Capítulo 13
El coche de Skipper era un Ford de 1949 que Dwight le había comprado barato a un palurdo de Marblemount. Dwight lo compró para que Skipper pudiera salir con las chicas e ir de caza o de pesca sin pedirle el coche prestado a su padre, pero Skipper lo metió en un cobertizo de hierro ondulado a las afueras del campamento y comenzó a desmontarlo. Llevaba más de un año desmontado cuando yo llegué a Chinook y seguía desmontado cuando Skipper se graduó seis meses después.
Skipper no se marchó de Chinook cuando se graduó, sino que se colocó en la compañía de electricidad y continuó viviendo en casa para poder gastar todo su dinero en el coche. A veces, por la noche, cuando salía a cobrar a mis suscriptores, me pasaba por allí a mirar. En casa Skipper apenas me prestaba atención, pero en el cobertizo se volvía hospitalario. Dejaba a un lado la herramienta que estuviera manejando en ese momento y se subía las gafas protectoras a la frente. Me invitaba a Coca-Colas mientras me explicaba qué era cada pieza del coche y lo que pensaba hacer con ellas. Yo asentía como si le entendiera y realmente creyese que algún día aquel revoltijo fuese a ordenarse de nuevo.
Aunque se suponía que Skipper iba a empezar en la Universidad de Washington en septiembre, no daba muestras de pensar en irse. Dwight empezó a darle la lata. Quería saber dónde tenía intención de vivir y cómo iba a costearse los estudios. Quería saber qué planes tenía. Skipper le dijo que ya lo tenía todo pensado.
Dwight seguía insistiendo, pero Skipper se limitaba a dedicarle su sonrisa cortés y desinteresada y hacía lo que le daba la gana. Y luego, a finales de verano, el coche empezó a estar montado como Skipper había previsto. Yo estaba en el cobertizo la noche en que él y sus amigos instalaron el motor reconstruido. Skipper le había puesto carburadores de carrera y había taladrado los cilindros para hacerlo más potente. Luego lo mandó cromar. Estaba precioso. Sus amigos lo colocaron con un aparejo de poleas mientras Skipper les gritaba órdenes, y al cabo de una hora el motor rugía.
La carrocería parecía insalvable. Estaba abollada, mate y llena de agujeros a causa de los adornos que Skipper había arrancado. Llenó los agujeros con plomo, arregló las abolladuras con fibra de vidrio, le dio una capa de base, la lijó hasta dejarla lisa y le puso dieciséis capas de pintura al duco color rojo manzana garrapiñada. Lijó cada capa con una lija fina antes de añadir la siguiente. Tardó más de un mes, pero cuando terminó la pintura tenía tal claridad y profundidad que era como mirar un cristal de grueso hielo rojo. Las líneas del coche eran fluidas y limpias; había tenido razón al quitar los adornos.
Una vez que la pintura estuvo apagada, Skipper le puso ruedas nuevas con tapacubos cromados, no los tapacubos con aletas que estaban de moda entonces, sino sencillos globos tan brillantes como un espejo. A lo largo de los costados, por debajo de las puertas, colocó unos tubos de escape cromados que se curvaban ligeramente hacia fuera al final como para echar el humo lejos del coche discretamente. Le puso un parachoques recién cromado por delante y una caja de herramientas Continental en la parte de atrás. El parachoques era más largo de lo normal y llevaba una caja externa para la rueda de recambio.
Estaba precioso. Lo único que quedaba por arreglar era el interior. Skipper me dijo que tenía el dinero justo para llevar el coche a Tijuana y hacerlo tapizar allí. Iba a tapizarlo de cuero blanco, y plisado.
Cuando le pregunté si podía ir con él me dijo que lo pensaría.
