Capítulo 18

Cuando empecé mi primer año en el instituto de Concrete tenía más de ochenta dólares guardados en la caja de municiones. Parte de ellos me los habían dado los clientes de mi ruta de reparto como propina por el buen servicio; el resto se lo había robado a otros clientes. Ochenta dólares me parecía un montón de dinero, más que suficiente para mi propósito, que era huir a Alaska.

Pensaba viajar solo bajo un nombre supuesto. Más adelante, cuando me hubiese asentado, mandaría a buscar a mi madre. No era difícil imaginar nuestra unión en mi cabaña: sus lágrimas de agradecimiento y sus gritos de admiración ante las paredes cubiertas de pieles, los armeros y los lobos domesticados dormidos delante del fuego.

Nuestra tropa de exploradores iba siempre a Seattle en noviembre para La Reunión de las Tribus. Por la mañana competíamos con otras tropas. Por la tarde todos los exploradores convergíamos en Glenvale, un parque de atracciones reservado ese día para nosotros. Dwight se iba siempre a beber con otros jefes de exploradores y luego me recogía delante de Glenvale para el viaje de vuelta. Este año tendría una larga espera. Tendría una larga espera, y un largo viaje de vuelta él solo, y una larga explicación con mi madre cuando llegase a casa sin mí.

No se lo dije a nadie más que a Arthur, que me guardaba los secretos incluso cuando yo traicionaba los suyos. Le gustó el plan. Le pareció tan bien que me pidió que le incluyera. Al principio le contesté que no. Lo que yo quería era estar solo. Además, Arthur no tenía dinero. Pero unos días antes de La Reunión de las Tribus le dije que había cambiado de opinión, que podía venir conmigo. Le di a Arthur la noticia aparentando renuencia, como si le hiciera un favor, pero la verdad era que tenía miedo de ir solo.

El padre de Arthur, Cal, trabajaba en las turbinas de la central eléctrica. Pensaba que yo era muy ingenioso porque siempre podía contarle un chiste nuevo. Yo sacaba los chistes de «La risa de hoy», una sección de relleno que se publicaba en la primera página del periódico. Cada vez que iba a visitar a Arthur, Cal me decía:

—Bueno, Jack, ¿qué me cuentas?

—Una mujer se compra ciento cincuenta kilos de hilo de acero. Dice que va a calcetar una estufa.

—¡Calcetar una estufa! ¡Calcetar una estufa, dice! Oh, es fantástico, es precioso...

Y Cal se apretaba los costados y se balanceaba hacia delante y hacia atrás mientras Arthur y la señora Gayle le miraban con desdén.

Era un hombre sencillo y alegre, muy querido en el campamento. Hasta los niños le llamaban Cal. Nunca oí a nadie llamarle señor Gayle. Una vez, estando en una casa en la playa que pertenecía a unos amigos de ellos, convencí a Cal para que me dejara llevar a Arthur a dar un paseo en un barco de vela asegurándole que en Florida prácticamente había vivido con la caña de un timón entre las manos. Después de estar a punto de ser arrastrados a alta mar, encallamos como a un kilómetro y medio de la casa. Arthur fue a la playa a buscar a Cal, pero Cal tampoco sabía navegar, así que tuvo que llevar el bote a rastras por la rompiente. Le costó mucho trabajo —el viento era fuerte y las olas altas—, pero no paró de reírse en todo el camino.

Arthur y la señora Gayle eran complicados. Uno a uno eran complicados y juntos lo eran de modo exótico compitiendo en largas y crípticas frases como dos cantantes que se responden con letras improvisadas y cayendo luego en un pesado y portentoso silencio. Tenían la habilidad de convertir el silencio en una acusación. Cal no podía entenderlos ni remotamente. Bajo su escrutinio, el hombre sonreía y parpadeaba. Esto parecía agravar los cargos no expresados contra él.

La señora Gayle era una esnob. Ella y Cal habían sido de los primeros que se trasladaron al campamento y ella no quería tratarse con los que habían venido después. La señora Gayle tenía la actitud de una persona obligada por una traición a vivir una versión inferior de la vida. Los artículos de esta traición permanecían inéditos, pero se sobreentendía que la culpa era de Cal; también, hasta cierto punto, de Arthur. La señora Gayle estaba decepcionada. Cada dos semanas aliviaba su decepción yendo de compras a Mount Vernon con Liz Dempsey, una amiga suya perteneciente a otra de las familias fundadoras. Se arreglaban mucho, tomaban almuerzos acompañados de alcohol y compraban cosas. En general, compraban cosas pequeñas e inútiles que la señora Gayle llamaba caprichos, pero a veces realizaban compras más serias. Yo estaba en su casa una noche cuando la señora Gayle volvió con una lámpara cara que tenía en la base un carrito de mano tirado por un culí sonriente que movía furiosamente las piernas cuando le apretabas en el sombrero.

