Capítulo 16
Cuando estaba solo en casa revisaba las pertenencias de todos. Un día encontré en el escritorio de mi madre una carta de su hermano Stephen, que vivía en París. Estaba llena de descripciones de la ciudad y de los placeres que se podían disfrutar allí. La leí un par de veces, luego copié la dirección del delgado sobre azul y volví a meterla en el cajón.
Esa noche le escribí a mi tío una larga carta en la que creaba una imagen de pesadilla de nuestra vida en Chinook. Me parecía verdad mientras la escribía, pero me pasé. Al final de la carta le suplicaba a mi tío que nos llevara a mi madre y a mí a París. Si él nos ayudaba al principio, le decía, en poco tiempo nos valdríamos por nosotros mismos. Encontraríamos trabajo y le devolveríamos lo que le debiésemos. Le decía que no sabía cuánto tiempo más podríamos resistir; todo dependía de él. Cubrí el sobre de sellos y la envié.
Esperé su respuesta durante unos días, luego me olvidé del asunto.
Mi madre me estaba esperando en los escalones de la entrada una tarde cuando yo volvía de repartir los periódicos. Me dijo que quería que la acompañara a dar un paseo. No lejos de la casa había un puente para peatones sobre el río y cuando llegamos allí se paró y me preguntó qué diablos le había escrito a su hermano.
Dije que no lo recordaba exactamente.
—Debe haber sido bastante horrible —dijo. Como no contesté, añadió—: ¿Cómo conseguiste su dirección?
Le dije que había encontrado la carta encima de su escritorio. Ella meneó la cabeza y miró al otro lado del río.
—Yo sólo quería ayudar —dije.
—Lee esto —me dijo.
Me tendió un sobre azul. Dentro había otra carta del tío Stephen. Manifestaba su horror y compasión por lo espantoso de nuestra situación, pero explicaba que él no podía montar una operación de rescate a la escala de la que yo le proponía. No tenían sitio en su casa para nosotros dos, y en lo que se refería a encontrar trabajo no teníamos la menor posibilidad. No hablábamos francés, y aunque lo hablásemos, nunca conseguiríamos permisos de trabajo. Además, lo natural era que yo continuase yendo a la escuela. Todo el plan era disparatado.
No obstante, él y su esposa querían hacer lo que pudieran. Lo habían hablado y se les había ocurrido un plan que deseaban que tuviésemos en consideración. Yo debería ir a París solo y vivir con ellos e ir a la escuela con mis primos, una de las cuales, Kathy, era de mi edad y podría ayudarme a hacer amigos y a aprender a manejarme allí. Mientras yo vivía con ellos, mi madre estaría libre de dejar a Dwight y buscar trabajo. Una vez que estuviera instalada, bien instalada —digamos, en un año o cosa así—, yo podría reunirme con ella.
Mi tío mencionaba un cheque, que al parecer había adjuntado, diciendo que lamentaba no poder mandar más. Esperaba que mi madre considerase seriamente este plan, que a él le parecía bueno. Pensaba que en adelante sería mejor que le escribiese ella misma.
—¿Qué opinas? —me preguntó mi madre.
—No sé —dije—. París.
—Imagínatelo. Tú en París —dijo ella.
—París —repetí.
Ella asintió.
—¿Qué te parece?
—No sé. ¿Y tú?
—Tiene algunas ventajas importantes. Sería una gran experiencia para ti vivir en París. Y me daría tiempo a mí para ver cómo van aquí las cosas.
Yo estaba tratando de mostrarme serio y ella también, pero acabamos sonriéndonos.
—No digas nada del cheque —dijo mi madre.
Dwight estaba totalmente a favor de mandarme a París. La idea de que yo me marcharía pronto le ablandó y le inclinó a los recuerdos. Dijo que sus viajes durante la guerra le habían dado un punto de vista enteramente nuevo sobre la vida. Me dio consejos acerca de cómo tratar a los franceses y me recomendó que fuese tolerante en lo relativo a sus afeminadas costumbres. Me habló mucho del apetito de los franceses por las ranas y me enteré de que ésa era la razón de que la gente de otras naciones les llamase ranas. De una enciclopedia inglesa anterior a la Primera Guerra Mundial que había comprado en una subasta, Dwight me leyó largos pasajes sobre la historia francesa (tumultuosa, despótica, caracterizada por el gusto galo por la conspiración y la traición), la cultura francesa (llena del ingenio y la alegría galos, pero generalmente poco original, superficial, árida y atea) y del carácter nacional francés (dotado de cierta cordialidad y encanto galos, pero excitable, sensual y, en conjunto, poco de fiar).
