Capítulo 30
Chuck había pasado la tarde en un programa doble. Me reuní con él delante del cine y fuimos en el coche hasta Pioneer Square. Le había tenido esperando más de una hora y estaba preocupado por lo que aún teníamos que hacer, así que no habló mucho. Me di cuenta de que se le estaba acabando la paciencia en lo que a mí se refería. Su boca era una línea dura. Encendía un cigarrillo con otro. Conducía con aburrida rectitud y suspiraba profundamente de vez en cuando.
Tuve que entrar en tres casas de empeño antes de encontrar a nadie que me diese ni la hora. La tercera la regentaba una mujer. Era tan alta como yo y tenía el pelo rubio y rígido, las pestañas tiesas y la cara suave y cérea de una muñeca. Cuando le dije que tenía algunas cosas que vender se fingió atareada con la mercancía del estante que tenía detrás. Sus manos eran grandes y rojas y estaban cubiertas de joyas con turquesas. No me miró, ni entonces ni en ningún otro momento mientras estuve en su tienda.
Me preguntó qué clase de cosas. Su voz era baja y átona.
—Cuatro rifles, —le dije—. Y dos escopetas. Un par de cosas más.
—¿De dónde los has sacado?
—Me los dejó mi padre —dije—. Al morir —Como ella no dijo nada, añadí—: Mi madre necesita el dinero.
Ella gruñó. Ése era el momento en que los otros prestamistas me habían dicho que me largase.
—Piérdete, ladronzuelo —fue lo que me dijo el primero.
La miré mientras ella cogía cosas y volvía a dejarlas, tocadiscos, clarinetes, tostadores, cámaras, lo que tenía a mano. La tienda era larga y estrecha. Del techo colgaban guitarras eléctricas. En la pared del fondo había rifles y escopetas en armeros cerrados con llave, debajo de una tubería de la que colgaba una hilera de trajes lustrosos con solapas grandes.
—Estoy a punto de cerrar —dijo. Luego, como si yo le hubiera rogado, añadió—: De acuerdo, tal vez pueda echarles una ojeada.
Chuck abrió y cerró el maletero mientras yo llevaba la mercancía dentro. Parecía dispuesto a echar a correr. Tenía la cara de un blanco enfermizo y miraba a la gente que pasaba girando los ojos como un caballo asustado. Eran mendigos, marineros, indios con sombrero vaquero, borrachos que arrastraban los pies con andares de borracho y gritaban a enemigos que sólo ellos veían. Yo también estaba nervioso. Pero hacía falta algo más que un muchacho con los brazos llenos de armas de fuego para llamar la atención de estos ciudadanos. Nadie nos miró dos veces.
La prestamista me ignoró mientras yo iba y venía al coche. Lo puse todo en hilera encima del mostrador y esperé.
—¿Eso es todo? —dijo.
Le contesté que sí.
Salió y echó la llave a la puerta. Luego volvió a meterse detrás del mostrador. Pasó los ojos sobre la mercancía. Cogió la escopeta de dos cañones, la abrió, levantó los cañones hacia la luz y miró por cada uno guiñando los ojos. Luego cerró bruscamente la escopeta, con fuerza, con demasiada fuerza. Era penoso verlo. Yo conocía esa escopeta, y también la otra, y los rifles. Había usado todas esas armas y sentía respeto por ellas, y algo más que respeto. No me agradaba verlas manejadas como las manejaba esta mujer, golpeándolas, apalancando y como si tratara de romperlas. Pero no dije nada. Me ponían nervioso sus grandes y competentes manos, su cara de muñeca que nunca cambiaba de expresión y sobre todo el hecho de que se negara a mirarme. Cuanto más tiempo pasaba sin que me mirase más deseaba yo que lo hiciera. Hacía que me sintiera insustancial, lo cual le daba ventaja. Sabía lo que se hacía. Desmontó cada escopeta y cada rifle sin vacilación, comprobó los cañones, comprobó el mecanismo del disparador y volvió a montarlas con la misma rapidez con que lo habría hecho yo.
Después de mirarlas todas se encogió de hombros y dijo:
—No necesito todo esto.
—Pero usted dijo que las miraría.
Se volvió hacia el estante que tenía detrás y empezó otra vez a mover las cosas.
—Ya las he mirado.
Me quedé con la mirada fija en su espalda.
—Tal vez podría aceptarlas en empeño —dijo.
—¿Empeño? ¿Por cuánto puedo empeñarlas?
Se encogió de hombros.
—Cinco cada una.
—¿Cinco dólares! ¡Pero eso no es justo!
Ella no contestó.
—El letrero dice que compran armas.
—Pues ahora no compro.
—Valen mucho más que eso —dije—. Mucho más.
—Entonces vete a conseguir más en otra parte.
—Puede que lo haga —dije.
Pero sabía que no era fácil y también sabía que si Chuck me veía salir por la puerta con todas esas armas en los brazos se marcharía sin mí.
—Podría venderlos por veinte —dije.
—Ya te he dicho que no compro. Si quieres empeñarlas, cinco es el límite —luego dijo—. De acuerdo. Incluye esas otras cosas y cerramos el trato.
—¿Quiere decir veinte por cada una?
Ella titubeó, luego dijo:
—Diez. Sesenta por todo. Última oferta.
—Los prismáticos valen más —dije—. Por sí solos.
—En empeño no.
Yo seguía mirando su espalda. Ella no se movió. Sabía que yo iba a ceder, me daba cuenta de que lo sabía, y eso hizo que resolviese no ceder. Cogí las escopetas. Luego las volví a dejar.
—Está bien —dije.
Cerró la puerta tras de mí cuando salí. La cerradura encajó con un ruido seco. Tiré las papeletas de empeño en el arroyo, exactamente como ella sabía que haría.