Las dos mujeres nos llevaron a Arthur y a mí un par de veces en estas escapadas; a mí me divertía escuchar a la señora Gayle cuando hablaba de otras personas del campamento, empalándolas con una palabra o una frase tan extraordinarias que a partir de entonces yo no podía verlas sin recordarla. Sabía que yo admiraba su lengua. Yo le caía bien por ese motivo y por el hecho de que mi hermano Geoffrey estudiase en Princeton. Decía a menudo, con ternura, las palabras Ivy League. Yo también era muy esnob, así que nos llevábamos bien.

La decepción de Arthur era más combativa. Se negaba a aceptar como indiscutible la idea de que Cal y la señora Gayle fueran sus verdaderos padres. Me contó, y yo logré creerme, que había sido adoptado y que su verdadera familia era descendiente de señores feudales escoceses que habían seguido al príncipe Charlie al exilio en Francia. Yo leía las mismas novelas que Arthur, pero me las arreglé para no notar las correspondencias entre esos argumentos y los de él. Arthur, a su vez, no ponía en duda las historias que yo le contaba. Le dije que mi familia era descendiente de aristócratas prusianos —«Junkers», dije, pronunciando la palabra con pedante precisión—, cuyas fincas habían sido requisadas después de la guerra. Saqué la idea de este cuento de un libro titulado Los prusianos. Estaba lleno de grabados de cruzados, reyes, castillos, espléndidos húsares cabalgando al ataque en Waterloo y Von Richthofen con su mirada fría de pie al lado de su triplano.

Arthur era un gran narrador. Contaba ensoñaciones en las que cada palabra vibraba con el sonido de la verdad. Repetía antiguas conversaciones. Transmitía el chirrido de los remos en las escalameras. Hablaba con el honrado acento del campesino escocés y con el despreciable gimoteo del traidor. En la voz de Arthur la bruma se elevaba sobre los lagos de Escocia y se oía el son de las gaitas; se llevaban a cabo audaces acciones y se daban palabras de casamiento, y yo me lo creía todo.

Yo era su testigo perfecto y él el mío. Escuchábamos sin objeciones historias de nobleza usurpada que se hacían más disparatadamente intrincadas cada vez que las contábamos. Pero no nos parecía que nada de lo que decíamos fuese mentira. Los dos creíamos que la verdadera mentira eran nuestras actuales circunstancias indignas.

De tanto mirar hacia atrás, nos enfangamos en la nostalgia. A los dos nos gustaban las películas antiguas, cuya fatua obsesión por la aristocracia alimentaba la nuestra, y la señora Gayle nos permitía verlas durante toda la noche cuando me quedaba a dormir en su casa. Preferíamos los coches antiguos a los nuevos. Usábamos argot pasado de moda. Arthur tocaba el piano bastante bien y cuando estábamos solos en su casa cantábamos juntos viejas canciones, con la voz trémula por la pérdida:

Subí hoy a la colina, Maggie,

a contemplar el panorama...

El arroyo y el viejo molino, Maggie,

donde nos sentábamos antaño.

Una noche me besó, o le besé, o nos besamos. A los dos nos sorprendió. Desde entonces, siempre que nos sentíamos especialmente unidos nos poníamos agresivos. Arthur era un blanco fácil. Se le cascaba la voz. Se bañaba dos veces al día pero siempre despedía un olor hormonal a amoniaco, el olor del crecimiento y la ansiedad. No practicaba ningún deporte y seguía siendo explorador de segunda clase, un nivel verdaderamente lamentable para alguien de su edad. Mientras no le llamara mariquita podía hacerle pedazos.

También yo era un buen blanco, y Arthur tenía un mapa de mi sistema nervioso. Con felina despreocupación era capaz de decir una palabra que me dejaba sin aliento y me hacía salir de su casa tambaleándome ciegamente. A veces me echaba a Pepper. La perra iba ladrando pegada a mis talones por toda la calle mientras Arthur se quedaba en su puerta y la azuzaba, sabiendo que yo quería demasiado al animalito para defenderme.