Pearl estaba furiosa. No podía aceptar que yo me fuera a vivir a París. Yo aumentaba su infelicidad tratándola con condescendencia. También me mostraba condescendiente con Arthur y mis otros amigos, como si hubieran cumplido su función y ya estuvieran perdiendo consistencia y convirtiéndose en curiosos y vaporosos recuerdos. En la escuela pedí permiso para dedicar menos tiempo a mis estudios normales con el fin de realizar una serie de «proyectos especiales» relativos a la historia, cultura y carácter nacional de Francia, y me lo concedieron.
Todas mis impresiones de París procedían de las películas norteamericanas, en las cuales todo el mundo llevaba boina y jerséis a rayas y holgazaneaban fumando cigarrillos mientras un acordeón sonaba de música de fondo. Era el mismo instrumento que oía en el acompañamiento de los discos de Piaf que tenía mi madre. Pero yo no sabía qué era un acordeón. Creía que se trataba de una armónica y que todo el mundo en París sabía tocarla. Me compré una armónica, una Hohner Marine Band, y paseaba por las calles de Chinook soplándola, tocando soñadoras aproximaciones a La Vie en Rose y al tema de Moulin Rouge para prepararme para mi nueva vida en París, Francia.
Estaba previsto que me fuera en cuanto terminara séptimo, de modo que tuviera el verano para estudiar francés y aprender a moverme por la ciudad antes de empezar a ir al colegio en el otoño. Mi madre había hecho reservas de avión para mí desde Seattle a Nueva York y de Nueva York a París. Estaba a punto de llevarme a Mount Vernon para solicitar un pasaporte cuando mi tío cambió el plan.
Escribió diciendo que él y su mujer habían cambiado de idea respecto al plan original. Sencillamente no tenía sentido que nos metiésemos en el inmenso gasto y nos tomásemos la inmensa molestia de desarraigarme de mi familia, mi comunidad y mi escuela, por no hablar del idioma, sólo para volver a hacer lo mismo un año después. Se tardaba más de un año en llegar a conocer un país tan complejo como Francia. Y también estaba la cuestión de la autoridad. Deducían que yo tenía una historia de problemas de disciplina. ¿Cómo podían estar seguros de que les obedecería cuando al parecer ni siquiera obedecía a mi propia madre, sobre todo sabiendo que me marcharía al cabo de un año?
Preveían muchos problemas, por no decir algo peor.
Pero aún querían ayudar, y creían que me beneficiaría muchísimo la experiencia de viajar al extranjero, asistir a un buen colegio y vivir con una familia bien reglamentada. Así que proponían que viviera con ellos no únicamente un año sino cinco, hasta que terminara en el instituto. Y para asegurarse de que les consideraba mi propia familia, se ofrecían a convertirse en mi familia. Ofrecían adoptarme. En realidad, insistían en adoptarme como condición para el resto del plan. Era, afirmaban, la única manera de que pudiese funcionar. Mi madre sería bien recibida siempre que quisiera visitarme, naturalmente, pero deseaban que la adopción fuese auténtica y no un arreglo puramente formal. En adelante yo sería su hijo.
Sabían que esto nos daría mucho que pensar. No querían presionarnos ni apremiarnos, pero debíamos recordar que necesitaban tiempo para preparar mi llegada y que el verano se nos echaba encima.
Le pregunté a mi madre por qué había tenido que decirles que yo tenía problemas de disciplina.
—Porque es verdad. No hubiera sido justo enviarte allí sin decírselo.
—Muchas gracias. Supongo que esto significa que adiós París.
—No necesariamente.
—Oh, estupendo. Lo único que tengo que hacer es dejar que me adopten.
Ella me dijo que me lo pensara. Eran muy generosos. Se ofrecían a compartir conmigo todo lo que poseían, hasta su apellido.
—¿Su apellido? ¿Tendría que cambiar de apellido?
—Es un buen apellido. Antes era el mío.
Cuando le pregunté a mi madre qué quería que hiciera, se negó a decírmelo. Afirmó que era decisión mía. Aunque no la utilizaba a menudo, tenía la capacidad de volverse completamente inexpresiva, impenetrable al escrutinio. No revelaba nada. Yo no conseguía que manifestara algo ni mirándola fijamente ni engatusándola; tampoco lograba que se ruborizara fingiendo arrogantemente que ya sabía lo que no me decía.
