Capítulo 21
Mi hermano y yo no nos habíamos visto desde hacía seis años. Después de marcharme de Salt Lake perdí contacto con él hasta que, en el otoño de mi segundo año en el instituto de Concrete, me escribió una carta y me mandó una sudadera de Princeton. La carta estaba llena de frases impresionantes —«En un mundo en el que la contracepción y la bomba de hidrógeno compiten entre sí como valores negativos...»— que yo trataba de usar en la conversación como si acabaran de ocurrírseme. Llevaba la sudadera a todas partes y le contaba a los desconocidos que me recogían en la carretera que era un estudiante de Princeton que iba a casa para hacer una visita a mi familia. Incluso me corté el pelo en un estilo que se llamaba «Princeton»: aplastado en la parte de arriba, largo y echado hacia atrás por los lados.
Decidí ir allí. Mi madre estaba haciendo campaña a favor del senador Jackson y de John F. Kennedy. Dwight llamaba a Kennedy «el candidato del Papa» y «el senador de Roma». No le caía bien, posiblemente por el efecto que tenía sobre mi madre, que se sentía estimulada por la actitud esperanzadora de Kennedy y un poco enamorada de él. Estando ella tanto tiempo fuera de casa, Dwight se había vuelto despreocupado en sus amenazas. No llegaba a pegarme, pero mantenía siempre viva esa posibilidad. Yo detestaba quedarme a solas con él.
Mi idea era viajar a Princeton en autostop y ponerme en manos de Geoffrey. No tenía dinero para el viaje. Para conseguirlo pensaba falsificar un cheque. Desde hacía algún tiempo me impresionaba la inocencia de los bancos, la forma tan confiada en que dejaban los talonarios en las mesas al alcance de sus clientes. La gente entraba de la calle, escribía sus deseos y se marchaba con los bolsillos llenos de dinero, Nada me impedía coger unos cuantos cheques en un banco para rellenarlos más tarde. No podía cobrarlos en Chinook ni en Concrete, donde era demasiado conocido para usar un nombre falso, pero en otra ciudad sería fácil.
Yo pertenecía a la Orden de la Flecha, una sociedad honorífica de los exploradores cuyo banquete anual iba a celebrarse en Bellingham ese año. Fui allí en coche por la tarde en compañía de otros miembros de la Orden de mi tropa y me los quité de encima poco después de llegar. Primero fui a un banco. Antes de entrar me puse las gafas con montura de asta que mi madre me había comprado para que pudiera leer en las pizarras del instituto. Me daban aspecto de búho, pero me hacían parecer mayor. Crucé el banco y me acerqué a una de las mesas y arranqué un cheque de un talonario. Esperé en la cola durante un rato; luego, chasqueando los dedos como si acabara de recordar algo, di media vuelta y salí.
En el edificio principal de la biblioteca pública saqué una tarjeta a nombre de Thomas Findon. Elegí Thomas Findon porque había trabajado como consejero de campamento con un chico de ese nombre durante el verano. Era un explorador águila de Portland, un atleta de voz suave con el cuerpo de un hombre y un trato fácil con las chicas que venían al campamento a visitar a sus hermanos pequeños. Dimos clases de natación juntos hasta que a mí me degradaron a la galería de tiro con arco, donde estuve a punto de perder el empleo por completo por organizar competiciones a veinticinco centavos con los jóvenes exploradores a los que se suponía que tenía que enseñar.
La operación en la biblioteca fue tan sencilla como en el banco. Lo único que tuve que hacer fue darle a la bibliotecaria mi nombre y una dirección que había copiado al azar de la guía telefónica. Ella mecanografió la tarjeta mientras yo esperaba.
Paseé por las calles durante una hora mirando las tiendas y a la gente que estaba detrás de los mostradores. Buscaba alguien en quien pudiera confiar. La encontré en un drugstore que hacía esquina en el barrio comercial, un poco más arriba del Hogar de los Marineros Suecos. Durante varios minutos caminé de un lado a otro y la observé a través del escaparate. Luego entré y me paré junto al expositor de revistas, fingiendo leer y pasándome nerviosamente de un hombro a otro la bolsa de viaje. Tenía el pelo gris pero su cara era tersa y su expresión directa y abierta como la de una muchacha. Una cara inocente y encantadora. Llevaba gafas de media luna por encima de las cuales miraba a sus clientes mientras registraba en la caja sus compras. Luego pasaba un rato con ellos, principalmente los escuchaba pero a veces hacían algún comentario. Su risa era suave y agradable. Convertía la tienda en un hogar.
Cogí un ejemplar de The Saturday Evening Post y otro del Reader’s Digest, luego avancé por el pasillo en busca de otros artículos de adulto. Elegí una loción para después del afeitado Old Spice, unos alicates para uñas cromados, un cepillo del pelo y un paquete de tabaco de pipa. Cuando me acerqué a la caja ella sonrió y me preguntó qué tal estaba hoy.
—Muy bien —dije—, estupendamente.
Sumó mi cuenta y me preguntó si quería algo más.