Teníamos estas broncas con frecuencia. Nos manteníamos alejados durante unos días, luego Arthur me llamaba y me invitaba a su casa como si nada hubiera ocurrido, y yo iba.

La Reunión de las Tribus se celebraba en un instituto en las afueras de Seattle. La prueba en la que yo participaba era la de natación. Llevaba una bolsa de viaje con el bañador y una toalla y una muda de ropa para Arthur y otra para mí con el fin de que nuestros uniformes no nos delataran cuando esa tarde saliéramos de Glenvale y empezáramos a hacer autostop en dirección al norte.

Durante la Reunión me mantuve a distancia de Arthur. No quería que me asociaran con él, y no era sólo a causa de lo que planeábamos. El uniforme le hacía bolsas y no tenía adornos, y su actitud era despectiva. Se quedaba al margen de las pruebas y hacía comentarios sarcásticos. No parecía un explorador serio. Yo sí. Yo tenía graduación de Estrella. Llevaba un uniforme nuevo y tenía muchas cosas que poner en él. La insignia del jefe de patrulla. La Orden de la Flecha. Un fajín con varios distintivos de mérito. Al ver mis distintivos de mérito, se habría pensado que podía dejarme caer en cualquier parte, en cualquier estación del año, tal y como estaba, y en nada de tiempo habría improvisado un refugio, encendido un fuego y atrapado un animal para la cena. Se habría pensado que era capaz de navegar guiándome por las estrellas. Nombrar los árboles. Encontrar, en cualquier terreno, exactamente las plantas que me alimentarían y preparar con ellas una ensalada deliciosa.

Y era verdad que podría haber hecho algunas de esas cosas. Los detalles comenzaban a borrarse no bien conseguía los distintivos, pero había aprendido una cierta competencia y facilidad para desenvolverme en el bosque. Era un don de inapreciable valor. Pero yo no lo intuía entonces. Entonces lo que me interesaba fundamentalmente era cubrirme con suficientes insignias como para parecer listo, cosa que, a mi modo de ver, había conseguido.

Las pruebas de natación se celebraron por la mañana. Yo quedé eliminado después de las dos primeras pruebas clasificatorias. Esto me sorprendió, aunque no debiera haberme sorprendido: siempre me eliminaban. Pero empezaba cada competición creyendo que iba a ganar y la terminaba creyendo que debería haberla ganado, que yo era el mejor nadador entre los presentes. Después de ser eliminado pasé largo rato en la ducha sintiéndome deprimido, luego di una vuelta para ver las otras pruebas.

La gran sensación de la Reunión de ese año era la competición de ejercicios en formación cerrada. Estaba dominada por una tropa de Ballard capitaneada por un jefe que llevaba una gorra negra con cordoncillo plateado y una chaqueta de aspecto militar con galones. Era un uniforme que yo no había visto nunca y que tampoco volvería a ver. Su tropa llevaba las perneras del pantalón metidas dentro de unas botas negras relucientes. También lucían gorras negras. Sus botas resonaban sobre el asfalto cuando la tropa marchaba arriba y abajo del patio que había detrás de la escuela. El jefe les gritaba órdenes con voz dura mientras les observaba con una expresión fiera e imperiosa.

Ni nuestra tropa ni la mayoría de las otras tenía un equipo de instrucción. Sólo había cinco o seis equipos más y a todos los aventajaba claramente la tropa de Ballard. Eran todo eficacia, estos chicos de Ballard, resueltos, erguidos, inexpresivos, sensibles únicamente a la voz de su jefe. Atrajeron a una multitud. Vi a Dwight al otro lado del patio frotándose la mandíbula con actitud pensativa.

—Vaya hatajo de gilipollas —dijo Arthur.

No le respondí.

Perdieron la competición, descalificados por llevar gorras y botas no reglamentarias. El público abucheó a los jueces; la tropa de Ballard había ganado sin el menor esfuerzo. Su jefe montó en cólera. Echó pestes de los jueces y tiró su gorra al suelo, y como los jueces no cedieron se llevó a su tropa del patio y se negó a hacerlos formar de nuevo para la ceremonia de los premios.

Más tarde vi a tres chicos de la tropa de Ballard en la cafetería. Tenían aspecto fuerte con sus uniformes. Me senté en su mesa y les dije que pensaba que les habían hecho una faena y ellos dijeron que sí y nos pusimos a hablar. A lo largo de muchas de estas Reuniones yo había desarrollado un talento de congresista sociable para «establecer lazos» con los chicos de otras tropas. Les pedía detalles sobre los lugares donde vivían como si fueran naturales de Groenlandia o de Samoa. Les daba mi nombre y apuntaba los suyos en pedazos de papel que hacían que mi cartera acabase redonda como un puño.

