Capítulo 12

Yo estaba parado en la carretera con otros dos chicos, mi bolsa de los periódicos aún muy pesada, cuando le vi venir hacia nosotros con su perrito Pepper. Los tres empezamos a meternos con él. Se llamaba Arthur Gayle y era el chico menos superior de sexto, puede que incluso de todo el campamento. Arthur era mariquita. Se decía que su madre le había vuelto mariquita por vestirle con ropa de niña cuando era pequeño. Andaba como una chica, corría como una chica y tiraba como una chica. Arthur era el nombre de mi padre, así que a mí me parecía bien, pero el apellido Gayle le implicaba aún más en la mariconería. Era inteligente. Tenía una voz burlona y sutil que utilizaba con buenos resultados como instrumento de su inteligencia. Yo siempre había salido escaldado de todos mis intercambios verbales con él.

Arthur se mostraba quisquilloso conmigo. Parecía querer algo. A veces le pillaba mirándome con expectación, como si yo le ocultara algo. Y así era. Toda mi vida he reconocido casi a primera vista a quienes estaban destinados a ser mis amigos y ellos me han reconocido a mí. Arthur era uno de ellos. Me agradaba. Me gustaba su humor ácido y las disparatadas historias que contaba y su aparente indiferencia hacia lo que otras personas pensaban de él. Pero le había negado mi amistad, porque me daba miedo lo que me costaría.

Al acercarse hacia nosotros, Arthur puso cara de despreocupada suficiencia. Seguramente sabía que estábamos hablando de él. En lugar de pasar de largo, se volvió a mí y dijo:

—¿Es que tu mamá no te ha enseñado a lavarte las manos después de hacer pis?

Mis manos ya no estaban tan amarillas, en realidad estaban casi normales ya. Hacía semanas que había terminado de descascarar castañas.

Era primavera. La tierra estaba esponjosa por la nieve derretida y en los días más cálidos, si uno escuchaba atentamente, podía oír un leve, continuo y sibilante sonido de evaporación, casi como el de una lluvia ligera. Los árboles estaban cubiertos de brotes nuevos. Los osos habían comenzado a aparecer en las brillantes superficies de granito de las laderas, tomando el sol y absorbiendo el calor de la roca; a la hora del almuerzo la gente salía a los escalones de las puertas y los observaba con la cara levantada y una expresión benévola. Mi madre estaba nuevamente conmigo. Todas las castañas estaban descascaradas y secándose en el desván. ¿Qué necesidad tenía de meterme en líos?

Me inclinaba a dejarlo correr. Pero no me gustaba que se rieran de mí y no me gustaba que hicieran comentarios acerca de mis manos. Arthur había hecho otros comentarios similares. Era más grande que yo, sobre todo en la cintura, pero calculé que este peso era grasa. Estaba seguro de que podría con él. Había provocación y había testigos para que lo contaran. Parecía un buen momento para dejar algo bien sentado.

Inicié la pelea llamándole gordinflón.

Arthur siguió sonriéndome.

—Disculpa —dijo—, pero ¿te ha dicho alguien que pareces exactamente un montón de vómito?

Seguimos así y luego le llamé mariquita.

La sonrisa abandonó su cara. Y en ese momento caí en la cuenta de que aunque todo el mundo se refería a Arthur como el mariquita, nunca había oído a nadie usar la palabra delante de él. Y en el mismo momento, al ver que todo él cambiaba después de que la palabra fuera pronunciada, que de pronto se le ponía la cara roja y espantosa, comprendí que debía existir una razón para ello. Una parte crucial de la historia que yo debería haber sabido, pero no la sabía.

Su primer puñetazo me dio de lleno en la oreja. Hubo una explosión dentro de mi cabeza, luego un continuo crujir, como si alguien estuviera arrugando papeles. Duró días. Cuando balanceó de nuevo el brazo me volví para evitar el golpe y lo recibí en la parte de atrás de la cabeza. Lanzaba los puños como lanzaba las pelotas, de lado, con mucha muñeca, pero de alguna manera cargaba todo su peso en ellos. Este puñetazo me hizo caer de rodillas. Él echó el pie hacia atrás y me dio una patada en el estómago. Los periódicos que había en la bolsa amortiguaron el golpe, pero me quedé aturdido por el hecho de que me hubiese asestado una patada. Comprendí que su entrega a la pelea era absoluta.

Su perro me ladró en la cara.