—Creo que con eso basta —dije.
Me llevé la mano al bolsillo derecho trasero del pantalón y fruncí el ceño. Aún con el ceño fruncido, me palpé los demás bolsillos.
—Vaya —dije—. Me parece que me he dejado la cartera en casa. ¡Diantre! Disculpe la molestia.
Ella rehusó mi ofrecimiento de volver a poner los artículos en las estanterías y me dijo que no me preocupase, que sucedía a menudo. Le di las gracias y me alejé, luego volví otra vez hacia ella.
—Podría extenderle un cheque —dije—. ¿Aceptan cheques?
—Ciertamente.
—Estupendo —saqué el cheque que había cogido en el banco y lo puse sobre el mostrador—. Se lo haré por cincuenta dólares si no tiene inconveniente.
Ella titubeó.
—Cincuenta, está bien.
Me miró mientras llenaba el cheque. Yo había visto a Dwight hacerlos y me sabía los trucos, como el de escribir «cincuenta y no/100» en la línea de la cantidad. Firmé con rúbrica y se lo entregué.
Ella lo examinó. Esperé sonriendo pacientemente. Cuando habló, su voz había cambiado de alguna forma.
—Thomas —dijo—, ¿tienes alguna identificación?
—Por supuesto —dije, y me llevé otra vez la mano al bolsillo de atrás. Luego me detuve—. La maldita cartera. Está todo allí. No sé, puede que encuentre algo —rebusqué en todos mis bolsillos y con expresión de alivio descubrí la tarjeta de la biblioteca—. Aquí está. Ahora la cosa está resuelta.
Ella estudió la tarjeta como había estudiado el cheque.
—¿Dónde vives, Thomas?
—¿Perdón?
Me miró por encima de sus gafas.
—¿Cuál es tu dirección?
Se me había olvidado por completo lo que ponía en la tarjeta. Me quedé allí parado, parpadeando estúpidamente; luego me incliné sobre el mostrador, le quité la tarjeta de la mano y dije:
—Lo pone aquí.
Leí la dirección en voz alta y le devolví la tarjeta.
Ella asintió y me observó. Luego levantó la cabeza y llamó:
—Albert, ¿puedes venir un momento?
Un hombre viejo, bajo y frágil vino despacio por el pasillo desde el mostrador de las recetas. Ella le tendió el cheque y la tarjeta de la biblioteca. Le miró fijamente y le dijo con intención:
—Albert, este joven nos ha extendido este cheque. Encárgate de él, por favor.
Él la miró, primero desconcertado, luego con cierta intensidad.
—Está bien —dijo—. Yo me encargo de él.
Echó a andar por el pasillo. Yo empecé a seguirle, pero ella me dijo:
—Volverá enseguida, Thomas. Espera aquí.
Metió mis compras en una bolsa y nos quedamos callados unos momentos.
—No suelo tener tanto dinero a mano —dijo al fin.
Miré hacia el fondo de la tienda y no vi al hombre.
—¿Cuánto tiempo hace que vives aquí, Thomas?
—Unos seis meses —contesté.
—¿Y te gusta esto?
—Bastante. Me gusta mucho, quiero decir.
—Me alegro. A mí también me gusta. Es un buen sitio para vivir. La gente es simpática.
Entonces vi que estaba temblando, próxima a las lágrimas, y comprendí que me había traicionado. Miré otra vez hacia el mostrador de las recetas, que estaba vacío, y dije:
—Sabe, tengo algunas otras cosas que hacer, volveré más tarde.
Eché a andar por el pasillo.
—Espera, Thomas —dijo ella.
Cuando llegué a la puerta volví la cabeza y vi que había salido de detrás del mostrador y me seguía.
—Espera —dijo, reteniéndome con los ojos mientras estaba allí parado, y vi en sus ojos lo que antes había oído en su voz: pena.
Abrí la puerta, salí y empecé a caminar deprisa por la calle. Pasé unas cuantas tiendas y oí su voz de nuevo detrás de mí.
—¡Thomas!
Apreté el paso. Ella me seguía y me llamaba. Miré por encima del hombro. Estaba corriendo, despacio y torpemente, pero corriendo. Apreté la bolsa de viaje contra mi costado con el codo y eché a correr yo también. Corrimos los dos por la calle separados por unos doce o quince metros. Yo iba frenando mi carrera, casi andando a paso largo.
—¡Thomas! —dijo— ¡Thomas, espera!
Y cada vez que hablaba yo sentía el tirón de esa voz tan llena de afecto. Sentía que lo sabía todo de mí, todas mis locuras y problemas, y que sólo quería cogerme para ayudarme.
La acera estaba llena de gente. Si los hombres y mujeres entre los cuales íbamos corriendo hubiesen pensado que había alguna razón para detenerme, lo habrían hecho. Si ella hubiese gritado una sola vez «¡Ladrón!», me habrían atacado en masa allí mismo. Todo el mundo debió pensar que se trataba de un asunto familiar. Debieron oír lo que yo oía, la voz de una madre tratando de alcanzar a su hijo.
