Capítulo 11
Dwight hizo un estudio de mí. Pensaba en mí durante el día mientras gruñía preparando motores de camiones y generadores y por la tarde cuando me observaba mientras cenaba y por la noche cuando se quedaba sentado a la mesa de la cocina con los párpados pesados y una pinta de Old Crow y un paquete de Camel para sostenerle en sus deliberaciones. Compartía sus descubrimientos en cuanto se le ocurrían. Mi problema era que creía que iba a pasar por la vida sin dar golpe. Mi problema era que me creía más listo que nadie. Mi problema era que creía que los demás no sabían lo que estaba pensando. Mi problema era que no pensaba.
Otro de mis problemas era que tenía demasiado tiempo libre. Dwight se ocupó de eso. Consiguió que yo me encargara del reparto de los periódicos en el pueblo. Me hizo pertenecer a los exploradores. Me dio una pesada carga de tareas y animó a Pearl a que me vigilara para contarle si era holgazán o descuidado. Algunas de las tareas eran razonables, otras irrazonables; otras, extrañas como los más disparatados caprichos de un gnomo fijándole cometidos a un buscador de tesoros.
A partir del día de Acción de Gracias, una vez que supo que yo iba a venir a vivir con él, Dwight había llenado varias cajas con castañas de Indias de un grupo de árboles que había delante de la casa y ahora me dio el encargo de descascararlas. Cuando Pearl y yo terminábamos de fregar los platos de la cena, Dwight echaba un montón de castañas en el suelo de la trascocina y me ponía a trabajar con un cuchillo y unos alicates hasta que consideraba que había hecho suficiente por esa noche. Las cáscaras eran duras y estaban cubiertas de agudas espinas. Al principio trabajaba con guantes, pero Dwight pensó que los guantes eran afeminados. Dijo que necesitaba tener las manos desnudas para agarrar bien las castañas, y en esto tenía razón, aunque se equivocaba cuando me dijo que las espinas no eran lo bastante agudas para romper la piel. Mis dedos estaban llenos de cortes y arañazos. Aún peor, las cáscaras partidas soltaban un jugo que hacía que mis manos apestasen y las ponía color naranja. Por más bórax que me daba no conseguía quitármelo.
Excepto cuando Dwight tenía otros planes para mí, yo pelaba castañas de Indias casi todas las noches y me pasé la mayor parte del invierno en esa faena. Podía haberlas acabado antes, pero caía en la ensoñación y me quedaba paralizado como un pinche en un castillo encantado, una castaña en una mano y una herramienta en la otra, hasta que el sonido de unos pasos que se acercaban me despertaba y me arrojaba, confuso y parpadeando, de nuevo a la realidad.
La trascocina estaba nada más abrir la puerta principal. Ése era el nombre que le daba Dwight; en otras casas se llamaba el trastero.
Todo el mundo tenía que sortearnos a mí y a las castañas para entrar o salir de la casa y cuando iban al cuarto de baño. Skipper me hacía una sobria inclinación de cabeza cada vez que pasaba. Norma me lanzaba miradas de simpatía y a veces se paraba un momento para hacer nada sinceras ofertas de ayuda. Los dos le dijeron a Dwight que pensaban que se estaba excediendo. Él les dijo que se ocuparan de sus asuntos. Yo esperaba que me defendieran de verdad, pero ellos tenían otras cosas en la cabeza: Skipper estaba arreglando su coche. Norma estaba enamorada de Bobby Crow, un chico indio de Marblemount que venía a casa todas las noches a verla. Dwight no aprobaba a Bobby, pero Norma se escapaba de casa a voluntad y cuando Dwight se molestaba en interrogarla, ella le contaba mentiras gordísimas que él se tragaba sin un murmullo. Yo sabía dónde iban ella y Bobby; iban al vertedero del pueblo, el lugar donde acudían las parejas y que se decía era frecuentado por un asesino manco que se había escapado del manicomio de Sedro Woolley. Norma me dijo que una noche oyó un ruido fuera del coche y que le pidió a Bobby que salieran pitando de allí. Al llegar a casa encontraron un gancho ensangrentado colgando del picaporte de la portezuela. Era una historia verdadera que Norma me hizo prometer que no contaría a nadie nunca. En el vertedero también había osos, que escarbaban en la basura y de cuando en cuando se levantaban con el hocico metido en una lata.
A medida que descascaraba las castañas de Indias las iba llevando al desván. Era un espacio húmedo donde estaban tiradas las muñecas viejas de Pearl, los ojos encendidos bajo el resplandor de la linterna, entre aparatos rotos, pilas de Collier’s y el barreño donde estaba el castor curándose en salmuera.