Cuando me levanté, Arthur se me echó encima, agitando los brazos y soltándome una lluvia de puñetazos en los hombros. Casi me derriba otra vez, pero sorprendí a los dos acertándole en un ojo. Se detuvo y rugió. Tenía el ojo ya medio cerrado, la cara escarlata, la nariz chorreando mocos. Cuando le vi el ojo me preocupé. Yo estaba dispuesto a dejarlo, pero él no. Me atacó de nuevo. Le abracé para sujetarle los brazos. Nos tambaleamos por la carretera como bailarines borrachos, luego él me enganchó una pierna y me hizo caer y los dos rodamos fuera del arcén, resbalando por el largo terraplén embarrado mientras continuábamos pegándonos y dándonos rodillazos y gritándonos insultos al oído. Él estaba enloquecido, me di cuenta de ello, y me pareció que mi única oportunidad era enloquecer también.

Aún rodando, caímos en el terreno pantanoso al pie del terraplén. Se montó encima de mí, me monté encima de él, luego se puso otra vez sobre mí. La bolsa de los periódicos me había servido de armadura cuando estaba de pie, pero ahora pesaba a causa del barro y la tenía torcida sobre un hombro. No podía propinarle un buen golpe. Lo único que podía hacer era agarrarme a Arthur y tratar de impedir que me lo diera él a mí. Se debatió para soltarse; luego, bruscamente, se derrumbó sobre mí. Jadeaba intentando recobrar el aliento. Su peso me aplastaba contra el lodo. Reuní todas mis fuerzas y me lo quité de encima. El esfuerzo me dejó agotado. Nos quedamos tumbados uno junto al otro, respirando penosamente. Pepper me tiraba de la pernera del pantalón y gruñía.

Arthur se movió. Se levantó y empezó a subir por el terraplén. Le seguí pensando que la pelea había terminado, pero cuando llegamos a lo alto se volvió y me dijo:

—Retíralo.

Los otros chicos me miraban. Negué con la cabeza. Arthur me empujó y empecé a resbalar por el terraplén.

—Retíralo —gritó.

Pepper me siguió en el descenso. No había habido un momento desde que comenzó la pelea en que Pepper no estuviese molestándome de algún modo, aunque sólo fuese ladrando y saltando a mi alrededor, y finalmente fue esto más que otra cosa lo que me desanimó. Hería mi espíritu tener un perro contra mí. Me gustaban mucho los perros. Me gustaban los perros más que las personas, y esperaba gustarles a ellos.

Comencé a subir de nuevo el terraplén, con Pepper pegada a mis talones.

—Retíralo —repitió Arthur.

—Vale —dije.

—Dilo.

—Vale. Lo retiro.

—No. Di «No eres un mariquita».

Les miré a él y a los otros dos chicos. Había placer y desprecio en las caras de ellos, pero no en la de Arthur. Su expresión era de tal seriedad que parecía imposible negarle lo que pedía.

—No eres un mariquita —dije.

Llamó a Pepper y dio media vuelta. Cuando llegué arriba, él se alejaba hacia su casa. Los otros dos chicos estaban excitados, inquietos, moviéndose nerviosamente como si imaginaran estar dando golpes. Querían hablar de la pelea, pero yo había perdido interés en ella. Tenía la ropa cubierta de barro. La bolsa, llena de lodo y de periódicos empapados, me pesaba mucho. Me dolía el oído.

Caminé penosamente hasta casa.

Pearl estaba sentada en los escalones, comiendo algo. Me miró de arriba a abajo mientras yo subía.

—Buena te espera —dijo.

Mi madre me hizo desnudarme en la trascocina y tomar una ducha. Luego me sentó en la cocina y me puso mercromina en algunos arañazos que tenía, probablemente de rodar sobre la carretera. Trató de mostrarse severa. Sabía que no estaba enfadada, pero también sabía que se enfadaría si yo no simulaba estar arrepentido, así que agaché la cabeza y declaré que ciertamente me lo pensaría dos veces antes de dejarme llevar a otra pelea.

—Más vale que se lo cuentes a papá —le dijo Pearl a mi madre.

Ella asintió con gesto de cansancio.

—Díselo tú —le contestó.

Dwight y ella no se llevaban bien. No se habían llevado bien desde la noche en que regresaron de la luna de miel en Vancouver, dos días antes de lo previsto, silenciosos y sombríos, sin siquiera mirarse mientras metían las maletas en casa y las llevaban al cuarto de Dwight. Esa noche Dwight se quedó levantado bebiendo y se acostó en el sofá. Lo hacía a menudo, a veces tres o cuatro noches seguidas, sobre todo los fines de semana. Yo era siempre el primero que se levantaba los sábados y los domingos porque los periódicos llegaban temprano esos días y generalmente me encontraba a Dwight dormido en el sofá, con la carta de ajuste silbando en el televisor.

