Capítulo 19

Cuando volví a casa una noche había un perro grande durmiendo en el suelo de la trascocina. Era un perro feo. Su corta capa rubia estaba pelada a trozos y una oreja colgaba en jirones. Tenía un rabo rosado y casi sin pelo. Cuando empecé a pasar por su lado, el perro se despertó. Sus ojos eran amarillos. Al principio se limitó a mirarme, pero cuando me volví de nuevo gruñó por lo bajo. Grité para que viniera alguien.

Dwight asomó la cabeza por la puerta y el perro se levantó y se puso a lamerle las manos. Dwight me preguntó qué pasaba y le contesté que el perro me había gruñido.

—Estupendo, eso es lo que tiene que hacer —dijo Dwight—. No te conoce aún. Campeón, este es Jack. Déjale que te huela las manos —me dijo a mí—. Venga, no te va a morder.

Alargué la mano y Campeón la olfateó.

—Jack —le dijo Dwight—. Jack.

Le pregunté a Dwight de quién era el perro. Me contestó que mío.

—¿Mío?

—Dijiste que querías un perro.

—No éste.

—Pues es tuyo. Has pagado por él.

Le pregunté qué quería decir con lo de que había pagado por él, pero no quiso decírmelo. Lo descubrí unos minutos después. Pasaba algo raro en mi cuarto. Entonces vi que mi Winchester había desaparecido. Miré el armero de pino que le había hecho. Me quedé mirando el armero como si la primera vez se me hubiera pasado por alto el rifle y me bastara con mirar más atentamente para verlo. Me senté en la cama unos minutos, luego me levanté y fui al cuarto de estar, donde Dwight estaba viendo la televisión.

—Mi Winchester ha desaparecido —dije.

—Ese perro es un weimaraner de pura raza —dijo Dwight, sin apartar los ojos de la televisión.

—No lo quiero. Quiero mi Winchester.

—Entonces no estás de suerte, porque tu rifle está camino de Seattle.

—¡Pero era mi rifle!

—¡Y Campeón es tu perro! ¡Jesús! Cambio un viejo trasto por un valioso perro de caza y, ¿qué haces tú? Gimotear y protestar, gimotear y protestar.

—No estoy gimoteando y protestando.

—Vaya si lo estás. De ahora en adelante, haz tú tus trueques.

Mi madre estaba en un congreso político. Se había ocupado de tareas de organización para el partido demócrata en las últimas elecciones del estado y ahora trataban de convencerla de que trabajase para Adlai Stevenson. Cuando volvió a casa al día siguiente salí a recibirla y le conté lo del rifle.

Asintió con la cabeza como si ya hubiese oído la historia.

—Sabía que haría algo —dijo.

Tuvieron una bronca después de que yo me acostase. Dwight hizo bastante ruido, pero ella le calló. El rifle me pertenecía, le dijo. Él podía gritar todo lo que quisiera pero en ese punto no había nada que discutir. Consiguió que Dwight prometiese que cuando el dueño de Campeón mandase los papeles del pedigrí que había quedado en enviar, papeles que probarían la ilustre ascendencia del perro, Dwight le llamaría por teléfono y se citaría con él en Seattle para devolverle a Campeón y recuperar mi rifle. No podía hacer eso ahora porque no sabía el apellido ni las señas del hombre.

De esta forma el asunto quedó resuelto a mi satisfacción, salvo que al hombre se le olvidó mandar los papeles.

Llevamos a Campeón a cazar por primera vez a una cantera de grava donde a los mergánsares les gustaba congregarse. Se consideraba que la carne de estos patos era mala, razón por la que la mayoría de la gente no los cazaba. Pero Dwight le disparaba a cualquier cosa. Era un mal cazador, inquieto, poco observador y ruidoso, y nunca conseguía matar a los animales que pretendía cazar. Esto le ponía furioso, y en el camino de vuelta al coche mataba cualquier animal que veía. Mataba ardillas, arrendajos azules, petirrojos. Una vez mató a una gran lechuza blanca a tres metros de distancia con mi rifle del calibre 12 y disparaba sin apuntar a las águilas calvas que volaban casi rozando la superficie del río. Nunca le vi cazar un ciervo, una codorniz, un faisán o un pato comestible, ni tampoco pescar un pez grande.

Pensaba que la culpa era de sus armas. A su colección de rifles de tiro al blanco añadió dos rifles de caza, un Marlin 30/30 y un Garand M-l con mira telescópica. Tenía una escopeta de dos cañones del calibre 12 para aves acuáticas y una semiautomática del calibre 16 a la que llamaba su «escopeta de monte». Para localizar a las piezas a las que nunca llegaba a acercarse llevaba unos potentes prismáticos Zeiss. Para descuartizar las piezas que nunca llegaba a matar llevaba un cuchillo de monte Puma.