Skipper y Norma se acostumbraron a verme con las castañas, porque era prácticamente la única situación en que me veían; su autobús salía para Concrete antes de que yo me despertara y les traía de vuelta justo a tiempo para la cena. Llegaron a aceptar aquello como normal. Pearl nunca se acostumbró. Pasaba por mi puesto veinte veces cada noche con un pretexto u otro y se quedaba remoloneando cerca de mí hasta que, en contra de mi voluntad, yo alzaba la cabeza y la veía mirándome con ojos duros y brillantes y una sonrisita. A veces venía Dwight a comprobar mis progresos. Trataba de animarme a continuar con visiones de todos juntos, dentro de un año o dos, comiendo estas mismas castañas.
Así pasaba las noches, dando cabezadas sobre cajas de castañas de Indias, mientras mis manos adquirían el color y el brillo de un guante de béisbol bien engrasado. El olor se volvió insoportable. Los chicos con los que iba a la escuela naturalmente se veían obligados a insultarme y finalmente —eligiendo al que consideré el más débil— me pegué con uno. Pero para entonces todas las castañas estaban descascaradas.
Después de la escuela repartía los periódicos. Dwight le había comprado la ruta a un chico que estaba harto de hacerla y no podía encontrar a quien pasársela. Repartía el Times de Seattle y el Post-Intelligencer a la mayoría de las casas de Chinook y al cuartel donde vivían los hombres solteros. La ruta producía entre cincuenta y sesenta dólares al mes, dinero que Dwight me quitaba no bien lo cobraba. Decía que se lo agradecería algún día, cuando de verdad necesitara el dinero.
Hacía la ruta muy despacio, aprovechando cualquier oportunidad de retrasar la vuelta a casa. Me sentaba en la vivienda de los solteros y leía sus revistas (¡CABALLERO PASA A LA CLANDESTINIDAD EN VASSAR! ¡MIS DIEZ AÑOS COMO ESCLAVO SEXUAL DE LAS AMAZONAS DEL NILO BLANCO!). Holgazaneaba con chicos del colegio, jugaba con los perros, me leía los dos periódicos desde la primera página hasta la última. A veces simplemente me sentaba en una barandilla y miraba a las montañas. Estaban siempre en sombras. El sol no llegaba hasta las cumbres antes de que empezaran las clases por la mañana y se había ocultado detrás del borde occidental para cuando salíamos de la escuela. Vivía en un crepúsculo perpetuo.
La ausencia de luz me resultaba agobiante. Adquirió el peso de otras ausencias que no podía admitir ni definir pero que sentía intensamente, sólo en este lugar nuevo. Mi padre y mi hermano. Mis amigos. Y más que nadie mi madre, cuya llegada parecía alejarse cada vez más en lugar de acercarse. En las semanas transcurridas desde Navidad había ido retrasando el darle una respuesta definitiva a Dwight. Quería estar segura, me dijo. Casarse con Dwight significaba dejar su empleo, dejar la casa, quemar todas las naves. No podía precipitarse.
Yo lo comprendía, pero comprenderlo no hacía que la añorase menos. Ella hacía que el mundo pareciese cordial. Y de alguna manera, con ella, lo era. Hablaba con cualquiera en cualquier parte, en las tiendas de comestibles, en las colas para sacar entradas, en los restaurantes, haciéndoles hablar y escuchándoles con intensa concentración y partisanos estallidos de solidaridad. Mi madre no esperaba encontrar a la gente aburrida o mezquina; daba por supuesto que serían agradables e interesantes, y ellos notaban esta seguridad y en general se mostraban a la altura de lo que esperaba de ellos. En el viaje en autobús desde Salt Lake a Portland había conseguido que todo el mundo hablase y se riese hasta que aquello parecía una especie de fiesta. Uno de los pasajeros, una mujer que era propietaria de una tienda en Portland, le ofreció empleo y una habitación en su casa hasta que encontráramos un sitio para nosotros, oferta que mi madre declinó porque tenía un presentimiento feliz respecto a Seattle.
