Capítulo 4
Roy estaba atando moscas en la mesa de la cocina. Yo estaba bebiendo una Pepsi y observándole. Él se inclinaba sobre su trabajo y gruñía por la concentración. De manera despreocupada, dijo:
—¿Qué te parecería tener un hermanito?
—¿Un hermanito?
Él asintió con la cabeza.
—Tu mamá y yo hemos estado pensando en formar una familia.
La idea no me gustaba en absoluto, de hecho me dejó helado.
Levantó la vista del torno de banco.
—Ya somos en cierto modo una familia, pensándolo bien —dijo.
Contesté que suponía que sí.
—Nos lo pasamos muy bien —miró otra vez el torno—. No hay nada como un crío en una casa. Podríamos enseñarle cosas. Podrías enseñarle a disparar.
Asentí.
—Eso pensábamos nosotros también —dijo—. Pero no sé cómo llamarle. ¿Qué te parece Bill?
Le dije que me gustaba.
—Bill —dijo Roy—. Bill. Bill.
Se quedó callado de nuevo, con la mirada clavada en la mosca que tenía en el torno, las manos sobre la mesa. Me acabé la Pepsi y salí fuera.
Mientras mi madre y yo desayunábamos a la mañana siguiente, Roy llevaba los aparejos de pesca y el equipo de acampada al Jeep. Estaba atando algo en la parte de atrás cuando yo salí camino de la escuela.
—¡Buena suerte! —le grité, y él me saludó con la mano, y tampoco volví a verle nunca más.
Mi madre estaba en el apartamento cuando volví a casa ese día, doblando ropa y metiéndola en una maleta abierta sobre la cama. Había otras dos maletas llenas. Ella canturreaba. Su color era sonrosado, sus movimientos rápidos y seguros, todo en ella reflejaba alegría. Supe que nos marchábamos en el mismo momento en que oí su voz, aun antes de ver las maletas.
Me preguntó por qué no estaba en el tiro con arco. No había ninguna sospecha detrás de la pregunta.
—Lo cancelaron —le dije.
—Estupendo —dijo—. Así no tengo que ir a buscarte. ¿Por qué no miras en tu habitación para asegurarte de que no me he dejado nada?
—¿Nos vamos a algún sitio?
—Sí —estiró un vestido con las manos—. Ciertamente.
—¿Adónde?
Se echó a reír.
—No lo sé. ¿Alguna sugerencia?
—Phoenix —contesté inmediatamente.
No me preguntó por qué. Colgó el vestido en una bolsa para prendas.
—Es una verdadera coincidencia, porque yo también estaba pensando en Phoenix. Incluso he comprado el periódico de Phoenix. Hay muchas oportunidades allí. También en Seattle. ¿Qué te parece Seattle?
Me senté en la cama. También estaba empezando a apoderarse de mí el vértigo de la huida. Me temblaban las rodillas y noté que sonreía. Todo iba muy deprisa.
—¿Y Roy? —dije.
Ella siguió haciendo el equipaje.
—¿Qué pasa con Roy? —dijo ella.
—No sé. ¿Viene con nosotros?
—No si puedo evitarlo; no.
Dijo que esperaba que no me importara. No contesté. Temía decir algo que ella recordara si volvían a unirse. Pero me alegraba de emprender la huida una vez más y me alegraba de volver a tenerla sólo para mí.
—Sé que vosotros os lleváis bien —dijo.
—No tanto.
Dijo que ahora no había tiempo de explicármelo todo, pero que me lo explicaría más tarde. Trataba de hablar muy en serio, pero tenía ganas de reír y yo también.
—Será mejor que mires en tu habitación —me repitió.
—¿Cuándo nos vamos?
—Ahora mismo. En cuanto podamos.