Pensé que hablaba en serio. Creí que realmente consideraría la posibilidad de llevarme con él, y como yo no podía imaginar ningún argumento razonable en contra di por supuesto que él tampoco podría. Estaba prácticamente decidido. Me veía al lado de Skipper en este coche rojo, maravilloso y rapidísimo, teniendo aventuras por el camino y ayudando a la gente a salir de situaciones demasiado difíciles para que ellos pudieran resolverlas solos. Después querrían que nos quedáramos, pero nosotros seguiríamos siempre adelante y les dejaríamos mirando el polvo que levantábamos al alejarnos por la carretera. Me parecía que Méjico, un lugar árido con trompetistas deambulando en segundo término, estaba lejísimos y que tardaríamos mucho en volver.
Le dije a Arthur que me iba. Se lo dije también a otros chicos y a algunas de las personas de mi ruta de reparto. Una noche, cuando estábamos cenando, Dwight dijo:
—Dime, caballerete, ¿qué es esa historia que he oído de que te vas a Méjico?
Me estaba mirando a mí.
—Sí él va, yo voy también —dijo Pearl.
Mi madre se rió.
—¡Méjico! ¿Quién ha dicho nada de Méjico?
—Yo —le contestó Dwight.
—Jack, ¿es verdad? —me preguntó mi madre—. ¿Le has dicho a alguien que te vas a Méjico?
—Skipper dijo que podía ir —le contesté.
—¿Eh? —dijo Skipper—. ¿Que yo dije qué?
Le miré y recordé por primera vez en varios días que en realidad él no había dicho que podía ir.
—Dijiste que lo pensarías —le dije.
—¿En serio? ¿Dije eso?
Asentí.
—Lo siento, chaval —dijo él—. No puede ser.
Debió darse cuenta del efecto que me hacían esas palabras, porque se puso a explicar que su amigo Ray pensaba ir con él. Dormirían en el coche para ahorrar dinero y eso quería decir que sólo había sitio para dos.
—Es un punto discutible —dijo Dwight.
Es un punto discutible era una de sus frases de peso favoritas, la otra era Es académico.
—Otra vez será —dijo Skipper.
Pearl le pidió que le trajera un sombrero mejicano.
—Yo quiero unas castañuelas —dijo Norma.
Movió los hombros y cantó La Cucaracha hasta que Dwight le mandó callar.
Skipper y yo compartíamos la habitación más pequeña de la casa. Usábamos la misma mesa, la misma cómoda, el mismo armario. Un espacio de poco más de metro y medio separaba nuestras camas. Pero nunca me sentí agobiado allí hasta que Skipper se fue a Méjico. Como él ocupaba tanto espacio cuando estaba en casa, no podía olvidar que se había ido, y eso me llevaba a pensar en él y en su amigo Ray en la carretera, libres como pájaros. Y esos pensamientos me hacían sentir enfado y encerrado. Consideraba que Skipper debería haberme llevado a mí en lugar de a Ray. Yo se lo había pedido primero y, después de todo, era su hermano. Esto significaba algo para mí, pero veía que no significaba nada para él. No siempre me había llevado bien con mi verdadero hermano, y ni siquiera nos habíamos visto desde hacía cuatro años, pero todavía le echaba de menos y me imaginaba que él me trataría mucho mejor.
También echaba de menos a mi padre. Mi madre nunca se quejaba de él delante de mí, pero a veces Dwight hacía comentarios sarcásticos sobre papi Warbucks4 y el señor Engreído. Pretendía impugnar a mi padre por ser rico y vivir lejos y no ocuparse de mí para nada, pero todas estas cualidades, incluso la última, tal vez en especial la última, hacían fascinante a mi padre. Tenía la ventaja de la que siempre goza el padre o la madre inconstantes, la de no estar allí para que uno pudiera encontrarle imperfecto. Podía verle como quisiera. Podía atribuirle cualidades excelentes e imaginar buenas razones, incluso razones románticas, para explicar por qué no había mostrado ningún interés, por qué no me había escrito nunca, por qué parecía haber olvidado que yo existía. Le disculpé hasta mucho tiempo después del momento en que debiera haber comprendido la verdad. Luego, cuando comprendí la verdad, decidí apartar de mi mente la realidad de su deserción. Le visité cuando me iba a Vietnam y otra vez cuando volví de allí, y nos hicimos amigos. No era ningún monstruo; había tenido sus propios problemas. Además, sólo los niños llorones se quejan de sus padres.
