Capítulo 10

Dwight conducía absorto y taciturno. Cuando yo le hablaba contestaba secamente o no me contestaba. De vez en cuando su expresión cambiaba y gruñía como afirmando algún aspecto de una discusión. Mantenía un Camel encendido colgando del labio inferior. Justo después de pasar Concrete dio un viraje brusco a la izquierda y golpeó a un castor que cruzaba la carretera. Dwight dijo que había girado para evitar al castor, pero no era verdad. Se había apartado de su camino para atropellarlo. Paró el coche en el arcén y luego retrocedió hasta donde yacía el castor.

Nos apeamos y lo miramos. No vi sangre. El castor estaba de espaldas, con los ojos abiertos y sus curvos dientes amarillentos a la vista. Dwight le dio con la punta del pie.

—Muerto —dijo.

Ya lo creo que estaba muerto.

—Cógelo —me dijo Dwight. Abrió el maletero del coche y repitió—: Cógelo. Lo desollaremos al llegar a casa.

Yo quería hacer lo que Dwight esperaba que hiciera, pero no podía. Me quedé quieto donde estaba, mirando fijamente al castor.

Dwight se acercó a mí.

—Esa piel vale cincuenta dólares, como mínimo —luego añadió—: No me digas que te da miedo el maldito bicho.

—No, señor.

—Entonces, cógelo —me observó—. Está muerto, por Dios Santo. No es más que carne. ¿Te dan miedo las hamburguesas? Mira.

Se agachó, agarró la cola con una mano y levantó al castor del suelo. Trató de que pareciera que esto no le costaba ningún esfuerzo, pero vi que estaba sorprendido y tenso por el peso del castor. Un chorro de sangre salió de la nariz del animal y luego paró. Unas cuantas gotas le cayeron a Dwight en los zapatos antes de que apartara bruscamente el cuerpo. Sosteniendo al castor lejos de sí con ambas manos, lo llevó al maletero abierto y lo dejó caer dentro. Aterrizó con fuerza.

—Ya está —dijo, y se limpió las manos en los pantalones.

Nos adentramos en las montañas. Era media tarde. Luz pálida y fría. El río lanzaba destellos verdes por entre los árboles que había al borde de la carretera. Luego se volvió gris, como estaño, cuando el sol se puso. Las montañas se oscurecieron. Cayó la noche.

Dwight se detuvo en una taberna en un pueblo que se llamaba Marblemount, la última población antes de Chinook. Me trajo una hamburguesa y patatas fritas al coche y me dijo que me quedara allí quieto un rato, luego volvió a la taberna. Cuando terminé de comer me puse el abrigo y esperé a Dwight. Pasó tiempo y más tiempo. De vez en cuando bajaba del coche y paseaba cortas distancias arriba y abajo de la carretera. Una vez me arriesgué a echar una ojeada a través de la ventana de la taberna, pero el cristal estaba empañado. Volví al coche y escuché la radio, sin quitar los ojos de la puerta de la taberna. Dwight me había dicho que no usara la radio para no descargar la batería. Todavía me sentía mal por haber tenido miedo del castor y no quería meterme en más líos. Quería que todo fuera bien.

Había aceptado trasladarme a Chinook en parte porque pensaba que no tenía elección. Pero había algo más que eso. A diferencia de mi madre, yo era rabiosamente convencional. Me tentaba la idea de pertenecer a una familia convencional, de vivir en una casa y tener un hermano mayor y dos hermanas, sobre todo si una de esas hermanas era Norma. En el fondo de mi corazón despreciaba la vida que llevaba en Seattle. Estaba harto de ella y no tenía ni idea de cómo cambiar. Pensaba que en Chinook, lejos de Taylor y Silver, lejos de Marian, lejos de la gente que ya se había formado una opinión de mí, podría ser diferente. Podría presentarme como un chico estudioso y atlético, un chico digno y responsable y, no teniendo ninguna razón para dudar de mí, la gente creería que yo era así y de ese modo me permitirían serlo. No reconocía otro obstáculo para un cambio milagroso que no fuera la incredulidad de los demás. Ésta era una idea que tardó en desaparecer, si es que realmente llegó a desaparecer.

Puse el sonido de la radio bajito, pensando que así gastaría menos la batería. Dwight salió de la taberna mucho tiempo después de que entrara, por lo menos tanto tiempo como habíamos tardado en llegar desde Seattle, y salimos disparados del aparcamiento. Conducía muy rápido, pero no me preocupé hasta que llegamos a una larga serie de curvas y el coche empezó a dar bandazos. Este trecho de carretera corría paralelo a un escarpado barranco, a nuestra derecha la pendiente caía casi a pico sobre el río. Dwight giraba el volante de un lado a otro como si no oyera el chirrido de los neumáticos. Cuando alargué las manos para sujetarme al salpicadero me lanzó una mirada y me preguntó de qué tenía miedo ahora.

Contesté que tenía el estómago un poco revuelto.

—¿El estómago revuelto? ¿Un tipo chulo como tú?

Las luces se salieron de la carretera y se perdieron en la oscuridad y luego volvieron.

—No soy un tipo chulo —dije.

—Eso es lo que he oído decir. Me han dicho que eres un verdadero chulo. Que vas y vienes a donde quieres y cuando quieres. ¿No es cierto?

Negué con la cabeza.

—Eso es lo que he oído decir —repitió—. Un tipo conocido en la ciudad. Actor también. ¿No es cierto? ¿Eres actor?

—No, señor.

—Eso es una cochina mentira.

Dwight miraba alternativamente a mí y a la carretera.

—Dwight, por favor, reduce la velocidad —dije.

—Si hay una cosa que no trago —dijo él— es un mentiroso.

Me apreté contra el asiento.

—Yo no soy un mentiroso.

—Sí que lo eres. Tú o Marian. ¿Es Marian una mentirosa?

No contesté.

—Ella dice que eres un estupendo actor. ¿Es mentira? Si me dices que es mentira, volvemos ahora mismo a Seattle para que puedas llamarle mentirosa a la cara. ¿Quieres que haga eso?

Le dije que no quería.

—Entonces el mentiroso debes ser tú. ¿Cierto?

Asentí.

—Marian dice que eres un actor estupendo. ¿Es verdad?

—Supongo que sí —contesté.

—Supones, ¿eh? Supones. Bueno, veamos tu número. Vamos. Veamos tu número —como yo no hice nada, dijo—: Estoy esperando.

—No puedo.

—Claro que puedes.

—No, señor.

—Claro que sí. Imítame a mí. Me han dicho que me imitas.

Negué con la cabeza.

—Imítame, me han dicho que me imitas muy bien. Imítame con el encendedor. Toma. Imítame con el encendedor —me tendió el Zippo en su funda de terciopelo—. Venga.

Me quedé quieto, con las dos manos en el salpicadero. Íbamos de un lado a otro de la carretera.

—¡Cógelo!

No me moví.

Se guardó el encendedor en el bolsillo.

—Chulo —dijo—. Como hagas alguna chulada delante de mí te vas a enterar, ¿entendido?

—Sí, señor.

—Te espera un cambio, chaval. ¿Te enteras? Te espera una buena.

Me agarré fuerte preparándome para la próxima curva.