Utilicé mi encanto con estos chicos de Ballard y al poco rato éramos íntimos amigos. Les conté algunas de mis historias asombrosas, como la del loco fugado del manicomio que había dejado su gancho colgado del picaporte de la portezuela del coche de Bobby Crow, y ellos me contaron algunas de las suyas. Eran muy amigos del primo de un tipo que había perdido la picha en un accidente de coche. Se había estrellado con su descapotable contra un árbol y su novia había salido despedida y se había quedado colgada de las ramas. Cuando la policía la bajó de allí le encontraron en la boca la polla del tipo. Si no les creía podía preguntarle a cualquiera de Ballard.

Cuando se nos acabaron las historias reales contamos chistes. La silla de montar de plata. El ojo de cristal y la pata de palo. El batido chino. Uno de ellos me preguntó si fumaba.

—¿Que si fumo? —dije— ¿Es católico un oso? ¿Caga el papa en el bosque?

—Vámonos.

Los cuatro salimos fuera y nos sentamos debajo de unos árboles al lado del campo de fútbol. Vi que Arthur venía hacia nosotros. Se detuvo bajo la meta. No podía creer que me hubiera seguido hasta aquí. Los chicos de Ballard también se fijaron en él.

—¿Quién es ese? —preguntó uno de ellos.

—Un chico cualquiera —dije.

—¿De tu tropa?

Asentí con un movimiento de cabeza.

—¿Cómo se llama?

—Arthur.

—¿Como el rey?

Todos nos reímos.

El chico de Ballard levantó un paquete de Hit Parades.

—Eh, Arthur —gritó—. ¿Quieres un pito?

Arthur negó con la cabeza. Se metió las manos en los bolsillos y miró hacia otro lado. Después de un rato se alejó despacio en dirección a la escuela.

El chico de Ballard pasó los Hit Parades. Sacó otro paquete más pequeño y me lo dio: era un paquete de seis preservativos Trojans. Saqué la única goma envuelta en papel de plata que quedaba dentro, la miré, volví a ponerla en la caja y se la devolví.

—Anoche estaba llena —dijo él.

Fumamos unos cigarrillos y luego volvimos a la escuela para que nos llevaran a Glenvale, donde nos citamos junto a la montaña rusa. En cuanto subí al coche, Dwight empezó a hablar de lo bueno que era el equipo de instrucciones de Ballard y de que nuestra tropa necesitaba algo así, algo que realmente la convirtiera en una fuerza con la que fuera difícil competir. Siguió con el tema hasta que llegamos a Glenvale. Me bajé del coche mientras él seguía hablando y le dije que le vería más tarde. Él se fijó en la bolsa de viaje que llevaba.

—¿Para qué necesitas eso? —me preguntó.

—Está bien —dije vagamente, y me alejé del coche pensando que me llamaría, pero no lo hizo.

Los tres chicos de Ballard estaban ya en la cola para subir a la montaña rusa. Ese día las vueltas eran gratis. Todo era gratis excepto la comida y los juegos de azar. Mientras esperábamos en la cola comparamos a las nenas de Ballard con las nenas de Concrete y comentamos sobre las diversas víctimas de la montaña rusa de las que teníamos conocimiento personal. Arthur se quedó parado a cierta distancia observándome. Finalmente se acercó y me preguntó cuándo quería que nos fuésemos.

—Dentro de un rato —le contesté.

—Creo que deberíamos irnos ya.

—Dentro de un rato.

Uno de los chicos de Ballard le ofreció a Arthur un puesto en la cola, pero él negó con la cabeza y se apartó. Seguía esperando cuando me bajé de la montaña rusa y esperó de nuevo cuando los chicos de Ballard y yo nos pusimos otra vez en la cola. Esperó durante toda la tarde, siguiéndonos de una atracción a otra. Me miró cuando invité a los otros en el puesto de refrescos, separando alegremente de mi fajo los billetes. Cuando nos encaminamos hacia el paseo central nos siguió y se acercó a mí otra vez mientras uno de los chicos de Ballard lanzaba dardos.

—Creí que nos íbamos a Alaska —dijo.

—Y nos vamos.

—Ya, pero ¿cuándo?

