Capítulo 25
Estaba cortando una tabla en la sierra de mesa del taller del instituto mientras bromeaba con el chico que estaba a mi lado en la fila. Entonces sentí un fuerte pellizco y miré hacia abajo. Del dedo anular de mi mano izquierda manaba un chorro de sangre. Me había rebanado la última falange. Estaba junto a la hoja que giraba rápidamente, con su uña y todo. El chico con quien había estado hablando la miró al mismo tiempo que yo, haciendo cosas raras con la boca, luego dio media vuelta y se fue.
—Eh —dije.
En el taller había mucho ruido; nadie me oyó. Caí de rodillas. Alguien me vio y gritó.
Caracaballo Greeley me llevó al médico. Se trajo a otro profesor, que condujo el coche mientras Caracaballo me hacía preguntas capciosas encaminadas a obtener respuestas que le protegiesen si llegábamos a ir a los tribunales. Comprendí su propósito y le di las respuestas que deseaba. Pensé que el accidente había sido culpa mía y que no sería justo crearle problemas. Yo había sido un imbécil. Me había cercenado yo mismo parte de un dedo. Ahora deseaba por encima de todo, como la única redención que me quedaba, ser un buen perdedor.
El dedo estaba fatal. Mi madre le dio autorización al médico para que me llevasen al hospital de Mount Vernon para una intervención quirúrgica. Me operaron esa misma tarde, y me desperté a la mañana siguiente con un vendaje que me llegaba desde las muñecas hasta las puntas de los dedos que me quedaban. Se suponía que tenía que quedarme tres días en el hospital, pero al médico le preocupaba la posibilidad de una infección y pasó casi una semana antes de que volviera a casa. Para entonces me había convertido en un adicto a la morfina, que las enfermeras me habían dado con liberalidad porque cuando no me la daban perturbaba la tranquilidad de la sala con mis gritos. Al principio la quería por el dolor; el dolor era terrible. Luego la quería por la paz que me proporcionaba. Con la morfina no me preocupaba. Ni siquiera pensaba. Salía de mí mismo y tenía sueños benévolos, elevándome como una gaviota en la suave corriente ascendente.
El médico me dio unas tabletas cuando salí del hospital, pero no me hacían efecto. Ahora sufría de dos maneras, a causa del dedo y a causa de la abstinencia del narcótico. Aunque puede que fuera un caso leve de abstinencia a mí no me parecía leve, sobre todo porque no sabía qué me ocurría, ni que tendría fin. Saber que todo tiene fin es un regalo de consolación por saber que nosotros mismos tenemos fin. Antes de recibirlo vivimos en un presente continuo e imaginamos el futuro como igual a ese presente. La felicidad es una felicidad interminable, ignorante de su propio y seguro transcurrir. El dolor es un dolor interminable.
Si hubiese vivido en un lugar donde se compraran y vendieran drogas, las habría comprado. Habría hecho cualquier cosa para conseguirlas. Pero nadie que yo conociera consumía drogas. La posibilidad ni siquiera se nos ocurría. Las películas sobre el peligro de la marihuana que podrían haber estimulado nuestro interés no llegaban a Concrete y creíamos que el consumo de heroína era algo exclusivo de los residentes de la ciudad de Nueva York.
Lo de querer ser un buen perdedor se había acabado. Todo me parecía un agravio. Me quejaba del instituto, me quejaba de la ineficacia de mi medicina, me quejaba de lo difícil que me resultaba comer y vestirme. Mendigaba consuelo y luego lo desdeñaba. Contestaba de malos modos y criticaba a todos, especialmente a Dwight. Parapetado en mi herida, le decía cosas a Dwight que nunca le hubiera dicho.
Se me ocurrió que quizás el alcohol me haría sentirme mejor. Le robé a Dwight un poco de su Old Crow, pero el primer trago me hizo atragantarme, así que eché agua en la botella para que no se notara y la puse en su sitio. Pocas noches después Dwight me preguntó si había tocado su whisky. Estaba aguado, dijo. Probablemente se habría limitado a hacerme una advertencia si yo hubiese reconocido que lo había cogido, pero dije:
—No soy yo el que bebe en esta casa.