A pesar de tanto hablar de que Campeón era mi perro, comprendí que se suponía que iba a formar parte del sistema global de caza de Dwight.

Cuando llegamos a la cantera, Dwight tiró un palo al agua para estimular los instintos perdigueros de Campeón y para demostrar la suavidad de su boca. Dijo que los weimaraners eran famosos por sus bocas.

—No verás ni la señal de un diente en ese palo —me dijo.

Campeón corrió hasta el agua y se detuvo. Volvió la cabeza para mirarnos y gimió. Temblaba como un chihuahua.

—Vamos, chico —le dijo Dwight.

Campeón gimió de nuevo. Dobló una pata, la metió en el agua, la sacó y empezó a ladrar al palo.

—Es un perro listo —dijo Dwight—. Sabe que no es un ave.

Los mergánsares llegaron al atardecer. Debieron de vernos, pero, como si supieran qué sabor tenían, no dieron muestras de temor. Volaban bajo y muy juntos. Dwight les disparó los dos cañones. Un pato cayó como una piedra y el resto levantó el vuelo otra vez graznando ruidosamente. Volaron en círculo sobre la cantera el tiempo suficiente para que Dwight cargase de nuevo y disparase. Esta vez no le dio a ninguno y los mergánsares se alejaron.

El pato que había derribado estaba flotando en el agua a unos seis metros de la orilla. Tenía el pico debajo de la superficie y las alas extendidas. No se movía. Dwight abrió la escopeta y sacó los casquillos.

—Cógelo, Campeón —dijo.

Pero Campeón no fue a buscar el pato. Ahora ni siquiera estaba en la orilla, ni en ningún sitio a la vista. Dwight le llamó en tonos amistosos y amenazadores, pero él no volvió. Me ofrecí a traer el pato a la orilla a base de tirar piedras más allá de él. Dwight me contestó que no me molestara, el ave sólo servía para tirarla a la basura.

Encontramos a Campeón debajo del coche. Dwight tuvo que hablarle con dulzura durante varios minutos antes de que saliera arrastrando la panza, dando suaves gruñidos y encogiéndose.

—Le dan un poco de miedo los tiros, eso es todo —dijo Dwight—. Eso tiene arreglo.

Dwight decidió arreglar eso llevándose a Campeón a cazar gansos en la zona este de Washington. Convenció a mi madre de que fuese con él. Se suponía que iban a estar fuera una semana, pero regresaron peleados a los tres días. Mi madre me contó que Campeón echó a correr por los campos al oír el primer disparo y Dwight tardó casi toda la tarde en encontrarle. Al día siguiente le dejaron encerrado en el coche, pero se meó y se cagó encima de los asientos.

—Lo limpió él —añadió—. Hasta la última mancha. Yo me negué a tocarlo.

Yo no le había preguntado. Supongo que pensó que me gustaría saberlo.

Campeón no siempre gruñía cuando yo entraba. Generalmente no me hacía el menor caso. Con el tiempo, yo acababa bajando la guardia y entonces lo volvía a hacer y me daba un susto de muerte. Una noche me asustó tanto que agarré una mopa de esponja y le pegué con ella en la cabeza. Campeón gruñó y volví a pegarle, y seguía pegándole, gritando hasta ponerme histérico, mientras él trataba de escapar, arañando el suelo de madera con las uñas. Finalmente metió la cabeza detrás del calentador de agua y la dejó allí mientras yo le golpeaba en el resto del cuerpo. En un momento dado me cansé, me di cuenta de lo que estaba haciendo y paré.

Estaba solo en casa. Traté de apaciguar la agitación que sentía, y la culpa, paseando arriba y abajo. Podía perdonarme casi todo, pero no la crueldad.

Volví a la trascocina. Campeón estaba allí tumbado en su manta de nuevo. Le palpé y le examiné para ver si tenía huesos rotos o cortes. Parecía estar bien. La esponja había amortiguado la fuerza de los golpes. Mientras le examinaba, Campeón empezó a gemir y a lamerme las manos. Le hablé con dulzura. Esto fue un error. Le hizo creer que le quería, que éramos amigos. Desde esa noche en adelante quería estar conmigo todo el tiempo. Cada vez que yo pasaba por la trascocina él se arrastraba y se humillaba con la esperanza de retenerme allí, luego ladraba y se tiraba contra la puerta cuando yo salía.

Esto me causó algunos problemas. Desde hacía casi un año, cuando empecé a ir al instituto, salía a hurtadillas de casa después de medianoche para coger el coche y dar paseos de placer. Dwight se negaba a enseñarme a conducir —aseguraba que yo haría que nos matásemos—, así que yo había asumido la función docente. Desde que Campeón me cogió cariño tenía que llevarle conmigo para que no despertara a toda la casa con sus ladridos.