Esta forma de pensar me sirvió bastante bien hasta que nació mi primer hijo. Llegó con tres semanas de antelación, cuando yo estaba de viaje. La primera vez que le vi, en el hospital, una enfermera estaba tratando de extraerle una muestra de sangre. No podía encontrarle una vena. La pinchaba una y otra vez y cada vez que la aguja entraba en su carne yo la sentía en la mía. Mi impaciencia la puso tan nerviosa que tuvo que sustituirla otra enfermera. Cuando al fin pude cogerle entre mis brazos me sentí como si le hubiera arrancado a una manada de lobos; mientras le sostenía, algo duro se rompió dentro de mí y supe que estaba más vivo de lo que lo había estado nunca. Pero al mismo tiempo noté una sombra, un frío en los bordes. Me inquietaba, así que no le presté atención. No entendí qué era hasta que me asaltó de nuevo esa noche, tan intensamente que me entraron ganas de gritar. Tenía que ver con mi padre, muerto diez años antes. Era dolor y rabia, principalmente rabia, y durante días temblé a causa de ese sentimiento cuando no temblaba de alegría por el nacimiento de mi hijo y por la nueva vida que había recibido.
Pero aún faltaba mucho tiempo para que eso sucediera. De muchacho, no le encontraba defecto a mi padre. Lo fabricaba con sueños y recuerdos. Uno de estos recuerdos era el de estar sentado en la cocina de la hermosa casa antigua de mi madrastra en Connecticut, adonde había ido a pasar unos días, y ver a mi padre descargar sobre la mesa una caja de fuegos artificiales. Era artillería pesada, gravemente peligrosos e ilegales. Mi madrastra le regañaba. Quería saber qué pensaba hacer con ellos. Él empujó un paquete de cohetes hacia mí y contestó: «Hacerlos estallar, querida, hacerlos estallar».
Empecé a tomarme un gran interés adquisitivo en los coches a raíz de que Skipper arreglara el Ford. Cuando hacía mi ruta de reparto iba desmontando los coches que veía y volviendo a montarlos de formas más interesantes, cambiándolos, remozándolos, modernizándolos. Leía los anuncios de coches usados en los periódicos, comparaba precios y los contrastaba con el dinero que estaba ganando. Pensaba en lo que sería tener un coche propio, poder subirse a él y marcharse.
Un día, después de haber repartido los periódicos, doblé la bolsa y crucé el puente que llevaba fuera del campamento; luego esperé con el pulgar levantado hasta que un coche me paró. No conocía al hombre, era un obrero de la construcción de la presa que había río arriba. Me metí en el coche y él me preguntó a dónde iba. Añadió:
—Puedo llevarte hasta Seattle. Luego tendrás que apañártelas.
Seattle. Podía, si quería, ir hasta Seattle. Le dije que iba a Concrete, que me pareció suficientemente lejos, por el momento, pero cuando llegamos a Marblemount ya había perdido el valor y le pedí que me dejara bajar allí. Al cabo de unos momentos paré otro coche que me llevó de vuelta a Chinook. Esta fue la primera vez que hice autostop. A medida que avanzaba el verano me atreví a ir cada vez más lejos valle abajo, a Concrete, Bird’s Eye, Van Horn y Sedro Woolley; una vez, justo antes de que empezara el colegio, llegué hasta Mount Vernon. Paseaba por las calles de estas ciudades durante unos minutos, esperando que pasara algo, y cuando no sucedía nada volvía a la carretera y sacaba el pulgar otra vez. Siempre estaba en casa antes de que Dwight y mi madre volvieran del trabajo. Nadie me echó nunca de menos. De vez en cuando iba con Arthur, pero generalmente iba solo. Solo podía mentir más libremente y me sentía más abierto al azar. Algún día, pensaba, alguien pararía y me diría: «Puedo llevarte hasta Wilton, Connecticut...»