—A mí no me hables así, jovencito —dijo, y me golpeó con la punta de los dedos en el pecho.
No es que me empujara muy fuerte, pero me hizo perder el equilibrio. Retrocedí dando un tropezón y me enredé con mis propios pies, y mientras caía eché las manos hacia atrás para frenar la caída. Todo esto pareció suceder muy despacio, hasta el momento en que aterricé sobre mi dedo.
Me olvidé de quién era. Oí un aullido sostenido todo a mi alrededor mientras me revolcaba por el suelo. Otros sonidos. Luego estaba sentado en el sofá, bañado en sudor, y mi madre trataba de calmarme. Se había acabado, decía. Hasta aquí habíamos llegado, ésta era la última vez. Nos marchábamos de aquí.
Yo fui el primero en marcharse. Después de tantos años pensando en irme, por fin lo hice. Mi madre habló con los padres de Chuck Bolger y aceptaron que viviera con ellos en Van Horn durante unos meses hasta que terminara el año escolar. Mi madre esperaba que para entonces ella tendría un empleo en Seattle. Una vez que empezara a trabajar y encontrara un sitio donde vivir yo me iría con ella. El señor Bolger tuvo serias dudas al principio. Sospechaba que yo era parcialmente culpable del desenfreno de Chuck. Pero hacía años que Chuck estaba desenfrenado y el señor Bolger era demasiado listo para ignorarlo y demasiado bueno para rechazar una petición de asilo. Pero puso ciertas condiciones. Yo le ayudaría en la tienda e iría a la iglesia con el resto de su familia. Aceptaría su autoridad. No fumaría, ni bebería, ni diría tacos.
Le di mi palabra de que así lo haría.
Chuck vino a buscarme. Él, Pearl y mi madre me ayudaron a llevar mis cosas al coche mientras Dwight se quedaba sentado en la cocina. Cuando estábamos a punto de marcharnos, Dwight salió y se quedó mirándonos. Me di cuenta de que quería hacer las paces conmigo. Ya tenía mala reputación en el campamento y el hecho de que una persona de su familia se fuera de casa de esta manera le desacreditaría. Sabía que yo le contaría a la gente que me había agredido estando yo incapacitado. Y aunque mi madre no le había dicho nada de sus planes de dejarle, seguramente comprendía que no estando yo por medio ya no había nada que la retuviera, nada que no fueran las amenazas.
Vi que se preparaba para un acercamiento. Finalmente se aproximó y me dijo que deberíamos hablar. Yo había planeado darle una contestación hiriente cuando llegase este momento, pero lo único que hice fue sacudir la cabeza y mirar hacia otro lado. Me despedí de mi madre con un beso y le dije a Pearl que la vería en el instituto. Luego me metí en el coche. Dwight se acercó a la ventanilla y me dijo:
—Bueno; buena suerte.
Me tendió la mano. Incapaz de contenerme, se la estreché y le deseé buena suerte también. Pero no lo decía con más sinceridad que él.
Nos odiábamos. Nos odiábamos tanto que otros sentimientos no recibían suficiente luz. Ese odio me desfiguraba. Cuando pienso en Chinook tengo que hacer un esfuerzo para recordar las caras de mis amigos, sus voces, las habitaciones en las que era bien recibido. Pero siempre puedo ver la cara de Dwight y oír su voz. Oigo su voz en la mía cuando les hablo a mis hijos con ira. Ellos la oyen también y me miran sorprendidos. El más pequeño me dijo una vez:
—¿Es que ya no me quieres?
Dejé Chinook sin un pensamiento para los años que había vivido allí. Cuando cruzamos el puente y salimos del campamento, Chuck se agachó y sacó de debajo del asiento una botella de sangre de gorila que había preparado para mí. Fui bebiendo de ella mientras Chuck tomaba tragos de una pinta de Canadian Club. Recuerdo la etiqueta color de trigo con las dos ces grandes, la forma en que Chuck entrecerraba los ojos cuando empinaba la botella, el chapoteo del licor cuando la bajaba otra vez. Recuerdo el brillo del licor en la comisura de su boca.