Con Campeón a mi lado en el asiento delantero mirando por la ventanilla como un verdadero pasajero o tratando de morder el viento, recorría las calles vacías del campamento. Cuando me aburría llevaba el coche a un tramo de la carretera a medio camino de Marblemount donde podía ponerlo a ciento cuarenta por hora sin tener que tomar ninguna curva. Mientras Campeón miraba plácidamente la línea blanca que temblaba entre los faros yo chillaba como un gibón y lloraba lágrimas de terror. Luego paraba el coche en medio de la carretera, daba la vuelta y hacía lo mismo en dirección contraria. Cada vez iba un poco más lejos. Algún día, pensaba, seguiría adelante.

Una noche, cuando estaba dando la vuelta para la carrera de regreso a casa, metí el coche en una zanja al dar marcha atrás. Hice girar las ruedas un poco, luego me bajé y miré cómo estaba la cosa. Hice girar las ruedas un poco más, hasta que se hundieron bien profundamente. Entonces renuncié y emprendí la caminata para volver al campamento. Eran casi las tres y el paseo me llevaría por lo menos cuatro horas. Me echarían de menos antes de que llegase. Y al coche también. Solté una ristra de tacos, pero parecían venir contra mí, no de mí, y pronto lo dejé.

Campeón corría delante por el bosque que cubría ambos lados de la carretera. Las montañas estaban tenebrosas todo alrededor, las estrellas brillantes en el cielo negro. Mis pasos sonaban fuerte sobre el asfalto. Los oía como si fueran de otra persona. El movimiento de mis piernas empezó a parecerme ajeno, y luego el resto del cuerpo, ajeno y poco convincente, como si yo estuviese sólo fingiendo ser alguien. Observaba cómo caminaba este cuerpo. Estaba fuera de él, observándolo con incredulidad. Su imitación de una actitud resuelta parecía absurda y aterradora. No sabía qué era ni qué le observaba con tanta ansiedad, desde tan lejos.

Luego una voz cantó Oh Maybelline. Conocía esa voz. Era la mía y era muy fuerte, y la seguí. Canté Maybelline y luego otra canción, y otra más. Seguí cantando con todas mis fuerzas. Un par de veces me interrumpí para tratar de encontrar una excusa para mi situación —Escucha, sé que no vas a creerme, pero me desperté de pronto y allí estaba, ¡conduciendo el coche!—, pero todas estas ideas me llevaban a la desesperación, y volvía a cantar. Canté todas las canciones que conocía y empecé a sorprenderme de cuántas sabía. Y me di cuenta de que no sonaba tan mal allí, donde realmente podía soltarme, que sonaba bastante bien. Hice diferentes voces. Canté canciones recitadas, como Deck of Cards y Three Stars. Canté en falsete. Comencé a divertirme.

Estaba a medio camino de Chinook cuando oí un motor a mis espaldas. Me puse frente a las luces y le hice señas al conductor para que parase. Detuvo el camión en la carretera, con el motor en marcha. Era un hombre a quien no conocía.

—Ese coche que está ahí detrás ¿es el tuyo? —preguntó.

Le contesté que sí.

—¿Cómo te las arreglaste para hacer eso?

—Es difícil de explicar —le dije.

Me dijo que subiera. Empecé a llamar a Campeón a gritos.

—Espera un minuto —dijo—. ¿Quién es ese Campeón? No has dicho nada de él.

—Mi perro.

El hombre miró hacia la oscuridad mientras yo llamaba a Campeón. Tenía miedo de lo que hubiera allí fuera, y de mí, y su miedo hizo que se sintiera peligroso. Finalmente dijo:

—Me voy.

Pero justo entonces Campeón salió dando brincos de entre los árboles. El hombre le miró.

—Dios de mi vida —dijo, pero nos abrió la puerta y nos llevó a donde estaba el coche.

Permaneció callado durante el recorrido y también mientras levantaba el coche con un gato y lo ponía en la carretera. Cuando le di las gracias, se limitó a hacer una ligera inclinación de cabeza y se marchó.

Conseguí llegar a la cama poco antes de que mi madre viniera a despertarme.

—No me encuentro muy bien —le dije.

Me puso la mano en la frente y ante ese gesto sentí ganas de contárselo todo, mis apuros, no a modo de confesión sino debido a mi alegría por haber salido con bien de ellos. A ella le gustaba escuchar historias de gente que había escapado por los pelos; confirmaban su fe en la suerte. Pero sabía que no podía contárselo sin, por lo menos, prometerle que nunca volvería a coger el coche, cosa que tenía intención de hacer, o en el peor de los casos, obligarla a traicionarme a Dwight.

Me miró a la luz gris del amanecer.

