Capítulo 5
Vivíamos en una pensión en la zona oeste de Seattle. Por las noches, si mi madre no estaba demasiado cansada, dábamos paseos por el barrio, parándonos delante de distintas casas para considerarlas como candidatas para una futura compra. Nos gustaban las más grandes y pretenciosas y despreciábamos las de una sola planta y las adosadas, todo lo que oliera a ahorro. Elegíamos casas medio enmaderadas, casas con columnas, casas con arbustos esculpidos en el jardín delantero. Luego regresábamos a nuestro cuarto, donde yo leía novelas acerca de heroicos perros collies mientras mi madre practicaba taquigrafía y mecanografía para no quedarse atrás en su nuevo empleo.
Nuestra habitación estaba en un ático reconvertido. Tenía dos camas de campaña y entre ellas, debajo de la ventana, una mesa de despacho y una silla. Olía a moho. El papel amarillo era nuevo pero estaba mal puesto y ya empezaba a rizarse en los bordes. Era la clase de habitación en la que se despiertan los detectives de las películas de serie B, maniatados y amordazados, después de que les hayan echado una droga en la copa.
La pensión estaba llena de viejos y de hombres que probablemente sólo parecían viejos. Además de mi madre, había únicamente otras dos mujeres. Una era una secretaria que se llamaba Kathy. Era joven, más bien fea y tímida. Se quedaba en su cuarto la mayor parte del tiempo. Cuando la gente se dirigía a ella, les miraba con expresión de estarse ahogando y luego les pedía en un susurro que repitieran lo que habían dicho. A medida que pasaba el tiempo, su embarazo empezó a hacerse perceptible a través de la ropa suelta que llevaba. No parecía haber ningún hombre en su vida.
La otra mujer era Marian, la encargada. Marian era grande y chillona. Sus brazos eran tan gruesos como los de un hombre, y cuando golpeaba la masa para las empanadas de carne temblaba toda la cocina. Marian salía con un sargento de infantería de marina de Bremerton que era aún más grande que ella pero más dulce y con una voz más suave. Él había estado en el Pacífico durante la guerra. Como yo le perseguía para que me contara cosas de esa época, acabó enseñándome un álbum de fotografías que había hecho. La mayoría de las fotos eran de compañeros suyos. Doc, un hombre con gafas; Curty, un tipo calvo; Jesús, un tipo con barba. Pero también había fotos de cadáveres. Su intención era asustarme con estas fotos para que dejara el tema, pero sólo consiguió interesarme más. Finalmente, Marian me dijo que dejara de molestarle.
Marian y yo nos desagradábamos mutuamente. Más tarde encontramos razones para ello, pero nuestro desagrado era instintivo y misterioso. Yo trataba de disimular el mío con un meloso chorreo de sí señoras y no señoras y ofrecimientos de ayuda. Marian no se dejaba engañar. Sabía que yo no era el joven caballero que fingía ser. Ella salía mucho para hacer recados y a veces me veía en la calle con mis amigos, malas compañías, a juzgar por su aspecto. Sabía que yo me peinaba de modo diferente después de salir de casa y que me arreglaba la ropa de otra manera. Una vez, al pasar en el coche junto a nosotros, me gritó que me subiera los pantalones.
Mis amigos eran Terry Taylor y Terry Silver. Los tres vivíamos con nuestras madres. El padre de Terry Taylor estaba destinado en Corea. Hacía dos años que había terminado la guerra, pero él aún no había vuelto a casa. La señora Taylor había llenado la casa de fotos de él, retratos de graduación, instantáneas con y sin uniforme, siempre solo, apoyado contra un árbol, de pie delante de una casa. El cuarto de estar era como un santuario; de no haber sabido que no era así, uno habría pensado que no había sobrevivido a Corea y que había muerto allí como un héroe, cosa que tal vez era lo que la señora Taylor había supuesto que ocurriría.
Este ambiente sepulcral se debía en gran medida a la presencia de la propia señora Taylor, una mujer alta y encorvada de ojos hundidos. Se pasaba el día entero sentada en su cuarto de estar fumando sin cesar y mirando por la ventana con un aire de indecible tristeza, como si supiera cosas que ningún ser humano podría soportar. A veces llamaba a Taylor, le rodeaba con sus largos brazos, cerraba los ojos y murmuraba con voz ronca:
—¡Terence! ¡Terence!