Durante las primeras semanas ella estaba absolutamente hundida. Dormía hasta muy tarde, cosa que no había hecho nunca antes, y cuando yo venía a casa a comer a veces me la encontraba aún en bata, sentada a la mesa de la cocina con la mirada perdida en el luminoso túnel blanco de la casa. Nunca había visto a mi madre darse por vencida. Ni siquiera sabía que esa posibilidad existiese, pero ahora me enteré, y me dio que pensar. Me hizo comprender por un momento la verdad de que podía perder todo lo bueno que había en mi vida, que lo extraía día a día de las reservas de esperanza y voluntad de otra persona. Pero mi madre mejoró y yo encontré otras cosas en qué pensar.

No se dio por vencida. Prefirió creer que aún podía hacerse una vida en Chinook. Ingresó en la Asociación de Padres y Profesores y convenció al presidente del club de tiro de que la admitiese como socia. Consiguió un trabajo de camarera a media jornada en el comedor de los solteros. Llenó la casa de plantas, hizo de madre de Pearl e insistió en que todos pasáramos algún tiempo juntos como una familia de verdad.

Y así lo hicimos. Pero estábamos condenados al fracaso, porque la familia de verdad que nos proponíamos imitar no existe en la naturaleza; a una familia de verdad que tuviera tantos problemas como la nuestra nunca se le ocurriría pasar mucho tiempo juntos.

Dwight pensaba que la mayor parte de esos problemas eran culpa mía. Y muchos de ellos lo eran. Me metía en líos constantemente, incluso cuando tenía intención de hacer las cosas bien. Cada metedura mía daba pie a una escena, y la pelea que había tenido con Arthur Gayle iba a dar pie a una buena.

Cuando sonó la sirena a las cinco, Pearl salió a esperar a Dwight.

Vino derecho a mi cuarto. Cuando la puerta se abrió detrás de mí miré fijamente mis deberes escolares y puse cara de inocencia. Me volví y se la mostré. Él estaba sonriendo. Cruzó el cuarto y se sentó en la cama de Skipper. Aún sonriendo, me preguntó:

—¿Quién ganó?

Me hizo contarle la historia una y otra vez. Cada vez que se la contaba se reía y se daba palmadas en la pierna. Empecé por admitir, de mala gana, que quizá la pelea la había iniciado yo al llamarle a Arthur mariquita; luego, viendo cuánto placer le daba oír esto, recordé que las palabras exactas que dije fueron «mariquita gordinflón». Le dije que derribé a Arthur y le describí su ojo hinchado. Dejé que Dwight pensara que le había dado una gran paliza.

—¿Realmente le pusiste un ojo morado? —me preguntó.

—Bueno, no estaba morado todavía.

—Pero ¿estaba completamente hinchado?

Dije que sí con la cabeza.

—Entonces se le pondrá morado —dijo—. No hay duda.

Eludí la cuestión principal, la cuestión de quién había ganado. Di a entender que mi victoria había sido menos decisiva porque Arthur me había pegado en la oreja cuando yo no me lo esperaba.

—Eso fue culpa tuya —me dijo Dwight—. Probablemente tenías la guardia baja. No hay excusa para dejarse pillar desprevenido —empezó a andar por el cuarto—. Puedo enseñarte un par de movimientos que dejarán al señorito Gayle preguntándose en qué mes está.

Durante la cena Dwight me hizo repetir la historia para Skipper y Norma y luego contó una suya.

—Cuando yo tenía tu edad —dijo—, había un chico que se sentaba detrás de mí en la escuela y se pasaba todo el rato parloteando. Tenía lo que yo llamo diarrea de la boca. Bueno, pues una vez parloteó demasiado y le mandé callar. ¿Ah, sí? dice. ¿Y quién me va a hacer callar? Yo, le digo. ¿Ah, sí?, dice. Tú, ¿y qué ejército? Sólo nosotros tres, le digo. Yo, yo y yo.

»Bueno, al salir del colegio ese día me espera al otro lado de la calle con un amigo suyo y en cuanto salgo del edificio me grita algo. Supongo que pensaba que iba a marcharme a casa y olvidar el asunto. Pero os digo una cosa. Con gente como ésa, hay que hacerles daño, hay que infligirles dolor. Es la única cosa que entienden. De lo contrario, se te montan en la chepa para siempre. Creedme, lo digo por experiencia.

»Bueno. Hacía un frío espantoso fuera, verdaderamente horroroso. Había boñigas de caballo heladas por todas partes, manzanas de la carretera, las llamábamos. Así que cojo una y me voy hacia el tipo, pero no en plan chulo, ¿comprendéis? No en plan chulo. Más bien en plan. Oh, qué miedo tengo, por favor, no me hagas daño. Algo como esto.»

Dwight dejó caer los hombros, bajó la barbilla y nos miró por debajo de las cejas, sonriendo bobaliconamente.

