Capítulo 3
Justo después de Pascua, Roy me regaló el rifle Winchester 22 con el que me había enseñado a disparar. Era un arma ligera, con mecanismo de repetición, perfectamente equilibrada, la culata de nogal negra debido a sus muchos aceitados. Roy lo usaba desde que era niño y sin embargo estaba prácticamente nuevo. Mejor que si fuera nuevo. El mecanismo funcionaba como la seda gracias al uso prolongado y la madera era de una calidad que ya no se encontraba.
El regalo no fue una sorpresa. Roy era tacaño y lento en recoger una insinuación, pero yo le había sometido a asedio. Tenía mi corazón puesto en ese rifle. Un arma era la primera condición para la autosuficiencia, y para ser un verdadero habitante del oeste y para todos los empleos aceptables: ser trampero, conducir ganado, ser soldado, hacer cumplir la ley, ser un forajido. Yo necesitaba ese rifle, por sí mismo y por la forma en que me completaba cuando lo sostenía.
Mi madre me dijo que no podía quedarme con él. Rotundamente no. Roy recuperó el rifle, pero me prometió que la convencería. No podía imaginarse que nadie le negara nada y consideraba las negativas con las que tropezaba como algo perverso y falso. Normalmente mudo, en estas ocasiones se convertía en un quejumbroso implacable. Seguía a mi madre de habitación en habitación, emitiendo una incesante nota de queja perfectamente calculada para destrozarle los nervios y ponerla en un estado en que permitiría cualquier cosa con tal de que se callara.
Al cabo de unos días, mi madre cedió. Dijo que podía quedarme con el rifle siempre y cuando, y sólo con esa condición, prometiera no sacarlo nunca, ni siquiera tocarlo, excepto cuando ella y Roy estuvieran conmigo. De acuerdo, dije. Prometido. Desde luego. Pero aun así no estaba satisfecha. Era evidente que no le gustaba el hecho de que yo poseyera un rifle. Roy dijo que él ya había tenido varios rifles cuando tenía mi edad, pero eso no la tranquilizó. Pensaba que no se me podía confiar un arma. Roy dijo que había llegado el momento de averiguarlo.
Durante una semana o cosa así cumplí mis promesas. Pero ahora que el tiempo se había vuelto cálido Roy estaba casi siempre fuera, y finalmente, en las horas muertas después del colegio, cuando me encontraba solo en el apartamento, decidí que no podía haber nada de malo en sacar el rifle y limpiarlo. Sólo para limpiarlo, nada más. Estaba seguro de que bastaría con desmontarlo, engrasarlo, frotar la culata con aceite de linaza, sacarle brillo al cañón octogonal y luego levantarlo hacia la luz para comprobar la perfección del calibre. Pero no bastó. De limpiar el rifle pasé a marchar por el piso con él y luego a adoptar aguerridas poses frente al espejo. Roy conservaba uno de sus uniformes del ejército y yo me lo ponía a veces junto con algunos artículos de ropa de caza que tenían aspecto marcial: un gorro de piel, una chaqueta de camuflaje, unas botas que me llegaban casi a las rodillas.
La chaqueta de camuflaje me hacía sentirme un francotirador y al poco tiempo empecé a comportarme como si lo fuera. Me monté un nido en el sofá junto a la ventana que daba a la calle. Corrí las cortinas para oscurecer el apartamento y ocupé mi puesto. Apartando la cortina con el cañón del rifle, seguía en mi punto de mira a las personas que pasaban por la calle a pie o en coche. Al principio hacía ruido de disparos. ¡Kiu! ¡Kiu! Luego empecé a amartillar el arma y a dejar saltar el percusor.
Roy guardaba sus municiones en una caja de metal que tenía escondida en el armario. Como con todo lo demás que estaba escondido en el apartamento, yo sabía exactamente dónde encontrarla. Había una capa de cartuchos del 22 sueltos en el fondo de la caja, debajo de otras balas de mayor calibre, tiradas allí a puñados del mismo modo en que los hombres dejan caer la calderilla sobre la cómoda por las noches. Cogí unos pocos y los puse en un escondrijo propio. Empecé a cargar el rifle con ellos. Con el percusor amartillado, una bala en la recámara y el dedo ligeramente apoyado en el gatillo, apuntaba a todos los que andaban por la calle —mujeres empujando cochecitos de bebé, niños, basureros que se reían y se llamaban, cualquiera—, y cuando pasaban bajo mi ventana a veces tenía que morderme los labios para contener la risa que me producía el éxtasis de mi poder sobre ellos y su absurda e inocente creencia de que estaban a salvo.
Pero pasado algún tiempo, la inocencia de la que me reía comenzó a irritarme. Era una clase de irritación peculiar. La vi años más tarde en hombres con los que serví en el ejército, y la sentí yo mismo, cuando los civiles vietnamitas desarmados a los que trasladábamos en manadas nos replicaban. El poder sólo puede disfrutarse cuando es reconocido y temido. La ausencia de terror en quienes no tienen poder es exasperante para los que lo tienen.
Una tarde apreté el gatillo. Había estado apuntando a dos ancianos, un hombre y una mujer, que caminaban tan despacio que para cuando volvieron la esquina al final de la cuesta mis pequeñas reservas de autodominio estaban agotadas. Tenía que disparar. Miré arriba y abajo de la calle. Estaba vacía. Nada se movía salvo un par de ardillas que se perseguían de acá para allá sobre los cables del teléfono. Seguí a una en mi punto de mira. Finalmente se detuvo un momento y yo disparé. La ardilla cayó directamente a la calzada. Retrocedí a las sombras y esperé a que sucediera algo, convencido de que alguien habría oído el disparo o visto caer a la ardilla. Pero el sonido que a mí me pareció tan fuerte probablemente para nuestros vecinos no fue más que el ruido de un armario al cerrarlo con fuerza. Después de un rato miré a la calle a hurtadillas. La ardilla no se había movido. Parecía una bufanda que se le hubiera caído a alguien.