Con los ojos aún cerrados, volvía la cabeza y le apartaba de sí resueltamente.
Silver y yo vimos inmediatamente el potencial de esta escena y la representábamos a menudo, tan a menudo que podíamos hacer que a Taylor se le llenaran los ojos de lágrimas sólo con decir:
—¡Terence! ¡Terence!
Taylor era un chico soñador y demasiado sensible que lloraba con facilidad, una debilidad que trataba de disimular cometiendo los más atroces actos de vandalismo. Había comparecido una vez ante un tribunal de menores por romper ventanas.
La señora Taylor tenía también dos hijas, las dos mayores que Terry y llenas de desdén hacia nosotros y todos nuestros actos.
—Oh, Dios mío —decían al vernos—. Mira lo que ha traído el gato.
Silver y yo soportábamos sus insultos mansamente, pero Taylor siempre tenía una respuesta.
—¿Te duele la cara? —decía— Me parecía, porque hace daño a la vista.
—¿Es de pelo de camello ese jersey? Me pareció ver dos jorobas.
Pero ellas siempre tenían la última palabra. Para ser chicas no eran nada extraordinario, pero eran chicas, y por este hecho estaban autorizadas a juzgarnos. Eran capaces de hacer que nos encogiéramos sólo con poner los ojos en blanco. Silver y yo les teníamos miedo, y el ambiente funerario de la casa nos desconcertaba. La única razón por la que íbamos allí era para robarle cigarrillos a la señora Taylor.
A mi habitación no podíamos ir. Phil, el dueño de la pensión, no podía ver a los niños. Le alquiló la habitación a mi madre sólo porque ella le prometió que yo no haría ruido y que nunca llevaría a otros niños a la casa. Phil estaba siempre allí, apestando a tabaco de mascar y escupiendo chorros de saliva negra en una taza de hierro esmaltado desportillada que llevaba consigo a todas partes. Phil había sufrido en el incendio de un almacén quemaduras graves, que le habían dejado la piel suave como una ampolla y dotada de un furioso resplandor, como si el fuego ardiera aún dentro de él. Los dedos de una mano se le habían quedado unidos.
Tenía razón al no desear que yo anduviera por allí. Cuando nos cruzábamos en el vestíbulo o en las escaleras, yo no podía apartar mis ojos de él y él no veía en ellos ni compasión ni amabilidad, sino sólo repugnancia. Él respondía tocándome constantemente. Sabía que no debía hacerlo, pero no podía contenerse. Me tocaba en los hombros, en la cabeza, en el cuello, usando todos los gestos del afecto paternal mientras medía mi horror con una mirada fría y amarga, con lo cual se provocaba un nuevo dolor como si no tuviera elección.
Mi casa estaba prohibida y la de Terry Taylor estaba llena de duendes, así que generalmente acabábamos en el piso de Silver. Era hijo único, listo, flaco, malicioso, un cobarde descarado cuando su bocaza nos metía en líos. Su padre era chantre y vivía en Tacona con su nueva esposa. Su madre trabajaba el día entero en la Boeing. Esto quería decir que teníamos el piso para nosotros solos durante horas seguidas.
Pero primero hacíamos las rondas. Al salir de la escuela, seguíamos a las chicas a una prudente distancia y ofrecíamos comentarios brillantes. Entrábamos y salíamos de las tiendas, birlando todo lo que no estuviera detrás de un cristal. Nos deslizábamos cuesta abajo por las colinas cercanas a Alkai Point sobre triciclos robados, de pie en el sillín para saltar en el último momento y dejar que se estrellaran contra los coches aparcados. A veces, si teníamos dinero, tomábamos el autobús que iba al centro y paseábamos por Pioner Square, sorteando borrachos, para mirar armas de fuego en las casas de empeño. Para los tres la Luger era el arma preferida; nuestra pasión por esta pistola era profunda y casi la única pasión que admitíamos. En presencia de una Luger dejábamos de darnos empujones, como hacíamos continuamente, y nos quedábamos con los ojos como platos.