Skipper estuvo fuera sólo un par de semanas. Volvió, hizo las maletas y se marchó a la mañana siguiente. Le vi de tarde en tarde después de eso, cuando venía a casa el día de Acción de Gracias y en Navidad o cuando íbamos a verle a Seattle. Vivió en pisos pequeños con otros hombres durante un par de años, luego se casó y consiguió otro empleo con la central eléctrica. Estuve con él la noche antes de su boda. Fue una de las dos ocasiones en que le vi conmovido. En este caso la emoción no la produjo la perspectiva de perder su libertad sino una canción que puso una y otra vez en su nuevo tocadiscos de alta fidelidad, The Everglades, cantada por el Kingston Trio. Contaba la historia de un hombre que mata a otro hombre en una pelea por una mujer. Al ver lo que ha hecho, se echa al monte,
donde un hombre puede esconderse y nunca le encontrarán.
Y no ha de tener miedo de los sabuesos que aúllan,
pero más le vale seguir en marcha y no parar porque
si no le pillan los tiradores, le pillarán los cocodrilos.
Lo que el hombre no sabe, y por supuesto nunca sabrá, es que el jurado le ha absuelto por considerar que había sido autodefensa. Este final inesperado se revelaba en el último verso y cada vez que llegaba, Skipper bajaba los ojos y sacudía la cabeza afligido.
La otra ocasión en que le vi conmovido fue cuando volvió de Méjico. Estábamos cenando. El sonido del motor era inconfundible, y cuando lo oímos, Pearl, Norma y yo nos levantamos de un salto y salimos corriendo. Dwight y mi madre nos siguieron un momento después. La familia que compartía el mismo edificio salió también, y lo mismo hicieron algunos otros vecinos, y todos se quedaron mudos al ver el coche.
Parecía como si hubiera estado bajo chorros de arena. La pintura estaba cubierta de hoyos y mate. Los tapacubos, los parachoques y los tubos de escape también tenían hoyos y habían comenzado a oxidarse. Daba pena verlo.
Skipper nos contó lo que había pasado. Después de que tapizaran el coche, él y Ray se fueron a Ensenada y a la vuelta les cogió una tormenta de arena. El aire estaba tan cargado de arena que no veían más allá de medio metro. Tuvieron que salirse de la carretera y esperar a que pasara, lo cual les llevó la mayor parte del día. La arena había estropeado también el motor. Skipper se había pasado todo el viaje tratando de repararlo. Gastó bromas sobre todo el episodio, pero su voz estaba a punto de quebrarse. Había estado guardándoselo todo el tiempo, probablemente fingiendo indiferencia delante de Ray, pero ahora, al ver su casa y su familia, se estaba derrumbando. No llegó a echarse a llorar, pero le faltó poco.
Mientras Skipper hablaba, yo fui alrededor del coche, calculando los daños. Abrí la puerta del conductor y metí la cabeza dentro. El suelo estaba alfombrado de blanco. Los asientos, los paneles laterales, el techo y el salpicadero estaban cubiertos de cuero blanco. En el interior la luz era rica y cremosa. Me senté detrás del volante y cerré la puerta. Respiré el olor del cuero. Pasé los dedos sobre los asientos. Luego me eché hacia atrás con una mano en el volante y la otra en la palanca de cambios. Bajito, para que nadie me oyera, hice ruidos de motor y de cambio de marchas, mirando por el parabrisas lleno de hoyos el borroso perfil de los árboles a lo largo de la carretera. Si no miraba muy atentamente casi podía creer que me movía.