Di la vuelta a la esquina al llegar al final de la manzana y de alguna forma esto me liberó del dominio que ella ejercía sobre mí. Toda la velocidad que había ido acumulando me vino de golpe. Corrí como un loco hasta la próxima esquina, la volví y giré otra vez a la mitad de la manzana para meterme por un callejón. Sólo entonces aflojé el paso y miré hacia atrás. No era posible que me hubiera seguido, pero necesitaba estar seguro. No estaba a la vista. La había perdido. Creí que la había perdido para siempre, pero en eso me equivocaba.
El callejón acababa enfrente de un restaurante. La calle estaba en obras. No pasaban coches, sólo unos cuantos peatones. Esperé un poco, tratando de recobrar el aliento, luego crucé al restaurante. Estaba casi vacío, el cajero gruñó cuando entré, pero no levantó la vista de la tablilla en la que estaba escribiendo. Me dirigí al fondo y me encerré en el lavabo de caballeros.
Me apoyé en la puerta y me quedé así unos minutos, simplemente respirando. Me escocían los ojos a causa del sudor y tenía la camisa empapada. Mi garganta estaba seca. Incliné la cabeza hacia el grifo y dejé que el agua me corriera por la garganta. Luego me desnudé de cintura para arriba y me lavé con toallas de papel. Cuando estuve seco me quité los pantalones y los metí en la bolsa de viaje junto con la camisa y las gafas. Saqué mi uniforme de explorador y lentamente, cuidadosamente, lo desdoblé y me lo puse. Me pasé una toalla de papel húmeda por los zapatos y luego me erguí y me examiné. Todo estaba en orden, la posición del pañuelo, la alineación de la hebilla del cinturón, la inclinación de la gorra, la colocación de mis dos fajines. Uno era el fajín de la Orden de la Flecha, una flecha roja sobre un fondo de un blanco intenso. El otro era mi fajín de las insignias de méritos. Estaba cubierto de pruebas de mis aptitudes. Ese verano, en el campamento, no teniendo mucho más que hacer, me entró un delirio de obtención de insignias. Ya era explorador Vida y sólo me faltaba una insignia para ser Águila. Esa insignia era la de Ciudadanía de la Nación. Ya había cumplido los numerosos requisitos exigidos para obtenerla, incluyendo la asistencia a un juicio con jurado para observar el funcionamiento de la ley, pero Dwight se negaba a enviar mis papeles. No me explicaba el porqué, sólo decía que no me merecía ser Águila. Este era uno de los contenciosos entre nosotros.
Me colgué la bolsa al hombro y salí del restaurante.
Entre mi huida del drugstore y mi regreso no habrían transcurrido más de quince minutos. Había un coche de policía vacío aparcado delante con la luz parpadeando. Tranquilamente, mirando al frente, pasé de largo y seguía calle arriba hasta el hotel donde iba a tener lugar el banquete.
Aunque faltaba una hora para la cena, el vestíbulo ya estaba lleno de exploradores con fajines de la Orden de la Flecha, pavoneándose y pasando revista a los demás. Dejé mi bolsa y saludé a algunos conocidos de otras tropas. Uno de ellos estaba encargado de distribuir los puestos. Me pidió que le ayudara y cuando este trabajo estuvo hecho me puso en la puerta con un par de chicos más para recibir a los invitados a medida que fueran llegando. Los tres nos estimulábamos unos a otros. Cuando la gente empezó a desfilar por delante de nuestra mesa teníamos establecido un constante intercambio de réplicas agudas y brillantes. Entre chistes, yo comprobaba los nombres en la lista de invitados, el segundo chico los escribía en una etiqueta adhesiva y el tercero acompañaba a los invitados a sus mesas.
Y de repente allí estaba ella, en la cola, detrás de una pareja de ancianos. Levanté la vista y vi que me estaba observando. La sala dio un vuelco pero logré conservar el equilibrio. Ni siquiera parpadeé. Comprobé el nombre del matrimonio anciano y les gasté una broma cordial de la que se rieron.
Y luego me volví a ella. Le dediqué una sonrisa de bienvenida y le dije:
—¿Su nombre, señora?
Ella se acercó a la mesa y se quedó allí parada, pensativa, sosteniendo su bolso delante de sí con ambas manos. Seguía vestida con el suéter blanco y la falda plisada que llevaba en la tienda. No sentí miedo, ni sorpresa, pasado el primer susto. Sabía que ella no me había seguido hasta aquí. Naturalmente, tendría un hijo en los exploradores y, naturalmente, el chico pertenecería a la Orden de la Flecha. Ella leyó la etiqueta con mi nombre y me miró de arriba a abajo, y vi que su cara se distendía y se serenaba cuando llegó a la conclusión de que se había equivocado, que no era posible que fuese yo. Vi en la lista que tenía dos hijos en la Orden. Ya estaba buscándolos, recorriendo con los ojos el ruidoso salón. Recogió la etiqueta con su nombre, le dio el brazo al chico que estaba en la puerta y pasó al salón del banquete.