La televisión se ocupaba mucho de los nazis por entonces. Todas las semanas mostraban nuevos horrores, siempre con un sombrío narrador para recordarnos que aquello no era ficción sino historia real, que lo que estábamos viendo había sucedido de verdad y podía volver a suceder si no nos manteníamos en estado de vigilancia. Estos programas acababan siempre igual. Vistas aéreas del Berlín en ruinas. Sonrientes soldados norteamericanos haciendo salir a la soldadesca aria derrotada de sus escondrijos en establos, cuevas o alcantarillas. Himmler, muerto en una celda; Hess, con sus ojos hundidos, en Spandau. El ya espumeante narrador exclamando jactancioso: «¡Así fue derribada la presuntuosa águila prusiana!» y «¡De esta forma el pequeño Führer y sus matones tuvieron que dar media vuelta y salir corriendo, renunciando para siempre a su sueño del Reich de los mil años!»
Pero estos vislumbres de humillación y derrota duraban sólo unos minutos. Iban añadidos al final para hacer creer que el propósito del programa era celebrar la victoria del bien sobre el mal. Nosotros percibíamos este fraude, por supuesto. Veíamos que el verdadero propósito era ensalzar los enérgicos uniformes, los veloces Mercedes de los oficiales, los grandes desfiles, los miles de botas marchando al unísono sobre calles empedradas mientras las banderas ondeaban sobre las cabezas y unas voces fuertes cantaban canciones que nos alteraban la sangre aunque no entendíamos una palabra. El propósito era ver a los Stukas salirse de la formación y picar sobre ciudades en llamas, a los tanques abrir agujeros en los edificios, a hombres con Lugers y perros dando órdenes a la gente. Estos programas nos instruían aún más en la fe que habíamos empezado a sostener: que las víctimas eran despreciables, por mucho que la gente fingiese que no era así; que es más divertido estar dentro que fuera, ser arrogante que ser amable, estar con la multitud que estar solo.
Terry Silver tenía un brazalete nazi que él juraba que era auténtico, aunque cualquiera podía ver que se lo había hecho él mismo. No bien llegábamos a su piso, Silver sacaba el brazalete del sitio donde lo escondía y se lo ponía. Entonces empezaba a pavonearse y a tratarnos a Taylor y a mí como a lacayos. Se lo permitíamos a causa de los caramelos que la señora Silver dejaba en cuencos de cristal, a causa del televisor y porque sin Silver, que nos decía lo que teníamos que hacer, nos veíamos reducidos a deambular por las aceras y tirar piedras a los letreros con desgana.
Primero hacíamos unas llamadas telefónicas. Taylor y yo escuchábamos por la extensión que había en el dormitorio de la señora Silver mientras éste hablaba. Buscaba en la guía nombres que parecían judíos y les chillaba en un alemán macarrónico. Ordenaba verdaderos banquetes de comida china a nombre de su padre y su madrastra. A veces llamaba a los padres de chicos que no le caían bien e imitaba la voz y la actitud de un adulto preocupado —profesor, entrenador, consejero— que llamaba para preguntar si había algún problema en casa que pudiera explicar el extraño comportamiento de Paul en la escuela el otro día. Silver nunca se reía, nunca se delataba. Cuando sonaba particularmente plausible y cortés, Taylor y yo teníamos que meternos en la boca la colcha de la señora Silver y aporrear el colchón con los puños.
Luego, empujándonos con las caderas para hacernos sitio, los tres nos situábamos muy apretados delante del espejo de cuerpo entero de la señora Silver para peinarnos y practicar el parecer superiores. Llevábamos el pelo largo por los lados, peinado hacia atrás en forma de cola de pato. El pelo de arriba nos lo peinábamos hacia el centro y luego hacia delante, con unos rizos pringosos cayendo sobre la frente. Mi madre detestaba este peinado y me prohibía llevarlo, lo que significaba que lo llevaba a todas partes menos en casa, manteniendo la diferencia entre los dos estilos a base de pegotes de cera Butch, que me dejaba el pelo brillante y duro y la frente orlada de pequeños granitos.