Dwight sí que tenía mucho que decir. La perspectiva de perderme de vista no ya por un año sino, en la práctica, para siempre, le hizo entrar en un frenesí de persuasión, amenazas y opiniones. Dijo que nunca me perdonaría a mí mismo si dejaba pasar una oportunidad como ésta. ¿Qué importaba que quisieran que les llamase papá y mamá? Él los llamaría Jesús y María si eso significara la oportunidad de vivir en París. ¿Me daba miedo dejar a mi madre? Él la llevaría a París en avión todos los veranos, me lo garantizaba, tenía su palabra de honor. Así que, ¿cuál era el problema? Más me valía pensar rápido, me dijo, y más me valía dar la respuesta correcta.
Siempre que me decían que pensara en algo, mi mente se convertía en un desierto. Pero esta vez no tenía necesidad de pensar, porque la respuesta ya estaba allí. Yo era hijo de mi madre. No podía ser hijo de nadie más. Cuando era pequeño y tenía dificultades para aprender a escribir, ella me sentó a la mesa de la cocina y cubrió mi mano con la suya y la movió sobre el alfabeto durante varias noches seguidas y luego sobre palabras y frases hasta que los movimientos adquirieron vida propia, en parte suya y en parte mía. No podía, no puedo, ponerme a escribir sin tenerla conmigo. Tampoco nadar, ni cantar. Podía imaginar separarme de ella. Sabía que algún día lo haría. Pero llamar madre a otra mujer era imposible.
No razoné nada de esto. Era un instinto. Notaba instintos menores funcionando en mi interior también, tales como alarma ante la descripción que hacía mi tío de su familia llamándola «bien reglamentada». No me gustaba nada cómo sonaba eso.
Y aunque mi madre no me decía lo que quería, ni me daba ninguna pista, estaba seguro de que quería que me quedase con ella. Interpretaba su inescrutabilidad como una forma de ocultar este deseo. Más tarde ella me aseguró que así era, pero puede que en aquel momento el asunto no fuera tan sencillo. Aún tenía esperanzas de que ese matrimonio saliera bien, estaba dispuesta a aguantar casi cualquier cosa para que saliese bien. La idea de otro fracaso le resultaba horrenda. Pero también es posible que soñara con la huida y la libertad..., una libertad solitaria y sin estorbos, verse libre incluso de mí. Como todo el mundo, es probable que deseara diferentes cosas a la vez. El corazón humano es un bosque tenebroso.
Al cabo de una semana más o menos anuncié en la cena que había decidido no ir a París.
—Y un cuerno —dijo Dwight—. Irás.
—Es él quien elige —dijo Pearl, de mi parte por una vez—. ¿No es verdad, Rosemary?
Mi madre asintió.
—Ése fue el trato.
—No se ha dicho la última palabra en este asunto —dijo Dwight—. Aún no —me miró—. ¿Por qué crees que no vas?
—No quiero cambiar de nombre.
—¿No quieres cambiar de nombre?
—No, señor.
Dejó el tenedor en el plato. Tenía las aletas de la nariz levantadas.
—¿Por qué no?
—No sé. Sencillamente no quiero.
—Eso es una imbecilidad, porque ya cambiaste de nombre una vez. ¿No es cierto?
—Sí, señor.
—Entonces bien puedes cambiar de apellido también, hacer borrón y cuenta nueva.
—Pero es mi apellido.
—¡Por Dios Santo! ¿Crees que a alguien le importa cómo te llames?
Me encogí de hombros.
—Déjale en paz —dijo mi madre—. Ya ha tomado su decisión.
—¡Estamos hablando de París! —gritó Dwight.
—Era elección suya —dijo ella.
Dwight me apuntó con el dedo.
—Te irás.
—Sólo si lo desea —dijo mi madre.
—Te irás —repitió él.
Salvo Arthur, nadie habló mucho sobre el hecho de que no me marchara a París. Probablemente habían pensado desde el principio que no era más que otra de mis historias. Arthur me llamó franchute durante algún tiempo, luego perdió interés a medida que yo parecía perderlo, aunque en secreto continué pensando en calles empedradas y tejados verdes y cafés donde mujeres disolutas de voz ronca cantaban canciones acerca de su absoluta falta de remordimientos.