. Dwight se enteró de ello de alguna manera. Cuando venían de Marblemount una noche, se metió por un camino forestal y la llevó a un lugar solitario. Ella le pidió que regresaran, pero él se negó a contestar nada. Se quedó allí sentado, bebiendo de una botella de whisky. Cuando la vació, sacó su cuchillo de caza de debajo del asiento y se lo puso a mi madre en el cuello. La tuvo así durante horas, obligándola a suplicar por su vida, obligándola a prometer que nunca le dejaría. Si le dejaba, le dijo él, la encontraría y la mataría. Fuese donde fuese y tardara él lo que tardara en encontrarla, acabaría matándola. Ella le creyó.

Comprendí que algo había sucedido, pero no supe qué. Mi madre se negó a contármelo. Temía que yo empeorase las cosas si me enteraba, que provocase otra vez la ira de Dwight. La realidad era que ella no tenía dinero ni sitio adonde ir. Sola, tal vez se habría marchado de todas formas. Teniendo que cuidar de mí, pensaba que no podía.

Cuando le conté que había hablado con Geoffrey, se le llenaron los ojos de lágrimas. Esto era insólito en ella. Estábamos sentados junto a la mesa de la cocina, donde nos gustaba charlar cuando estábamos solos en casa. Geoffrey también le había enviado varias cartas a mi madre recientemente, pero no había hablado desde que nos marchamos de Utah. Ella quería saber cómo sonaba su voz, cómo estaba y toda clase de cosas que a mí no se me había ocurrido preguntarle. Mi madre se ensombreció, como le sucedía con frecuencia cuando hablábamos de Geoffrey. Temía haberse equivocado al dejarle ir con mi padre, temía que él le guardara rencor, por eso y por el divorcio, y por irse a vivir con Roy,

Le comenté la idea de Geoffrey acerca de la posibilidad de que yo consiguiera una beca para Choate o tal vez para algún otro colegio. Pensé que se sentiría dolida por mi deseo de marcharme, pero le agradó la idea.

—¿Cree de veras que tienes posibilidad de conseguirla? —me preguntó.

—Dijo que se me van a rifar, literalmente.

—No sé por qué cree eso.

—Tengo buenas notas.

—Eso es verdad. Tienes buenas notas. ¿Qué otros colegios mencionó?

—St. Paul’s.

—Tiene grandes planes para ti.

—Deerfield.

Se rió.

—Allí por lo menos reconocerán tu nombre. Creo que tu padre fue el único chico al que han expulsado nunca —luego dijo—: No te hagas demasiadas ilusiones.

—Geoffrey dijo que hablaría con papá sobre eso. Dijo que a lo mejor a papá se le ocurrirían algunas ideas.

—Estoy segura de que sí —dijo ella.

Geoffrey me mandó los nombres y direcciones de los tres colegios que había mencionado y de tres más: Hill, Andover y Exeter. Fui a la biblioteca del instituto y los busqué en el libro de Vanee Packard Los buscadores de posición social. Este libro explicaba cómo se perpetúa la clase alta. Su intención era supuestamente democrática, atacar el esnobismo y subvertir a la clase alta al revelar sus secretos. Pero yo no lo leí como crítica social. Buscar una buena posición social me parecía la cosa más natural del mundo. Todo el mundo lo hacía. La gente que compraba el libro ciertamente lo hacía. Lo consultaban con el mismo propósito que yo, no para deplorar el problema de las clases sino para resolverlo cambiando de clase.

Al margen de lo que el autor se hubiera propuesto, el libro de Packard era la guía perfecta para los trepadores sociales. Daba listas de los sitios donde uno debía vivir, de los colegios a los que debía ir, de los clubs a los que debía pertenecer y de la fe que debía profesar. Nombraba los sastres y las tiendas de los cuales se debía ser cliente y describía con minuciosa exactitud las maneras en que uno podía revelar sus orígenes. Llevando un traje de sarga azul a una fiesta en un club náutico. Diciendo tresillo en vez de sofá, malo en vez de enfermo, esposa en vez de mujer. Pintando las paredes de su casa de colores vivos. Mezclando el whisky con ginger ale. Bailando demasiado bien. Mostraba cajas dentro de otras cajas, círculos dentro de otros círculos. Por supuesto, uno tenía que ir a un colegio universitario de la Ivy League, pero eso por sí solo no bastaba. «La cuestión no es ir a Harvard, sino, ¿a qué Harvard? Por Harvard entendemos Porcellain, Fly o AD.» Y decía que la clave de a qué Harvard iba uno, o a que Yale, o a qué Princeton, y, por tanto, qué tipo de vida llevaría uno después, estaba en el colegio preparatorio al que asistía. «Harvard o Yale o Princeton no basta. Es el colegio preparatorio verdaderamente selecto lo que cuenta...»