Con cigarrillos sin encender colgando de la comisura de la boca, los párpados a media asta, nos examinábamos en el espejo. Rizos pringosos. Los pantalones colocados bajos en las caderas, los cinturones estrechos blancos con la hebilla puesta a un lado. Camisas con las mangas tres cuartos. El cuello levantado por la nuca. Deberíamos haber tenido un aspecto superior, pero no lo teníamos. Silver parecía demacrado. Tenía los ojos saltones y la nuez prominente, sus brazos salían de las mangas como lápices con guantes pegados en la punta. Taylor tenía los ojos líquidos, las largas pestañas y la cara ancha e inexpresiva de una vaca. Mi aspecto tampoco era nada sensacional. Pero en realidad no era nuestro físico lo que nos hacía inferiores. La superioridad no exigía algo tan evidente. Como el ajedrez o la música, la superioridad reclamaba a los suyos por un misterioso impulso de reconocimiento. La inferioridad hacía lo mismo. A nosotros nos había reclamado la inferioridad.
A las cinco de la tarde encendíamos la televisión y veíamos El Club del Ratón Mickey. Quedaba entendido que todos estábamos locos por Annette. Ésta era nuestra excusa para ver el programa, y en mi caso era parcialmente verdad. Tenía ciertas ideas acerca del gran mundo al que pertenecía Annette y quería un sitio en ese mundo. Lo quería con toda la febril y paralizante hambre del primer amor.
Al final de cada programa la cadena local nos daba la dirección para la correspondencia de los mosquerratoneros. Yo había empezado a escribirle a Annette. Al principio me describí más o menos en los mismos términos en que lo había hecho en mis cartas a Alice, que ya era agua pasada, con la diferencia de que, en lugar de tener un rancho, ahora mi padre, el capitán Wolff, era propietario de una flota de barcos pesqueros. Yo era primer oficial y además se me daba muy bien tirar de los peces más grandes haciendo girar el carrete. Le daba a Annette descripciones muy detalladas de mis enfrentamientos con los tipos más revoltosos con los que tropezaba. También la invitaba a pensar en lo bien que podría pasárselo si visitaba Seattle. Le decía que teníamos mucho sitio. No le decía que tenía once años.
Recibí unas cuantas respuestas oficiales animándome a crear un club de admiradores de Annette. En otras palabras, que organizara mi competencia. Iban listos. Pero cuando subí la apuesta en las cartas que le dirigía, dejaron de contestarme por completo. El Estudio Disney debía de tener una especie de servicio secreto que controlaba la correspondencia de los mosquerratoneros en busca de sentimientos y declaraciones inadecuados. Cuando tacharon mi nombre de la lista de corresponsales probablemente lo incluyeron en alguna otra. Pero Alice me había enseñado a vencer la timidez. Seguí escribiéndole a Annette y empecé a imaginar que tenía un terrible accidente delante de su casa en el que casi me mataba y que me dejaba dependiente de sus cuidados y compasión, los cuales con el tiempo se transformaban en admiración y amor...
En cuanto aparecía en el programa —¡Hola, soy Annette!—, Taylor empezaba a gemir y Silver lamía la pantalla con la lengua.
—Ven aquí, nena —decía—. Tengo quince centímetros de carne ardiente para ti.
Todos decíamos cosas así —era una formalidad—, luego nos callábamos y veíamos el programa. Nuestra absorción era completa. Nos ablandábamos. Nos rendíamos. Nos uníamos al club. Taylor se olvidaba de sí y se chupaba el pulgar, y Silver y yo no nos metíamos con él. Veíamos cómo los mosquerratoneros se entusiasmaban por proyectos saludables y tenían lacrimógenas aventuras y hablaban de sus sentimientos y no nos reíamos de ellos. Tampoco nos reíamos de ellos cuando decían cosas agradables sobre sus padres o cuando se mostraban corteses los unos con los otros, o cuando decían: «Hola, pandilla...» Veíamos cada minuto con los ojos brillantes en la luz azulada y continuábamos con la mirada clavada en la pantalla después de que cantaran el himno y dieran paso a los anuncios de pasta de dientes y de caramelos. Luego, parpadeando y azorados, nos levantábamos y decíamos barbaridades acerca de Annette.
Algunas veces, cuando se acababa El Club del Ratón Mickey, subíamos a la azotea. La casa de pisos de Silver daba a California Avenue. Aunque la calle tenía mucho tráfico, elegíamos nuestros blancos con cuidado. La mayoría de los días no tirábamos nada en absoluto. Pero de vez en cuando aparecía alguien que no tenía la menor oportunidad de pasar indemne por delante de nosotros, como el hombre del Thunderbird.
