Capítulo 29
Me reuní con el señor Howard en Los Acres de Almejas, en el puerto. Con él estaba su esposa, una mujer alta, de huesos finos y cabello negro que comenzaba a encanecer; sólo unas cuantas canas que hacían que el resto de su pelo pareciera aún más negro. Tenía los ojos oscuros, hundidos y vigilantes. Incluso cuando sonreía, yo sentía que me estaba examinando, sentía la fuerza de su curiosidad. No era una curiosidad arrogante: quería saber cómo era yo. Que te miren de esa manera es inquietante cuando te sientes en peligro de ser descubierto y expuesto. Mantuve los ojos fijos en el señor Howard, quien, con el pretexto de advertirme de los riesgos de la vida en Hill, estaba encantado recordando los años que pasó allí, los amigos que tuvo y las locuras que hacían, tales como inundar de agua el suelo de los dormitorios, abrir las ventanas para que se helara y luego jugar al hockey por las habitaciones. Me daba cuenta de que consideraba que algunos de sus recuerdos eran demasiado atrevidos para hablar de ellos. Sonreía, meneaba la cabeza y pasaba a otra cosa. Una sonrisa boba apareció en su cara. Parecía ir rejuveneciendo cada vez más, como si al hablar de los tiempos en que era un muchacho se transformase en uno de ellos.
La señora Howard disminuyó su escrutinio. Cuando yo me hice un lío con la carta ella me ayudó a decidir lo que quería pedir. Hablamos de Julio César, que yo estaba leyendo en la clase de literatura, y ella mencionó que reunía fondos para el Teatro de Repertorio de Seattle.
Era una actriz condenadamente buena, dijo el señor Howard.
Ella hizo una mueca.
—Es la verdad —dijo él.
Me di cuenta de que la admiraba y esperaba que yo la admirase también. Había un aire de camaradería entre ellos que me inspiró simpatía.
Estábamos sentados en una mesa de la esquina, con vistas al mar. Las gaviotas se posaban en la barandilla de fuera, sacudiéndose las plumas y volviendo la cabeza hacía nosotros. El aire estaba cargado del olor de la sopa de pescado. La luz del sol arrancaba destellos a los cubiertos, iluminaba los cubitos de hielo de nuestros vasos y hacía que el mantel brillase como un campo cubierto de nieve. Yo me sentía indolente y contento como el viejo pionero cuyos versos aparecían en los salvamanteles:
Ya no un esclavo de la ambición,
me río del mundo y sus imposturas
cuando pienso en mi feliz situación,
¡rodeado de acres de almejas!
El señor Howard estuvo callado durante el almuerzo. Se tomó la mitad de la comida en silencio y jugueteó con el resto en el plato. Me hizo un par de preguntas corteses y no prestó atención a las respuestas. Luego, con una afectada despreocupación que me puso en guardia, dijo que había algo de lo que teníamos que hablar. Algo serio.
Me sentí morir un poco.
Se anduvo un poco por las ramas y luego me preguntó si por casualidad tenía dudas respecto a ir a Hill. Aún no era demasiado tarde para cambiar de opinión, me dijo. Lo importante era que no temiese decepcionarle o dejarle colgado en ningún sentido. Le preocupaba pensar que podía haber sido demasiado entusiasta, que tal vez me había empujado a tomar una decisión a la que en realidad debería haber llegado por mí mismo. Después de todo, iba a suponer un cambio tremendo y, si no lo deseaba, no debía hacerlo. Estaba obteniendo unos resultados estupendos en Concrete, verdaderamente fantásticos. Ir a Hill era un poco una lotería. Podría no gustarme. Incluso podría sacar malas notas allí, lo cual me dejaría en peor situación que estaba. Esa era una posibilidad que había que tener en cuenta.
Se echó hacia atrás en la silla. Bien, ¿qué pensaba yo?
Le miré. Realmente deseaba una respuesta. Le dije que había reflexionado mucho sobre el asunto y había decidido ir.