Ahora sólo la veía cuando Dwight consentía en llevarme con él. Generalmente encontraba razones para dejarme en casa, el reparto de los periódicos, los deberes de la escuela o algo malo que había hecho esa semana. Pero a veces tenía que llevarme y entonces no me perdía nunca de vista. Se nos pegaba y se comportaba jovialmente. Me sonreía, me ponía la mano en el hombro y se refería con frecuencia a cosas divertidas que habíamos hecho juntos. Y yo le seguía el juego. Observándome a mí mismo con repugnancia, horrorizado de mi propia falsedad, pero incapaz de contenerme, le sonreía bobamente, me reía cuando él me invitaba a reír y confirmaba todas sus mentirosas implicaciones de que éramos compañeros y que nuestra vida juntos era una buena vida. Dwight hacía esto siempre que convenía a sus propósitos y yo nunca le fallé. Al final de nuestras visitas, cuando mi madre conseguía quedarse a solas conmigo un momento, yo estaba tan enfangado en el fingimiento que no sabía cómo salir de él.
—¿Cómo van las cosas? —me preguntaba.
—Bien —respondía yo.
—¿Seguro?
—Seguro.
Íbamos despacio hacia el coche, mientras Dwight nos observaba.
—Si hay algo que deba saber, dímelo. ¿De acuerdo?
—Sí.
—Prométemelo.
Se lo prometía. Y luego me metía en el coche con Dwight y él me llevaba de nuevo a las montañas, fumando, pensativo, mirándome de vez en cuando para ver si podía captar alguna expresión en mi cara que me delatase y explicara por qué mi madre seguía posponiendo su decisión. Cuando llegábamos a Marblemount se paraba en la taberna y bebía durante un par de horas, luego me llevaba por las curvas sobre el río y me decía más cosas que eran lo malo de mí.
La lista de Dwight contenía algo de verdad. Pero se alargaba indefinidamente. No se acababa nunca, y al cabo de poco tiempo perdió el poder de herirme. La experimentaba como una racha de mal tiempo que hay que soportar, no un frío cortante, sino un día bochornoso, gris y pesado.
Recorría mi ruta de reparto a velocidad glacial, la bolsa de los periódicos balanceándose contra mi pecho y mi espalda. Me sentaba en los escalones de la entrada de mis clientes, mirando al vacío. Hacía tablas de multiplicar mentalmente. Soñaba con realizar actos de valor y abnegación, generalmente de carácter militar; soñaba con ello de manera tan detallada que conocía la historia de mis camaradas, veía sus caras, oía sus voces, sentía pena cuando mi heroísmo era insuficiente para salvarlos. Cuando el crepúsculo se convertía en noche, Dwight mandaba a Pearl con mensajes para mí: papá dice que más vale que te menees, porque si no... Papá dice que ya puedes darte prisa, porque si no...
Una vez a la semana iba a las reuniones de los exploradores. Para asegurarse de que yo no me dedicara a hacer el bobo en las reuniones sino que realmente participara en serio en las actividades, como él había hecho cuando tenía mi edad, Dwight se alistó como ayudante del jefe de sección. Me dio un uniforme demasiado grande que había sido de Skipper. Él se compró un uniforme nuevo y todos los avíos. A diferencia del jefe de sección, que llevaba pantalones vaqueros y zapatillas deportivas con la camisa de reglamento, Dwight iba a todas las reuniones engalanado con insignias, galones y pañuelos, llevando unos zapatos que yo había limpiado con saliva mientras él me vigilaba para señalar manchas que se me habían escapado o puntos donde no había conseguido un lustre perfecto. Mientras el jefe de sección dirigía la reunión, Dwight se quedaba apoyado en la pared o charlaba con los chicos mayores, fumando y riendo sus bromas. Siempre salíamos juntos de estas reuniones, como padre e hijo, sonriendo y despidiéndonos con la mano, y luego regresábamos a casa en silencio.
En cuanto llegábamos, Dwight se sentaba a la mesa de la cocina con un vaso de Old Crow y repasaba mi actuación. No había prestado atención durante las comunicaciones. Había pasado demasiado tiempo haciendo el bobo con los chicos inadecuados. Se me había olvidado buscar la lengua durante las prácticas de respiración artificial. ¿Por qué no era capaz de recordarlo? ¡Busca la maldita lengua! Podía tirarme horas trabajando con un pobre hijo de puta ahogado que no le serviría de nada si se había tragado la lengua. ¿Tan difícil era de recordar?
Y yo contestaba que no, que la próxima vez lo recordaría, pero la verdad era que no se me había olvidado, lo que pasaba era que no quería meter los dedos en la boca de un chico que acababa de tomar galletas con mantequilla de cacahuetes. Si alguna vez tropezaba con una persona ahogada de verdad haría todo lo que se suponía que tenía que hacer, incluso lo de la lengua; sencillamente no podía efectuar una reanimación solemne y eficaz en el cuerpo de un chico que estaba murmurando que tenía la picha inundada y necesitada de un buen estrujón.