Los Thunderbird sólo llevaban un año en la calle, desde 1955, y porque eran nuevos y no había muchos se les consideraba algo más superiores que los Corvette. Era a media tarde. El Thunderbird estaba holgazaneando delante de la luz roja del cruce, y desde nuestro puesto detrás del parapeto oíamos la canción que sonaba en la radio —Over the Mountains and across the Seas— y oíamos también, por debajo de la música, el potente ronroneo del motor. La carrocería negra brillaba como obsidiana. De los tubos de escape gemelos salían nubecillas de humo azul. La capota estaba retirada. Veíamos el cuero rojo de la tapicería y al hombre rubio con chaqueta de esmoquin sentado en el asiento del conductor. Era joven y guapo y fresco. Casi podíamos oler el Listerine de su aliento y el Menem de sus mejillas. Le teníamos justamente debajo. Con la palma de la mano izquierda llevaba el ritmo de la canción sobre el volante. El brazo derecho descansaba en el respaldo del asiento vacío a su lado, que no estaría vacío mucho tiempo. Iba camino de recoger a alguien.
No conferenciamos. Una mirada fue suficiente para ver que él era todo lo que nosotros no éramos, su vida una cadena de satisfacciones que no teníamos la menor esperanza de lograr en ningún futuro al que pudiéramos aspirar en serio.
El primer huevo dio en la acera a su lado. El segundo, en el parachoques delantero. El tercero dio en el portaequipajes y le salpicó en los hombros, el cuello y el pelo. Miramos justo el tiempo suficiente para comprobar los daños antes de esconder las cabezas. Pasó un momento. Luego un aullido se elevó hacia el cielo. Sin palabras, únicamente un solitario grito de incredulidad. Seguíamos oyendo la música que venía de su radio. La luz debía de haber cambiado, porque sonó un claxon una vez, y otra, y alguien gritó algo y otra voz contestó ásperamente, y la canción se perdió de pronto en el ruido de los motores.
Nos retorcimos tirados por el suelo durante un rato. Justo cuando nos disponíamos a bajar al piso de Silver, el Thunderbird chirrió al volver la esquina del bloque de pisos. Oíamos al conductor maldiciendo. El coche avanzaba lentamente hacia el semáforo, quemando gasolina ruidosamente. Cuando pasó por debajo nos asomamos otra vez al parapeto. El conductor iba examinando las aceras con bruscas y furibundas sacudidas de cabeza. Al parecer, no tenía ni idea de dónde habían venido los huevos. Le tiramos más. Uno dio en el capó haciendo mucho ruido, otro aterrizó en el asiento de al lado del conductor, el último estalló en el salpicadero. Cubierto de huevo y de cáscaras, se alzó en el asiento y rugió.
Hubo más bocinazos en el semáforo. De nuevo se marchó y de nuevo volvió, aún rugiendo. Quedaban seis huevos en el envase. Cogimos dos cada uno. Silver se arrodilló junto al parapeto, arriesgándose a lanzar unas apresuradas miradas a la calle mientras mantenía un brazo extendido hacia atrás para contenernos hasta el momento oportuno. Entonces nos hizo señas furiosamente y nos acercamos a él, soltamos nuestros huevos y nos agachamos antes de que dieran en el suelo. El conductor estaba mirando al edificio de enfrente; nunca llegó a vernos. Oímos que los huevos se estrellaban en la acera y se estampaban contra el coche. Esta vez no hubo grito de protesta. El silencio me hizo sentirme incómodo y en mi incomodidad le sonreía a Silver, pero él no me sonrió. Tenía la cara colorada y crispada por la ira, como si fuese él quien había sido atacado y humillado. Estaba fuera de sí. Respirando ruidosamente, apretando y aflojando las mandíbulas, se asomó sobre el parapeto, puso las manos haciendo bocina delante de la boca y gritó una expresión que yo había oído una sola vez, años antes, cuando mi padre se la gritó a un hombre que le había cortado el paso en el tráfico.
—¡Perro judío! —chilló Silver, y otra vez—: ¡Perro judío!