—¿Qué opina tu madre? —preguntó la señora Howard—. Me imagino que esto va a ser muy duro para ella, tener que separaros después de tantos años.
Admití que sería duro para ella, muy duro. Pero habíamos hablado mucho sobre ello, dije, y mi madre estaba resignada a que me fuese. En realidad estaba a favor del plan. Hasta se podría decir que estaba firmemente decidida a que se llevara a cabo.
—Es muy generoso por su parte —dijo la señora Howard—. Espero tener la misma generosidad cuando llegue el momento.
Ella y el señor Howard se miraron. Después de un momento él dijo:
—Así que, ¿estás decidido?
—Sí, señor.
—¡Magnífico! —dijo, y dio una palmada. Comprendí que cualquier otra respuesta le hubiese partido el corazón.
Había tres hombres doblando ropa al fondo de la sastrería cuando entramos. Uno de ellos vino hacia nosotros; era un hombre de piel grisácea con una nuez tan grande que parecía que tenía bocio. Tuve que hacer un esfuerzo para no mirársela fijamente. El señor Howard me lo presentó como Franz y me dijo, sin ironía evidente, que yo era el señor Wolff. Franz hizo una inclinación de cabeza pero no me tendió la mano ni habló. Tenía los ojos lechosos. Mientras el señor Howard le explicaba a Franz lo que necesitábamos, la señora Howard se sentó en uno de los sillones de cuero rojo colocados en torno a una gastada alfombra oriental. Había dos hombres de pelo blanco con traje oscuro sentados allí, ambos fumando puros y echando la ceniza en unos ceniceros de latón en forma de columna llenos de arena. Las paredes de la tienda estaban forradas de madera oscura. Entre los altos espejos colgaban grabados de la caza del zorro. El suelo de tarima estaba lustroso y cubierto de pedazos de tela e hilos.
Uno de los hombres le dijo algo a la señora Howard y ella le contestó. Luego él me miró. Tenía la nariz amoratada y bulbosa.
—Así que te vas a Hill, ¿no? —me dijo.
—Sí, señor.
—Yo solía enfrentarme a vosotros en lucha libre. Un equipo muy fuerte, Hill. Unos verdaderos fieras.
No dijo más que eso. Unos momentos después él y el otro hombre apagaron sus puros y se marcharon.
El señor Howard me condujo a un espejo y Franz nos siguió con una brazada de chaquetas. El señor Howard las ojeó hasta que encontró una que le interesó. Me hizo ponérmela y se quedó detrás de mí mirando mi reflejo con los ojos entornados.
—¿La tiene en un tweed más oscuro?
—Sssí —dijo Franz.
—Enséñenosla.
Franz trajo otra chaqueta. El señor Howard me hizo volverme hacia un lado y el otro, abrochármela y desabrochármela.
—Las mangas están largas —dijo.
Franz midió las mangas y anotó algo en un libro grande que llevaba.
El señor Howard me mandó al probador para probarme un traje, luego otro. Franz tomaba medidas y ponía alfileres en los puños, pero no manifestaba ninguna opinión, ni siquiera con el más sutil cambio de expresión. Permanecía silencioso cerca del señor Howard mientras éste revolvía los montones de ropa que él traía, echando a un lado diez prendas por cada una que se detenía a mirar dos veces o a pasar entre sus dedos. El señor Howard arrojaba las prendas rechazadas con un gesto perentorio. Tenía los ojos entornados y las mejillas sonrojadas. La señora Howard le observaba con una expresión de diversión y orgullo.
Me preocupaba que no encontrase nada que le gustara, pero mantuve la boca cerrada. Comprendía que me estaban equipando no para el placer sino para la supervivencia, que esta ropa era un lenguaje con delicados matices que los chicos de mi nuevo mundo leerían de una ojeada y por el cual me juzgarían, igual que yo había juzgado a otros chicos por los uniformes que llevaban.
