Capítulo 14
Yo no paraba de crecer y los zapatos se me quedaban pequeños, dos pares sólo en séptimo. Dwight se indignaba. Creía que yo crecía para fastidiar. Fue retrasando la compra del tercer par hasta que yo casi no podía andar y me dijo que esta vez no habría zapatillas de deporte. Hablaríamos de zapatillas de deporte cuando me estabilizara y decidiera qué número iba a calzar. Quise comprármelas yo con mis ahorros del reparto de periódicos, pero Dwight se negó a sacar el dinero del banco.
No me hubieran importado tanto las zapatillas de deporte de no ser por el baloncesto. La escuela de Chinook tenía muy pocos chicos a los que utilizar para los deportes, razón por la que yo jugaba en la mayoría de los partidos y llevaba un uniforme fantástico, de raso rojo con rayas blancas. No me equivocaba al suponer que este uniforme perdería un no-sé-qué con el complemento de unos zapatos de calle marrones.
Jugábamos los partidos de noche. Cuando eran fuera de casa, generalmente me llevaba mi madre en el coche, pero si ella estaba ocupada, Norma le pedía a Bobby Crow que me llevase él. Naturalmente, Norma también venía. Era uno de sus trucos para poder estar juntos. Camino del partido Bobby me daba consejos, información interna sobre pases, tiros y fintas. Yo iba acodado en el asiento delantero mientras Bobby hablaba, y asentía sagazmente a todo lo que me decía. Bobby había jugado al fútbol en el equipo del instituto de Concrete. Había sido el defensa, el jugador más bajo y el mejor del equipo, tan superior a los otros que parecía estar solo en el campo. Su solitaria excelencia le hacía hermoso y trágico, porque uno sabía que por muchos prodigios que realizara quedarían anulados por el resto del equipo. Hacía disimulados, invisibles handoffs a medios zagueros con dedos de mantequilla, largos y certeros pases a extremos que no eran capaces de cogerlos. Pero en lo que era verdaderamente genial era en la carrera cortada: corría y se paraba de golpe, saltaba de lado, hacía una pirueta sobre las puntas de los pies y movía las caderas como una chica mientras escapaba de los furiosos mastodontes que le perseguían, deslizándose entre ellos como una trucha descendiendo por un arroyo salpicado de rocas.
Bobby era esbelto y de huesos menudos. No bebía ni fumaba. Tenía las facciones estrechas de su madre mestiza y los ojos y la piel oscura de su padre indio Nez Percé, el cual, según me dijo Norma, era descendiente directo del jefe Joseph. Bobby no había jugado al baloncesto en el instituto, pero yo escuchaba todos sus consejos y me estrujaba el cerebro para que penetraran profundamente y cambiaran mi juego. Bobby tenía una voz baja y esto hacía que lo que decía pareciera confidencial, incluso un poco turbio.
Jugué mi primer partido con zapatos de calle contra Van Horn. Bobby y Norma me dejaron delante del colegio y se marcharon. Habían estado taciturnos y malhumorados el uno con el otro por el camino. Se graduarían al cabo de unos meses, y sus planes no concordaban.
Supe que tenía problemas en cuanto empezamos los ejercicios de enceste. Los zapatos eran pesados y cuadrados, elegidos por Dwight para ir con la ropa de la escuela y con el uniforme de explorador. Hacían mucho ruido cuando corría y las suelas nuevas resbalaban como patines sobre el suelo profundamente barnizado. Me caí dos veces antes de que empezara el partido. Cuando comenzó, los chicos de la otra escuela ya estaban abucheándome. No deseaba jugar, pero esa noche sólo nos habíamos presentado cinco, así que no tenía más remedio. Mis zapatos sonaban estruendosamente mientras yo corría ciegamente de acá para allá por la pista. A veces la pelota venía hacia mí. La regateé una o dos veces y se la tiré a alguien de rojo. Saltaba cuando veía que todos lo hacían. Iba y venía. Me caía cada vez que trataba de parar demasiado rápido.