Packard decía que había más de tres mil colegios privados en Estados Unidos. Solamente unos pocos cumplían sus requisitos de exclusivismo. Los especificaba en una breve lista que era casi exactamente la misma que la de Geoffrey. Comprendí, estudiando esos nombres en la biblioteca del instituto de Concrete, que la vida brillante que prometían dependía de dejar fuera a la mayoría de la gente, con sus paredes chillonas y sus sastres malos. Yo no quería quedarme fuera. Ahora que había vislumbrado la posibilidad de esa vida, cualquier otra sería una opresión.

Packard dejaba claro que el acceso a estos colegios era prácticamente imposible para las personas ajenas al círculo de los privilegiados. Pero mencionaba que daban becas y que la mayoría de ellas se las concedían a «descendientes de alumnos en otro tiempo prósperos que pasaban por dificultades económicas». Eso hizo que me sintiera como si el personal de Deerfield estuviera sentado esperando a tener noticias mías.

Escribí pidiendo impresos de solicitud. Los colegios respondieron rápidamente con una carta en cuya rígida cortesía yo me las arreglé para leer ardiente entusiasmo. Recibí una cordial nota de John Boyden, director de Deerfield e hijo del hombre que había echado a mi padre. Decía que el colegio estaba ya inundado de solicitudes ese año y me recomendaba que solicitara el ingreso en algunos otros. Su lista me era conocida. En una postdata a mano añadía que recordaba a mi padre y me deseaba buena suerte. Me aferré a este gesto cordial como si fuera una señal de apoyo.

Cuando llegaron todos los impresos me senté a rellenarlos y me di contra una pared. Vi por las preguntas que hacían que para entrar en uno de estos colegios, y no digamos para conseguir una beca, tenía que ser por lo menos el chico que le había descrito a mi hermano y probablemente algo más. Geoffrey estaba dispuesto a creerme; los colegios no. Cada una de las solicitudes exigía cartas de recomendación. Querían cartas de profesores, de instructores, de consejeros y, a ser posible, de sus propios ex-alumnos. Pedían un informe de mis Servicios a la Comunidad y dejaban un espacio desalentadoramente largo para la respuesta. Y lo mismo para Logros Deportivos, Viajes al Extranjero e Idiomas. Comprendí que estas afirmaciones tendrían que ser confirmadas por las cartas de recomendación. Querían que el instituto de Concrete les enviase mis notas en un impreso oficial. Por último, exigían que hiciese una versión para colegio preparatorio del Examen de Aptitud Escolástica, que tendría lugar en enero en la escuela Lakeside de Seattle.

Me quedé anonadado. Cada vez que miraba los formularios me entraba la desesperación. Su blancura me parecía hostil, vasta, sahariana. No tenía nada que me ayudara a cruzarla. Durante el día componía altisonantes circunloquios, pero por la noche, llegado el momento de escribirlos, me paralizaba su estupidez. Los formularios seguían en blanco. Cuando mi madre me insistió en que los enviara, los transferí a mi armario del instituto y le dije que ya me había ocupado del asunto. No molesté a mis profesores para pedirles unos elogios que no podían darme, ni me preocupé de que me mandaran mi colección de ces. Había renunciado, estaba siendo realista como a la gente le gustaba expresarlo, queriendo decir la misma cosa. Ser realista me hacía sentir amargura. Era un sentimiento nuevo, y no me agradaba, pero no veía salida.

Mi padre me telefoneó. Llamó una noche en que tanto Pearl como Dwight estaban fuera, lo cual fue una suerte, porque mi madre contestó al teléfono y todo en ella cambió inmediatamente. Se transformó en una chica joven. Comprendí a qué se debía y me puse a su lado, haciendo un esfuerzo por entender palabras en el murmullo de la voz de mi padre. Él habló mucho. Mi madre sonreía y movía la cabeza. De vez en cuando se reía escépticamente y decía:

—Ya veremos.

—No estoy segura de eso.