Cuando mi madre volvió a casa después del trabajo le dije que había una ardilla muerta en la calle. Como yo, ella era amante de los animales. Cogió una bolsa de celofán que envolvía una barra de pan y salimos fuera y miramos la ardilla.
—Pobrecita —dijo.
Metió la mano en el envoltorio y cogió a la ardilla, luego volvió la bolsa del revés para cubrir al animal. Lo enterramos detrás de nuestro edificio debajo de una cruz hecha con palos de chupachups y yo lloré todo el rato.
Lloré otra vez esa noche en la cama. Finalmente me levanté de la cama, me arrodillé e hice una imitación de alguien que reza, luego hice una imitación de alguien que recibe paz e inspiración divinas. Dejé de llorar. Sonreí y me obligué a sentir algo cálido en el pecho. Entonces me metí otra vez en la cama y miré al techo con expresión dichosa hasta que me dormí.
Durante varios días no fui al apartamento a las horas en que sabía que me encontraría solo allí. Reanudé mi antiguo patrullar por la ciudad o haraganeé con mis amigos mormones. Uno de ellos era un chico que se había hecho notar el primer día de clase, porque cuando dijeron el nombre de un compañero que se llamaba Boone al pasar lista, él gritó:
—¡Hey! ¿Algún parentesco con Daniel?
Poco después dijeron su nombre, que resultó ser Crockett, Pareció desconcertado por las risotadas que siguieron. No enfadado, sólo desconcertado. Su padre era un hombre alegre al que le gustaban los niños y nos llevaba en tropel a nadar en el Y y a conciertos juveniles que daba el Coro del Tabernáculo. El señor Crockett llegó a ser luego juez del tribunal supremo, el que le concedió a Gary Gilmore su deseo de morir.
Aunque evitaba estar solo en el apartamento, no podía sacudirme la idea de que antes o después volvería a sacar el rifle. Todas mis imágenes de mí mismo como deseaba ser eran imágenes de mí mismo armado. Dado que no sabía quién era, cualquier imagen de mí mismo, por grotesca que fuera, tenía poder sobre mí. Esto lo comprendo ahora. Pero el hombre no puede ayudar al niño, ni en este asunto ni en los que vendrían después. El niño siempre se mueve fuera de su alcance.
Una tarde acompañé a un amigo a su casa. Después de que él entrara me quedé sentado en los escalones de su puerta durante un rato, luego me levanté y eché a andar hacia mi casa, andando deprisa. El apartamento estaba vacío. Saqué el rifle y lo limpié. Lo guardé. Me comí un sándwich. Saqué el rifle otra vez. Aunque no lo cargué, apagué las luces, corrí las cortinas y me aposté en el sofá.
Después de eso me mantuve alejado del apartamento varios días. Luego volví. Durante una hora o cosa así estuve apuntando a la gente que pasaba. Una vez más me burlé de mí mismo dejando el rifle descargado, soltando el percusor en el aire, poniendo a prueba mi paciencia como si fuera un diente flojo. Acababa de seguir un coche hasta que se perdió de vista cuando otro dobló la esquina al principio de la cuesta. Le apunté, luego bajé el rifle. No sé si había visto este coche antes, pero era de un tipo y color —grande, sencillo, azul— que generalmente sólo conducen los empleados del gobierno y las monjas. Se podía saber si eran monjas porque sus tocas llenaban el espacio de las ventanillas y por la forma en que conducían, muy despacio y con ansiedad. Incluso a cierta distancia se notaba la tensión que irradiaba de un coche lleno de monjas.
El coche se arrastraba cuesta arriba. Iba aún más despacio al acercarse a mi edificio, y luego se paró. La puerta delantera del lado del pasajero se abrió y la hermana James se apeó. Me aparté de la ventana. Cuando volví a mirar, el coche seguía allí pero la hermana James no. Sabía que la puerta del apartamento estaba cerrada —siempre echaba la llave cuando iba a sacar el rifle—, pero de todas formas me acerqué a ella y lo comprobé dos veces. La oí subir las escaleras. Iba silbando. Se detuvo delante de la puerta y llamó con los nudillos. Era una llamada imperativa. Siguió silbando mientras esperaba. Llamó de nuevo.
Me quedé donde estaba, inmóvil y silencioso, con el rifle en la mano, temeroso de que la hermana James atravesara de alguna manera la puerta cerrada y me descubriera. ¿Qué pensaría? ¿Cómo interpretaría el rifle, el gorro de piel, el uniforme, la habitación en tinieblas? ¿Qué pensaría de mí? Temía su desaprobación, pero temía aún más su comprensión, incluso su diversión, ante algo que no podía entender de ningún modo. No lo entendía ni yo. Estar tan cerca de una identidad tan robusta me hacía sentir la pobreza de mi propia identidad, el aspecto grotesco de mi disfraz y los accesorios. No quería dejarla entrar. Al mismo tiempo, curiosamente, sí quería.
Pasados unos momentos, un sobre se deslizó debajo de la puerta y oí a la hermana James bajar las escaleras. Me acerqué a la ventana y la vi inclinarse mucho para entrar en el coche, levantándose el hábito con una mano y teniendo la otra dentro. Se acomodó en el asiento, cerró la puerta y el coche siguió subiendo la cuesta lentamente. Nunca volví a verla.
El sobre iba dirigido a la señora Wolff. Lo rasgué y leí la nota. La hermana James quería que mi madre la llamase. Quemé el sobre y la nota en el fregadero y abrí el grifo para que el agua se llevara las cenizas por el desagüe.