En medio del griterío oía una voz en particular, la de una mujer, que chillaba muy por encima del resto. Era como la voz loca de las bandas sonoras de risas. Una vez que la distinguí ya no pude dejar de escucharla. Me perturbaba y me volvía aún más torpe. Cada vez que yo resbalaba o me caía ella se reía más alto y más fuerte, y luego llegó un momento en que no paraba entre caídas sino que seguía chillando con una voz quebrada y jadeante en la que no había ni rastro de risa. Yo no era el único que lo notó. El gimnasio se fue quedando en silencio. Finalmente la suya era la única voz que se oía. Ella no paró. Nuestro entrenador señaló el descanso y nos fuimos a los laterales a secarnos con toallas y a apagar nuestra sed. La gente se volvía en sus asientos para mirarla. Estaba de pie en la última fila de las gradas; era una mujer a quien yo no había visto nunca, enorme, de hombros anchos, con rulos y pantalones de torero. Tenía las manos sobre la cara. Sus hombros estaban agitados por sacudidas mientras unos sonidos como ladridos ahogados salían de su boca. Un hombre pequeño con las mejillas escarlata y los ojos bajos la conducía cogiéndola del codo. Pasaron a lo largo de su fila, descendieron los escalones y cruzaron la pista del gimnasio en dirección a la salida, mientras la mujer ladraba convulsivamente por entre sus dedos.
Se reanudó el juego, pero con una diferencia. El público estaba ahora más tranquilo, casi silencioso. Cuando el otro equipo tenía la pelota, unas cuantas voces sueltas les animaban cortésmente; cuando hacían canasta el aplauso era apagado. Conseguí ver con claridad la sala. Recobré el aliento, encontré mi ritmo y me integré en el juego. Seguía teniendo problemas para mantenerme de pie, pero nadie se reía cuando me caía. El público estaba de mi parte ahora y al parecer el otro equipo lo sabía, jugaban con un aire de deferencia, casi de disculpa. Empecé a verme desde las gradas y me sentí sentimentalmente conmovido por la conciencia de mi propia nobleza y aguante al jugar este partido hasta el final. Me había torcido ligeramente la rodilla en una de las caídas y exageré esta molestia convirtiéndola en una cojera lo suficientemente pronunciada como para despertar simpatía, pero no para obligar al árbitro a dar por terminado el partido. Cojeé de aquí para allí y el otro equipo jugó más despacio también, como negándose a aumentar su ventaja sobre nosotros.
Nos ganaron por miles. Cuando sonó el timbre su entrenador salió a la pista y les hizo darnos tres vivas.
Norma y Bobby llegaron tarde a recogerme. El aparcamiento estaba casi vacío cuando se presentaron.
—¿Quién ganó? —me preguntó Norma.
Me abrió la puerta y se inclinó hacia delante mientras yo pasaba con dificultad, por detrás de ella, al asiento trasero.
—Ellos —dije.
—La próxima vez —dijo Bobby.
Norma cerró la puerta y se corrió para acercarse a Bobby. Se miraron. Él puso el coche en marcha y salió despacio del aparcamiento. El ambiente en el coche era caluroso, empalagoso. Norma se estiró, manipuló la radio, jugó con el pelo de la nuca de Bobby. Le llamó Bobo, que era el nombre cariñoso que le daba, y dijo algo que a él le hizo reír. Su voz era baja, sus movimientos lánguidos. Les observé. Durante todo el camino les estuve observando. Estaba nervioso y alerta, lleno de sospecha sin saber de qué sospechaba. Y entonces lo supe. El conocimiento no me vino como un pensamiento sino como una repentina opresión física. Nunca había comprendido antes, no de verdad, qué hacían cuando estaban solos. Sabía que tonteaban, pero pensaba que eran más que nada amigos. Nunca pensé que ella me haría esto.
En la oscuridad del asiento trasero, permanecí rígido y mudo, dándole puñetazos, abofeteándola, insultándola. Le quité el descapotable azul que iba a regalarle, las pieles y los vestidos transparentes. La eché de la mansión.
Luego la dejé entrar de nuevo. No tenía elección. Y a partir de entonces, cada vez que oía a Ray Charles cantar I Can’t Stop Loving You, tenía que detenerme y ponerme triste un rato.