—Escucha, nos vamos a ir, ¿de acuerdo? Qué latazo. Ten paciencia.

Yo también lancé dardos. Tiré aros. Arrojé balones de béisbol a botellas de leche cargadas. Probé mi fuerza. Y luego me paré en el puesto de blackout.

Blackout era un juego que no conocía, pero parecía tirado. Por un cuarto de dólar te daban un cartón dividido en varias secciones y tres discos metálicos grabados con símbolos. Si los símbolos de un disco coincidían de una manera determinada con los símbolos de una sección, podías poner el disco sobre esa sección. Recibías puntos de acuerdo con la configuración de los discos sobre el cartón y la suma de estos puntos te daba derecho a unos premios que estaban colocados en estantes contra la pared del fondo de la caseta: ceniceros, pisapapeles, dogos de porcelana en el estante inferior; guantes de béisbol, animales de peluche, encendedores en forma de pistola, radios reloj, estiletes, pulseras de identificación en el siguiente; y así sucesivamente hasta llegar al más alto, que era donde tenían los premios grandes. Televisores portátiles. Prismáticos. Cámaras. Sortijas de oro con brillantes. Collares con brillantes sobre cadenas de oro, enroscados descuidadamente entre los otros premios. Relojes de oro. Y, sujetos a cada uno de estos premios con una cinta, un billete de cien dólares enrollado.

Los dos hombres que estaban detrás del mostrador nos vieron mirar los premios. Smoke y Rusty, así se llamaban. Rusty era delgado y nervioso. Smoke era un tipo gordo y sonriente, con los dientes muy separados. Resultó que Smoke también había sido explorador, así que, en recuerdo de los viejos tiempos, nos permitió jugar una partida gratis a cada uno. Rusty trató de disuadirle, pero Smoke insistió. Era tan fácil como parecía. Dos de los chicos de Ballard ganaron pisapapeles y yo saqué suficientes puntos para una pulsera de identificación. Rusty estaba cogiéndola cuando Smoke mencionó como por casualidad que si queríamos otra oportunidad nos dejaría conservar los puntos que ya habíamos conseguido y sumarlos para ganar un premio mayor. Los chicos de Ballard no tenían dinero, así que cogieron sus pisapapeles, pero yo saqué un cuarto de dólar y le dije a Smoke que me diera discos. Esta vez me acerqué bastante a lo que necesitaba para una radio reloj.

—¿Puedo conservar los puntos otra vez? —pregunté.

Smoke y Rusty se miraron.

—Ni hablar —dijo Rusty—. El jefe nos mataría.

—Que le den por saco al jefe —dijo Smoke—. El jefe no está aquí.

Smoke me dio discos otra vez. Creí que había ganado los puntos que necesitaba, pero Smoke dijo:

—Lo siento, Jack. Monta Estrella.

—¿Monta Estrella?

—Eso es. Monta Estrella, ¿Ves esta estrella de aquí? Tienes una en esa sección también. Eso quiere decir que tienes que montarla. Monta resta cuarenta puntos. Pero has estado a punto, Jack.

Le pregunté si podía volver a intentarlo.

Smoke se inclinó sobre el mostrador y miró arriba y abajo del paseo central.

—No le veo. ¿Qué te parece? —le preguntó a Rusty.

—Vale, pero date prisa —contestó Rusty—. Como nos pille se nos va a caer el pelo.

—Será mejor que hagas cuádruples —me dijo Smoke.

—¿Cuádruples?

Yo tenía la cartera abierta. Smoke cogió un billete de dólar y dijo:

—Eso es. De esta manera sacas cuatro veces más puntos. Así la cosa va más rápido.

Me pasé con mucho de lo que necesitaba para la radio reloj. Llegué casi a los prismáticos. Smoke dio un grito de alegría, pero Rusty puso mala cara.

—¿Es que quieres regalarlo todo? —dijo.

—¿Puedo hacer cuádruples otra vez? —pregunté.

Smoke dijo que sí. También dijo que podía jugar dos cartones si quería y el segundo cartón tendría el mismo número de puntos que el que estaba jugando en ese momento. Eso me daría la oportunidad de ganar dos premios grandes en lugar de uno sólo.

—Maldita sea, Smoke —dijo Rusty.

Yo estaba mirando el contenido de mi cartera. Smoke sacó un par de billetes de uno y me dio seis discos del montón, tres para cada cartón. Los chicos de Ballard se apretujaron a mi alrededor para ver cómo me iba.