Pero me gustaba ser explorador. Me conmovían las elevadas palabras con las que jurábamos nuestra lealtad a las castas y caballerescas fantasías de Lord Baden-Powell. Mi uniforme, a pesar de que me hacía bolsas y estaba desprovisto de adornos, hacía que me sintiera un soldado. Me convertí en un aplicado estudiante de las clases y honores disponibles para los ambiciosos y me fijé un calendario de fechas límite de acuerdo con las cuales planeaba lograr mi ascenso de lobato a águila. Desarrollé un ojo de jefe de camareros; cuando nos encontrábamos con otras tropas para competir en las habilidades de los exploradores, yo era capaz de leer sus uniformes de una ojeada y saber exactamente quién era quién. El propósito fundamental de ser un explorador tal y como yo lo entendía era acumular símbolos que inspiraran respeto, o al menos cortesía, a quienes los compartían y envidia a quienes no los compartían. Las notables acciones de patriotismo y devoción, la destreza con la cuerda, la sabiduría del agua, la brujería del fuego, los primeros auxilios, todas las artes del bosque, la montaña y el arroyo, no me parecían otra cosa que distintas maneras de conseguir insignias.
Dwight me dio el viejo manual del explorador de Skipper, Manual para chicos, anticuado ya cuando Skipper lo usó, una edición de 1942 llena de dibujos de «exploradores combatientes» ojo avizor a la aparición de submarinos nazis y cazabombarderos japoneses. Leía el Manual casi todas las noches en busca de insignias de mérito fáciles, tales como Tradiciones Indias, Encuadernación, Estudio de los Reptiles e Higiene personal. («Enseñar el método adecuado de cepillarse los dientes y comentar la importancia del cuidado dental...»). El índice de las insignias de méritos iba seguido de unos anuncios de equipo de explorador oficial, luego una lista de Las Firmas que Hacen las Cosas que Tú Deseas, entre ellas Coca-Cola, Eastman, Kodak, Evinrude y Nestle’s («La Ración de Emergencia del Explorador»), y finalmente una sección llamada Dónde Ir a la Escuela. Las escuelas eran fundamentalmente academias militares con sonoros nombres dobles. Carson Long. Morgan Park. Cochran-Bryan. Valley Forge. Castle Heights.
Me gustaba leer estos anuncios. Eran parte natural del Manual, en cuyas páginas el Espíritu del Explorador y el espíritu comercial se mezclaban libremente y a menudo sin hacer distinciones entre ellos. «Lo que el explorador es determina su progreso en cualquier profesión en la que persiga el éxito, y los Ideales del Explorador llevan aparejado el progreso en los negocios.» Las buenas obras sugeridas se enumeraban en un libro mayor, para que el explorador pudiese marcarlas a medida que las realizaba: Ayudé a un chico extranjero a estudiar la gramática inglesa. Ayudé a apagar el incendio de un campo. Di agua a un perro lisiado. Aquí hasta la oscura empresa del autoexamen podía expresarse como un problema de contabilidad. «En una escala del 1 al 100, ¿qué puntuación podía darme justificadamente?»
Me gustaban todos estos números y listas porque ofrecían la clara posibilidad de dominio. Pero lo que más me gustaba del Manual era su voz, el lenguaje entusiasta y campechano por medio del cual trataba de conseguir que ser un buen chico pareciese algo aventurero y hasta romántico. Afirmaba que el Espíritu del Explorador se remontaba a la Tabla Redonda del Rey Arturo y de allí a los exploradores, pioneros y guerreros cuyas conquistas se habían logrado gracias al juego limpio y la vida sana. «Ningún hombre entregado a la disipación puede soportar la fatiga. Se cansa rápidamente. Es el tipo al que generalmente le falta coraje en el momento crucial. No es capaz de encajar el castigo y volver sonriente.»
Me rendía fácilmente a este tono de camaradería, olvidando al hacerlo que yo no era el chico que se daba por supuesto que era.
Vida de chico, la revista oficial de los exploradores, tenía el mismo efecto sobre mí. La leía en trance, aceptando sin dudar su narcótica invitación a creer que en realidad yo no era diferente de esos chicos cuyo empuje y valor alababa. Chicos que sacaban tesoros de los galeones españoles y aprovechaban establos vacíos para construir en ellos aviones capaces de funcionar. Chicos que iban esquiando hasta el Polo Norte. Chicos que salvaban vidas, que eran aceptados por tribus salvajes, que se pagaban los estudios universitarios poniendo trampas en las tierras vírgenes. Leer acerca de estos chicos me ponía inquieto, febril, lleno de planes.