Finalmente dijo:

—Está aquí mismo.

Y me pasó el teléfono.

—Hola, muchacho —dijo, y le sentí allí, su presencia de oso, su olor a tabaco.

Le dije hola.

—Tu hermano me dice que estás pensando en Choate —dijo—. Personalmente, creo que estarías más a gusto en Deerfield.

—Bueno, acabo de solicitarlo —dije—. Puede que no entre.

—Pues claro que entrarás. Un chico como tú.

Me recitó todo lo que yo le había dicho a Geoffrey.

—No sé. Reciben muchas solicitudes.

—Entrarás —dijo firmemente—. La cuestión es qué colegio escoger. Únicamente sugiero que tal vez Deerfield esté a una escala más agradable que Choate. Hay que reconocer que tú estás acostumbrado a ser un pez grande en un estanque pequeño, puede que te sintieras perdido en Choate. Pero eres tú quien tiene que elegir. Si quieres ir a Choate, ¡pues ve! Es un buen colegio. Un colegio condenadamente bueno.

—Sí, señor.

Me preguntó en qué otros había solicitado el ingreso y yo le dije la lista. Dio su aprobación y añadió:

—Pero Andover es un poco como una fábrica. No estoy seguro de si yo mandaría a un hijo mío allí, pero podemos hablar de eso cuando llegue el momento. Ahora voy a contarte el plan.

El plan era que yo fuese a La Jolla en cuanto acabase el instituto. Geoffrey iría en avión desde Princeton después de graduarse y los tres pasaríamos todo el verano juntos. Geoffrey trabajaría en su novela mientras yo me preparaba para las clases en Deerfield. Cuando nos apeteciese tomarnos un descanso podríamos ir a nadar en la playa de Wind and Sea, que estaba al final de la calle donde él tenía su piso. Y más adelante, cuando viese lo bien que iba todo, mi madre se reuniría con nosotros. Volveríamos a ser una familia.

—He cometido algunos errores —me dijo—. Todos los hemos cometido. Pero eso queda atrás. ¿De acuerdo, Tober?

—De acuerdo.

—Vamos a empezar desde cero. Y oye, se acabó ese asunto de Jack. No puedes ir a Deerfield con un nombre como Jack, ¿comprendes?

Le dije que comprendía.

—Buen chico.

Me preguntó si era verdad que mi padrastro me había pegado. Cuando le contesté que sí, me dijo:

—La próxima vez que lo haga, mátale.

Luego dijo que quería hablar con mi madre otra vez.

Cuando ella colgó le conté lo que él me había dicho.

—Parece estupendo —dijo ella—. No cuentes con ello.

—Dijo que tú también vendrías.

—¡Ja! Eso se cree él. Tendría que estar loca para hacerlo —luego añadió—: Ya veremos qué pasa.

Mi madre me llevó en el coche a Seattle para hacer los exámenes. Hice la parte verbal por la mañana y enseguida empecé a divertirme. Reconocí, detrás de las preguntas aparentemente fáciles sobre vocabulario y comprensión de textos, a una inteligencia competitiva dispuesta a tentarme con respuestas que no eran correctas. Los trucos tenían un tono de suficiencia que me provocó. Quería sorprender a esos listillos, demostrarles que no era tan tonto como ellos pensaban. Cuando el monitor pidió que le entregáramos los exámenes me sentí repentinamente solo, como si alguien me hubiese dejado plantado en mitad de una buena discusión.

Los otros chicos que estaban haciendo el examen se reunieron en el vestíbulo para comparar sus respuestas. Todos parecían conocerse entre sí. No me acerqué a ellos, pero les observé atentamente. Llevaban abrigos deportivos arrugados y pantalones de franela deshechurados. Calcetines blancos visibles por encima de los zapatos marrones. Yo era el único chico que llevaba traje, un traje de mezclilla que había comprado para la graduación de octavo y que ahora me estaba pequeño. También era el único con un corte de pelo «Princeton». Los demás tenían el pelo largo, partido de cualquier manera y colgando sobre su frente, casi hasta los ojos. De vez en cuando sacudían la cabeza para echarse el pelo hacia atrás. El efecto habría sido descuidado si lo llevara uno solo, pero era uniforme, un efecto de estilo, y tomé buena nota de ello. También tomé nota de la forma en que se hablaban, de su sarcasmo reflexivo y predatorio. Me interesaba, me excitaba; en ciertos momentos tuve que hacer un esfuerzo para no reírme. Mientras hablaban sonreían irónicamente, se balanceaban sobre los tacones y sacudían la cabeza como caballos nerviosos.