—¡Lo conseguí! —grité.

Smoke negó con la cabeza.

—Casi, muchacho. Multa de Luna. La Multa de Luna debería costarte cincuenta puntos, pero creo que podemos dejarlo en treinta. ¿Tú qué dices, Rusty?

Rusty refunfuñó. Finalmente dijo que valía. Por sugerencia de Smoke abrí otro cartón y subí las apuestas de cuádruples a dobles cuádruples.

—Vigila por si viene el jefe —dijo Smoke.

—Venga, adelante —dijo Rusty.

—Mierda —dijo Smoke—. Arenas Movedizas de Texas. Casi lo consigues, Jack.

Los chicos de Ballard me animaron a seguir. Abrí dos cánones más y jugué los cinco por dobles cuádruples. Mi puntuación subió en Copos de Nieve de Carolina y Ruedas de Brujo, luego bajó otra vez en Plátano Partido, Corazones Solitarios y diamantes Negros. Dejé la cartera sobre el mostrador y Smoke iba cogiendo lo que debía a medida que me daba los discos. Me faltaban un par de puntos para ganar todo el estante superior cuando Smoke empujó la cartera hacia mí.

—Te has quedado un poco corto, Jack.

Estaba vacía.

Yo sabía que los chicos de Ballard no tenían dinero. Arthur me observaba desde su puesto entre la gente que se había congregado en torno a la caseta, pero él tampoco tenía dinero. Le pregunté a Smoke si podía intentarlo una vez más.

—Lo siento, Jack. Si no pagas, no juegas.

—¿Sólo una? Por favor...

Sus ojos miraron más allá de mí. Sonrió a los chicos que estaban mirando.

—Lo habéis visto ahora mismo —dijo—. Este muchacho ha estado a punto de llevarse todos los premios. Tú, pelirrojo, sí, tú, no seas tímido, ven, acércate. A la primera partida invita la casa. Yo también fui explorador.

—¡Nada de partidas gratis! —dijo Rusty—. El jefe nos matará.

—Por favor, Smoke —dije.

Aún sonriendo, barajó los discos. No es exactamente que no me hiciera caso; yo ni siquiera estaba allí.

—Toma —me dijo Rusty, y empujó algo hacia mí—. Móntate en una de las atracciones o algo así.

Era un animal de peluche, un cerdo grande y rosa, con las pezuñas negras y una anilla en la nariz. Me lo llevé por el paseo central mientras iba andando con los chicos de Ballard, incapaz de hablar debido al nudo que tenía en la garganta. Los sonidos me llegaban desde lejos. Flotaba sin conciencia de movimiento. Anduvimos de acá para allá. En un momento dado los chicos de Ballard se montaron juntos en una atracción y los perdí. Ni siquiera llegué a apuntar sus direcciones.

Cuando el parque cerró me quedé junto a la puerta con algunos otros exploradores de mi tropa. Aparte de mí, todos habían venido a Seattle esa mañana en grupos de cinco o seis con un padre o una madre que tenían parientes a quienes podían visitar hasta la hora de regresar a casa. Dwight y yo habíamos venido solos.

Mientras esperábamos a que nos recogieran traté de convencer a Arthur de que se viniera con nosotros. Sabía que Dwight estaría borracho y no quería ir solo con él. Pero Arthur se negaba a hablar conmigo. Mientras yo le hablaba él miraba hacia otro lado. Le supliqué desvergonzadamente y al fin dijo:

—¿Por qué iba a hacerlo?

—Yo lo haría por ti —dije.

—Ja —dijo.

Pero era verdad y él lo sabía. Después de un rato, dijo:

—Una actuación extraordinaria, Wolff. Verdaderamente extraordinaria.

Fuimos de los últimos en marcharnos. Cuando vi venir el coche le tendí el cerdo a Arthur. No había podido encontrar una explicación que lo justificara.

—Toma —le dije—. Puedes quedártelo.

—¿Y para qué quiero yo esa cosa?

—Anda, cógelo. Por favor.

—Vaya, estamos muy corteses esta noche, ¿no? —dijo.

Pero lo cogió. Y eso fue lo que Dwight se quedó mirando mientras andábamos hacia él bajo la luz de los faros, este resplandeciente cerdo rosa que llevaba el mariquita de Arthur Gayle. Y como si supiera cómo describiría Dwight la escena luego, Arthur, que le despreciaba, sonrió y movió las caderas y dio saltitos a cada paso del recorrido.