Mi madre me había permitido traer el Winchester a Chinook. Cuando estaba solo en la casa a veces me vestía con el uniforme de explorador, me colgaba el rifle a la espalda y practicaba el lenguaje por señas de los indios frente al espejo.
Hombre.
Hermano.
Comida.
Necesidad.
Gran misterio.
Finalmente mi madre le dio a Dwight una fecha en marzo. En cuanto supo que ella iba a venir, Dwight empezó a hablar de planes para renovar la casa, pero por las noches se ponía a beber y no hacía nada. Un par de semanas antes de que ella dejara su trabajo, él trajo el maletero lleno de latas de pintura de cinco galones. Era toda blanca. Dwight extendió unas lonas enceradas y durante varias noches seguidas trabajamos hasta tarde pintando los techos y las paredes. Cuando terminamos, Dwight miró a su alrededor, vio que quedaba bien, y siguió. Pintó de blanco todas las camas, la cómoda y la mesa del comedor. Le llamaba «rubio» cuando lo ponía en los muebles, pero no era rubio, ni siquiera blanco crudo; era un blanco intenso, puro, cegador. La casa apestaba a pintura.
Mi madre llamó por teléfono unos días antes de la fecha en que Dwight tenía que ir a Seattle a recogerla. Habló con él durante un rato y luego pidió que me pusiera yo. Quería saber cómo estaba.
Bien, le dije.
Ella dijo que había estado baja de forma y que deseaba saber cómo me sentía yo, asegurarse de que me parecía que todo iba bien. Era un paso muy grande. ¿Nos llevábamos bien Dwight y yo?
Le contesté que sí. Él estaba conmigo en el cuarto de estar, pintando unas sillas, pero probablemente le habría dado la misma respuesta si hubiese estado solo.
Mi madre me dijo que todavía podía cambiar de opinión. Que podía conservar su empleo y encontrar otro sitio donde vivir. Me daba cuenta de que no era demasiado tarde, ¿verdad?
Le dije que sí, pero no era cierto. Había llegado a convencerme de que todo estaba predestinado, que tenía que aceptar como mi hogar un sitio en el que no me sentía a gusto y aceptar como padre a un hombre al que ofendía mi existencia y que nunca dejaría de cuestionar mi derecho a existir. No creí a mi madre cuando me dijo que no era demasiado tarde. Sabía que ella lo decía sinceramente, pero me parecía que se engañaba a sí misma. Las cosas habían ido demasiado lejos. Y de alguna forma el hecho de que me dijera que no era demasiado tarde me convenció, más allá de toda duda, de que sí lo era. Esas palabras todavía me suenan menos como una esperanza que como un epitafio, la última mentira que decimos antes de arrojarnos al abismo.
Después de que mi madre colgase, Dwight y yo terminamos de pintar las sillas del comedor. Luego encendió un cigarrillo y miró a su alrededor con la brocha aún en la mano. Contempló pensativamente el piano.
—Parece que resalta, ¿no? —dijo.
Lo miré yo también. Era un viejo Baldwin vertical, de castaño negro, que lo había comprado por veinte dólares a una familia que se marchaba y se había cansado de cargar con él. Dwight bailó una danza de la victoria cuando lo trajo a casa. Dijo que esos estúpidos paletos no tenían ni idea de lo que valía, que valía el doble. Se sentó delante del piano una noche con intención de demostrar su virtuosismo, pero después de tocar unos acordes desabridos lo cerró de golpe y afirmó que estaba desafinado. Nunca volvió a acercarse a él. A veces Pearl aporreaba Chopsticks, pero aparte de eso nadie lo tocaba. No era más que un mueble, tan oscuro en medio de tanta blancura que parecía palpitar. Realmente uno no podía apartar la vista de él.
Estuve de acuerdo en que resaltaba.
Nos pusimos a trabajar en él. Usando brochas finas que no se notaran los brochazos, pintamos el banco, el pedestal, las columnas estriadas que subían del pedestal al teclado. Pintamos el cuadro taraceado que había sobre el teclado, un cuadro de una muchacha con trenzas amarillas asomaba a una ventana para escuchar a un petirrojo que estaba sobre una rama. Pintamos la lustrosa caja. Pintamos incluso los pedales. Finalmente, porque a Dwight le parecía que el tono amarillo del marfil antiguo quedaba mal contra el blanco nuevo, pintamos las teclas con mucho cuidado, todas menos las negras, por supuesto.