Después del almuerzo me paseé por el campus. Los estudiantes habituales aún no habían vuelto de las vacaciones de Navidad y el silencio era profundo. Encontré un banco que daba sobre el lago. La superficie estaba neblinosa y gris. Hasta que sonó el timbre llamándonos para el examen de matemáticas permanecí allí sentado con las piernas cruzadas fingiendo que pertenecía a aquel lugar, que estos hermosos edificios antiguos, cubiertos de ramajes de auténtica hiedra en los que todavía se veían unas cuantas hojas marrones, eran mi hogar.

Arthur odiaba las manualidades, que era una asignatura obligatoria para los chicos en el instituto de Concrete. Después de hacer la octava o novena caja de cedro se rebeló. Consiguió negociar que le declararan exento a cambio de trabajar en la oficina durante esas horas. Pensé que me ayudaría, pero se negó airadamente. Su indignación me parecía injustificada. No comprendí que él también deseaba escapar. Me retiré y no volví a pedírselo.

Pero unos días después él se acercó a mí en la cafetería, dejó caer una carpeta sobre la mesa y se marchó sin decir palabra. Me levanté, me llevé la carpeta a los lavabos y me encerré en una de las cabinas. Allí estaba todo, todo lo que le había pedido. Cincuenta hojas de papel con el membrete del instituto, varios impresos de notas en blanco y un montoncito de sobres oficiales. Los guardé de nuevo en la carpeta y volví a la cafetería.

Durante las dos noches siguientes llené los impresos de las notas y los formularios de solicitud. Éstas me salían ahora fácilmente; podía permitirme ser conciso y modesto en las descripciones de mí mismo, sabiendo lo detallados que iban a ser quienes me recomendaban. Cuando terminé con eso empecé a escribir las cartas de recomendación. Escribí borradores a mano y luego pasé a máquina las versiones definitivas en papel con membrete, usando diferentes máquinas de la clase de mecanografía del instituto. Escribí los borradores resueltamente, con muchas tachaduras y muchos añadidos, pero sin las vacilaciones que había tenido antes. Ahora las palabras me venían tan fácilmente como si alguien me las soplara al oído. Me sentía lleno de cosas que había que decir, lleno de verdades reprimidas. Eso era lo que creía estar escribiendo: la verdad. Era una verdad que sólo yo conocía, pero creía en ella más que en los hechos dispuestos en contra suya. Creía que en un sentido objetivamente verificable yo era un alumno sobresaliente. Del mismo modo, creía que era un explorador Águila, un magnífico nadador y un muchacho íntegro. Eran ideas acerca de mí mismo a las que me había aferrado para sobrevivir. Ahora las expresé en palabras.

No hice afirmaciones que me parecieran falsas. No dije que era un defensa excepcional, ni siquiera un jugador de fútbol normal, porque aunque jugaba al fútbol todos los años nunca me identifiqué con el espíritu lumpen de ese deporte. Lo mismo pasaba con el baloncesto. No me veía a mí mismo haciendo una canasta decisiva en el último segundo, como hizo Elgin Baylor para Seattle ese año en el partido de desempate de la NCAA contra San Francisco. Otro tanto me ocurría con la política interna del instituto; la interminable necesidad de poner a prueba la propia popularidad me resultaba incomprensible.

Éstas no eran ideas que yo tuviera de mí mismo y no pretendía imponérselas a los demás.

No quise decir que era una estrella del fútbol, pero sí me inventé un equipo de natación para el instituto de Concrete. El entrenador escribió una hermosa carta para mí y lo mismo hicieron mis profesores y el director. No se mostraban excesivamente efusivos. Escribían con sencillez hablando de un chico dotado y recto que a su manera callada ya había agotado los recursos de su instituto y su comunidad. Habían hecho por él todo lo que podían. Ahora esperaban que otros continuaran la labor.

Escribí sin entusiasmo ni hipérbole, con las palabras que mis profesores habrían utilizado si me hubiesen conocido como yo me conocía. Éstas eran sus cartas. Y en el chico que vivía en esas cartas, el espléndido fantasma que portaba todas mis esperanzas, me pareció ver, al fin, mi propia cara.