—No tienes fiebre —me dijo—. Pero debo reconocer que tienes una cara malísima.

Me dijo que podía faltar al instituto ese día si le prometía no ver la televisión.

Dormí hasta la hora de almorzar. Estaba sentado en la cama, comiendo un sándwich, cuando Dwight vino a mi cuarto. Se apoyó en el marco de la puerta con las manos en los bolsillos, como un mimo interpretando la Relajación. Esto me hizo recelar.

—¿Te encuentras mejor? —me preguntó.

Le dije que sí.

—No querría que cayeses con algo serio —dijo—. ¿Has dormido?

—Sí, señor.

—Debías necesitarlo.

Esperé.

—Ah, a propósito, no oirías por casualidad un ruidito raro en el motor, ¿verdad?

—¿Qué motor?

Sonrió.

Entonces me dijo que había estado en el economato con Campeón hacía un rato y allí se había encontrado a un hombre que reconoció al perro y le contó una historia muy interesante sobre cómo se habían cruzado sus caminos esa madrugada. ¿Qué pensaba yo de eso?

Le dije que no sabía de qué me estaba hablando.

Entonces se me echó encima. Me pilló con una mano debajo de las mantas y la otra sosteniendo el sándwich, y en un primer momento, en lugar de protegerme, aparté bruscamente el sándwich como si fuese eso lo que él quería. Con las manos abiertas me abofeteó furiosamente. Dejé caer el sándwich y me cubrí la cara con el antebrazo, pero no conseguí apartar sus manos. Estaba arrodillado sobre la cama, con una pierna a cada lado de mí, sujetándome con las mantas. Grité su nombre, pero continuó pegándome con un ritmo rápido y convulso y comprendí que no podía oír nada. De alguna manera, sin intención consciente, logré liberar el otro brazo y le golpeé en la garganta. Retrocedió dando boqueadas. Le empujé fuera de la cama y retiré las mantas de una patada, pero antes de que pudiera levantarme me agarró por el pelo y me aplastó la cara contra el colchón. Entonces me pegó en la nuca. Me quedé rígido a causa del golpe. Apretó su presa en mi pelo. Esperé a que me golpeara otra vez. Le oía jadear. Permanecimos así algún tiempo. Luego me apartó de un empujón y se levantó. Se quedó de pie junto a mí, respirando con dificultad.

—Limpia todo esto —en la puerta se volvió y me dijo—: Espero que hayas aprendido la lección.

Había aprendido dos lecciones. Aprendí que un puñetazo en la garganta no siempre detiene al otro. Y aprendí que es malo maldecir cuando estás en apuros, pero es bueno cantar, si puedes.

Campeón no volvería a ver ningún mergánsar. Resultó ser un asesino de gatos. Tres veces nos trajo gatos muertos a casa entre sus famosas mandíbulas suaves. Dwight los tiró al río y nos regañó a Pearl y a mí por dejarle salir, pero Campeón estaba ya bajo sospecha y un día se metió en el patio trasero de alguien e hizo pedazos a un gatito persa delante de la niña a quien pertenecía. El director del campamento llamó a la puerta esa noche y le dijo a Dwight que Campeón tenía que marcharse, enseguida. Dwight dijo que necesitaría unos días para encontrarle casa, pero el director le contestó que lo que quería decir con enseguida era enseguida, en cuanto él se fuera.

Dwight se quedó en la trascocina durante un rato. Después de unos minutos de silencio, le oí buscar algo revolviéndolo todo. Luego dijo:

—Vamos, Campeón.

Mi madre y yo estábamos leyendo en el cuarto de estar. Nos miramos. Me acerqué a la ventana y vi a Dwight andando a la luz del crepúsculo, Campeón iba olfateando el suelo delante de él. Dwight llevaba el 30/30. Hizo subir a Campeón al coche y se alejó río arriba.

Dwight estuvo ausente poco rato. Supe que no había enterrado a Campeón, por lo pronto que había vuelto y porque no tenía una pala.

A mi madre y a mí nos gustaba ver Los intocables. En un episodio, Al Capone se enfrentaba a un hombre que le había decepcionado. Escuchaba las atormentadas explicaciones del hombre con una mirada de simpatía y comprensión. Luego decía suavemente: «¿Por qué no vas a dar un paseíto en coche con Frank?» Al hombre se le salían los ojos de las órbitas. Miraba a Frank Nitti, luego se volvía a Al Capone y gritaba: «No, señor Capone, espere, yo le compensaré...». Pero el señor Capone estaba ya leyendo unos papeles sobre su mesa de despacho. El plano siguiente era un largo coche negro aparcado en una carretera rural.

Después de lo de Campeón, cada vez que yo hacía algo malo mi madre me decía:

—¿Por qué no vas a dar un paseíto en coche con Dwight?