Tomé un cuenco de sopa mientras mi madre terminaba de hacer el equipaje. Llevó las maletas al vestíbulo y luego bajó a la esquina a llamar un taxi. Fue entonces cuando me acordé del rifle. Fui al armario y lo vi allí junto a las cosas de Roy, sus botas, sus chaquetas y sus cajas de municiones. Llevé el rifle al cuarto de estar y esperé a que mi madre volviera.
—Eso se queda aquí —dijo cuando lo vio.
—Es mío —dije.
—No hagas una escena —me dijo—. Ya he tenido suficiente de esas cosas. Estoy harta de ellas. Ponlo en su sitio.
—Es mío —repetí—. Él me lo regaló.
—No. Estoy harta de armas.
—Mamá, es mío.
Miró por la ventana.
—No. No tenemos sitio para él.
Esto fue un error. Había puesto la discusión en términos prácticos y ahora le sería imposible volver a discutir desde una posición de principios.
—Mira —le dije—, hay sitio. Puedo desmontarlo.
Y antes de que ella pudiese detenerme, había desatornillado el cerrojo y desmontado el rifle. Arrastré una de las maletas hasta el cuarto de estar, abrí la cremallera y metí las dos mitades del rifle entre la ropa.
—¿Ves? —dije— Hay sitio de sobra.
Ella había observado todo esto con los brazos cruzados y los labios muy apretados. Se volvió otra vez hacia la ventana.
—Entonces llévatelo —dijo—. Si es tan importante para ti.
Estaba lloviendo cuando el taxi llegó. El taxista tocó el claxon y mi madre comenzó a luchar para bajar una de las maletas por las escaleras. El taxista la vio y salió del coche para ayudarla. Era un hombre grande con una camisa vaquera de fantasía que se empapó bajo la llovizna. Fue a buscar las otras dos maletas mientras nosotros esperábamos en el taxi. Mi madre bromeó sobre lo mojado que estaba y él contestó con otras bromas, mirando en el espejo retrovisor constantemente como para asegurarse de que ella seguía estando allí. Cuando nos acercábamos a la estación de autobuses de Greyhound dejó de bromear y empezó a interrogarla en voz baja y apremiante, haciéndole una pregunta tras otra, y cuando yo me bajé del coche él cerró la puerta para quedarse a solas con ella dentro. A través de la lluvia que corría por la ventanilla le vi hablando y hablando y mi madre sonreía y negaba con la cabeza. Luego los dos salieron del taxi y él sacó las maletas del maletero.
—¿Está usted segura? —le dijo a mi madre.
Ella asintió. Cuando trató de pagarle él le dijo que su dinero no valía, para él no valía, pero ella se lo tendió de nuevo y él lo cogió. Mi madre se echó a reír cuando él se fue.
—A quién se le ocurre —dijo.
Siguió riéndose por lo bajo mientras llevábamos las maletas al interior, donde me dejó en un banco y se fue a la taquilla. La estación estaba vacía, a excepción hecha de una familia de indios. Todos ellos, incluso los niños, miraban fijamente al frente sin hablar. Unos minutos después volvió mi madre con los billetes. El autobús de Phoenix no pasaría hasta esa noche, muy tarde, pero habíamos tenido suerte: había un autobús que salía para Portland dentro de un par de horas y desde allí podíamos hacer transbordo fácilmente para Seattle. Traté de ocultar mi decepción, pero mi madre se dio cuenta y me compró con un puñado de calderilla. Jugué con las tragaperras durante un rato y luego me surtí de barras de chocolate para el viaje, Milk Duds, Sugar Babies e Idaho Spuds, la mayoría de las cuales estaba ya en mi estómago cuando al anochecer subimos a nuestro autobús y nos quedamos parados bajo la mirada aturdida de los otros pasajeros. Vacilamos un momento como si fuéramos a bajarnos. Luego mi madre me cogió de la mano y avanzamos por el pasillo, saludando con inclinaciones de cabeza a todo el que nos miraba, sonriendo para demostrar nuestra buena voluntad.