—Así que me acerqué a él y con vocecita de gato asustado le digo: Disculpa, ¿cuál es el problema? Él, claro está, empieza a largar otra vez, bla, bla, bla, y mientras tiene la boca abierta, ¡le meto una manzana de carretera en ella! Teníais que haber visto la cara que puso. Entonces le arreo un puñetazo en el estómago y se cae al suelo. Me siento encima de él durante un rato y le pongo la mano en la boca hasta que la manzana de carretera empieza a derretirse, luego me levanto y le dejo allí. Después me echaron una bronca de espanto por ello, pero no me importó.

Después de cenar Dwight me llevó a la trascocina y me enseñó en qué postura ponerme, cómo mover los pies y cómo protegerme. También me indicó cómo lanzar un puñetazo desde el hombro en lugar de echar el brazo hacia atrás y dejar la guardia abierta. Luego me mostró cómo atacar por sorpresa a alguien. Era algo que no debía hacer a lo loco, me dijo Dwight, sino sólo si tenía buenas razones para pensar que el otro me iba a atacar a mí. Había muchas técnicas, pero Dwight no quería que me armase un lío, así que me enseñó dos de las mejores.

Era muy sencillo, en realidad. Te acercabas a alguien en actitud amistosa o incluso de estar asustado, y luego le arreabas una patada en los huevos. Ésa era la primera técnica. La segunda era casi exactamente igual, sólo que en vez de darle una patada en los huevos le dabas un puñetazo en el estómago. Según Dwight, ésta daba mejor resultado con los tipos altos. Practicamos los dos movimientos. Dwight me hizo acercarme a él despreocupadamente, decir hola y luego asestarle una patada o un puñetazo. Al principio temí que usara estas maniobras como excusa para pegarme, siempre en el espíritu de un entrenamiento en serio, claro está. Pero no fue así. Me cogía el puño o el pie casi suavemente, lo soltaba, me corregía con pocas palabras y me decía que lo intentara otra vez. Era rápido y fuerte y disfrutaba viendo que yo me daba cuenta de ello.

Los pies rechinando en el suelo, las caras brillantes de sudor, trabajamos hasta que aprendí los movimientos a la perfección. Luego volvimos a la cocina. Dwight se tomó una copa y me dio consejos sobre cómo tratar a Arthur: debía esperar el momento oportuno, asegurarme de que estuviésemos solos, no darle ningún aviso, etc., etc. Vi que consideraba que esto era mi derecho y mi deber. Espera el momento oportuno, me repitió.

Esa noche llamaron algunas personas para quejarse por no haber recibido el periódico, Dwight cogió el teléfono y explicó que los periódicos se habían estropeado en una pelea, añadiendo que su chico Jack le había puesto un ojo a la funerala al hijo de los Gayle.

Eso era verdad. El ojo de Arthur no se puso negro inmediatamente, sino que primero pasó por un espectro de amarillos, morados y verdes. Arthur me miraba a veces de una forma que me convenció de que sabía que yo había contado mentiras respecto a la pelea. Pero no hizo nada para reanudarla. Nos mantuvimos alejados. Cuando llegaron las vacaciones de verano apenas nos veíamos excepto entre muchos otros chicos en los partidos de béisbol y las reuniones de los exploradores.

Pero una tarde, cuando estaba haciendo mi ruta, vi a Arthur venir hacia mí por la carretera principal. Nos cruzaríamos no lejos del sitio donde había empezado nuestra pelea. No había nadie a la vista. Seguí andando y él también, con Pepper caminando detrás de él con pasitos menudos. Mientras nos íbamos acercando se me ocurrió, más como reacción nerviosa que como pensamiento, que tal vez Arthur también había recibido lecciones sobre cómo atacar por sorpresa y esperar el momento oportuno. Yo había esperado el mío hasta agotar la paciencia de Dwight, eso estaba claro.

Cuando estábamos tan cerca que podíamos tocarnos, Arthur se detuvo y dijo:

—Hola.

—Hola —contesté.

Nos quedamos allí parados, mirándonos. Luego él miró hacia Pepper.

—¿Quieres acariciar a mi perra? —me preguntó.

—Sí.

Puse una rodilla en el suelo y alargué la mano. Pepper la olfateó.

—Sabe hablar —dijo Arthur.

—Seguro —contesté—. Casi estoy por creerte.

—Oye, Pepper —dijo él—, ¿qué tienen los árboles?

Ella ladró agudamente dos veces.

—¡Corteza2! —dijo Arthur—. Muy bien, Pepper. Oye, Pepper, ¿cómo te trata la vida?

Ella levantó la cabeza y le miró.

—¿Cómo te trata la vida, Pepper?

Ella dio otro ladrido agudo.

—¡Duramente3! ¡Buena chica!

Era un chiste tonto, pero tuve que reírme. Mientras acariciaba el pelo áspero de Pepper, ella gruñía suavemente y me miraba con ojos cariñosos que no recordaban nada.