Me callé y obedecí. El señor Howard me hacía ir y venir entre el probador y el espejo. Mientras Franz esperaba con sus alfileres y su cinta métrica, el señor Howard ajustaba el largo de la pernera de un pantalón, subiéndola y bajándola hasta que caía exactamente así sobre el zapato. Daba tironcitos a las mangas, me daba la vuelta y me cuadraba los hombros como si me estuviera esculpiendo. Si estaba satisfecho con algo le hacía un gesto de asentimiento a Franz y éste lo apartaba. Se iba formando un montón. Dos chaquetas, una de Donegal, la otra de Harris tweed. Un blazer. Varios pares de pantalones de gabardina y de cruzadillo. Una docena de camisas Oxford. Corbatas. Un impermeable. Pantalones de pana y camisas de franela para «andar por ahí», como dijo el señor Howard. Un par de Weejuns, un par de zapatos de vestir y otro de zapatos de deporte, también para andar por ahí. Luego otra pila de ropa para tiempo veraniego y otra para deporte. Decidieron que tendría que volver al cabo de dos semanas para una última prueba. El señor Howard recogería la ropa cuando estuviese terminada y la enviaría a Hill en agosto para que estuviese esperándome cuando yo llegase allí.
Aún necesitaba un traje oscuro para los domingos. El señor Howard me hizo probarme cuatro o cinco, apenas distinguibles para mí, antes de encontrar uno digno de consideración. Se arrodilló a mi lado y fijó el largo de las perneras. Luego se enderezó y examinó mi reflejo, tocándome y haciéndome dar vueltas al mismo tiempo. A estas alturas yo estaba blando como una masa. El señor Howard se situó detrás de mí. Me puso una corbata y se quedó parado, con las manos sobre mis hombros, mirando pensativamente al espejo.
—Va a necesitar un abrigo —dijo la señora Howard.
—¡Cierto! —dijo el señor Howard—. Un abrigo. Ya sabía yo que faltaba algo.
Franz fue a un perchero y descolgó algunos abrigos para que el señor Howard los examinara. Fue derecho a uno negro con una espiga fina.
—Pruébate éste —me dijo.
Lo cogí. Era sedoso al tacto como la piel de un gato.
—Espera —dijo la señora Howard cuando iba a ponérmelo.
Se acercó y alargó las manos para coger el abrigo. Con un sentimiento de amargura se lo entregué.
—Mmm —dijo—. Cachemira.
Me volvió hacía el espejo y me colocó el abrigo sobre los hombros, como una capa. Me miró de arriba a abajo. Durante un momento no dijo nada.
—Una bufanda —dijo luego.
—En azul marino —dijo el señor Howard.
Ella sacudió la cabeza.
—Parecería un empleado de la funeraria. Burdeos.
Franz le dio a elegir entre tres bufandas. Ella movió las manos por encima de ellas, agitando los dedos como alguien que está decidiendo qué bombón tomar, luego cogió una y me la colocó alrededor del cuello. Tenía la misma textura sedosa que el abrigo. La señora Howard arregló la bufanda de modo que colgara descuidadamente por entre las solapas del abrigo. Me miró otra vez y luego dio un paso atrás y quedé solo ante el espejo. El elegante desconocido del cristal me contempló con una expresión dudosa, casi atormentada. Ahora que había sido creado, parecía estar buscando alguna señal de lo que el futuro le deparaba.
Me estudió como si yo tuviera la respuesta.
Afortunadamente para él, no sabía juzgar a los hombres. Si hubiera visto las fisuras de mi carácter tal vez habría comprendido en lo que se estaba metiendo. Tal vez habría comprendido que le esperaban toda clase de problemas y, sabiéndolo, quizás habría perdido el valor antes de que empezara la partida.
Pero no vio nada que le alarmara. Dio un paso adelante, se metió las manos en los bolsillos, echó los hombros hacia atrás y ladeó la cabeza. Había un toque de arrogancia en su pose, algo del galán de teatro, pero su sonrisa era cordial y esperanzada.