Capítulo 24
Había obtenido buenos resultados en los exámenes que hice en Seattle, Pero poco después de que me llegaran las notas recibí una carta de rechazo de Andover. Luego fue St. Paul’s el que denegó mi solicitud. Luego Exeter. Las cartas eran corteses, aseguraban lamentar lo que tenían que comunicarme y me deseaban buena surte. Choate ni siquiera me contestó.
Estos rechazos me decepcionaron, pero en realidad yo no había contado con estos colegios. Yo contaba con entrar en Deerfield. Cuando recibí su carta me fui para estar solo. Me senté junto al río y la leí. La leí muchas veces, primero porque estaba demasiado aturdido para entenderla bien, luego para tratar de encontrar una palabra o un tono que anulase todo lo demás que decía la carta o que por lo menos me diese una esperanza de apelación. Pero sabían lo que se hacían, la gente que escribía estas cartas. Sabían cómo cerrar la puerta de modo que no quedase ni una rendija, que no brillase ni una raya de luz por los bordes. Comprendí que el juego había terminado.
Más o menos una semana después la secretaria del instituto me hizo salir de una clase para atender una llamada telefónica en su despacho. Me dijo que parecía conferencia. Pensé que podía tratarse de mi hermano, o incluso de mi padre, pero la persona que llamaba resultó ser un antiguo alumno del colegio Hill que vivía en Seattle. Su nombre era señor Howard. Me dijo que el colegio estaba «interesado» en mi solicitud y le había pedido que se entrevistara conmigo. Para tener una charla informal, me dijo. Aseguró que siempre había deseado conocer nuestra parte del estado y eso le daría una buena excusa. Acordamos encontrarnos delante del instituto de Concrete al día siguiente, a la hora en que acababan las clases. El señor Howard dijo que conduciría un Thunderbird azul. No dijo que deseara conocer a mis profesores, gracias a Dios.
—Por encima de todo, no trates de impresionarle —me dijo mi madre cuando se lo conté—. Limítate a ser natural.
Cuando el señor Howard me preguntó dónde podíamos ir para charlar, le propuse que fuéramos al drugstore de Concrete. Sabía que allí habría chicos del instituto y quería que me viesen llegar en el Thunderbird y bajarme con este hombre, que tenía la edad justa para ser mi padre y era diferente de los otros hombres que uno podía ver en el drugstore de Concrete. Sin afectar un aire juvenil, el señor Howard conservaba algo del muchacho que fue. Andaba con paso elástico. Su cara estrecha era vivaz, zorruna. Miraba a su alrededor con cierta expectación, como si estuviera dispuesto a interesarse en lo que veía, y cuando algo le interesaba se permitía demostrarlo. Llevaba traje y corbata. Los hombres que enseñaban en el instituto también llevaban traje y corbata, pero con menos soltura. Siempre estaban tirándose de los puños y pasándose un dedo por dentro del cuello de la camisa. Verlos daba agobio. El señor Howard llevaba el traje y la corbata como si no fuera consciente de que los tenía puestos.
Nos sentamos en una cabina del fondo. El señor Howard pidió batidos para los dos y mientras los bebíamos me preguntó cómo me iba en el instituto de Concrete. Le dije que me gustaban las clases, sobre todo las que exigían mayor esfuerzo, pero que últimamente andaba un poco inquieto. Era difícil de explicar.
—Oh, vamos —dijo él—. Es fácil de explicar. Te aburres.
Me encogí de hombros. No iba a hablar mal de los profesores que habían hablado tan bien de mí.
—En Hill no te aburrirías —dijo el señor Howard—. Eso puedo prometértelo. Pero tal vez lo encontrarías difícil en otros aspectos.
Me habló de sus tiempos allí en los años inmediatamente anteriores a la Segunda Guerra Mundial. Él se había criado en Seattle, donde había sacado muy buenas notas. Esperaba adaptarse fácilmente a la vida de Hill, pero no fue así. El trabajo académico era mucho más duro. Echaba de menos a su familia y detestaba los inviernos nevados de Pennsylvania. Y los chicos de Hill eran distintos de sus amigos, más reservados, más interesados en el dinero y la posición social. El colegio le había parecido un lugar frío. Luego, en su último año, algo cambió. Los miembros de su clase se compenetraron de una forma que él nunca había creído posible, hasta el punto de que eran más como hermanos que como amigos. Era consecuencia, dijo, del simple hecho de compartir la misma vida durante varios años. Esto les convertía en una familia. Así era como consideraba al colegio ahora, como su segunda familia.
Pero lo había pasado mal hasta llegar a ese punto, y algunos de los chicos nunca llegaron a alcanzarlo. A esos mismos chicos probablemente les habría ido bien si se hubiesen quedado en su ciudad natal. Un colegio preparatorio era un mundo en sí mismo, y no un mundo adecuado para todos.
Si con algo de esto pretendía desanimarme, no lo consiguió. Por supuesto que a los chicos les interesaba el dinero y la posición social. Por supuesto que un colegio preparatorio no era para todos; de lo contrario, ¿qué sentido tendría?
Pero puse cara pensativa y dije que era consciente de esos problemas. Mi padre y mi hermano me habían hecho advertencias similares, le expliqué, pero yo estaba dispuesto a soportar lo que fuera preciso con tal de recibir una buena educación.
Al señor Howard pareció hacerle gracia esta respuesta y me preguntó en qué experiencia se basaban las advertencias de mi padre y mi hermano. Le dije que ambos habían ido a colegios preparatorios.
—¿Ah, sí? ¿Dónde?
—Deerfield y Choate.
—Ya.
Me miró con un interés diferente, como yo había esperado que hiciese. Aunque el señor Howard no era un esnob, vi que le preocupaba que yo no encajase en su colegio.
—Mi hermano estudia en Princeton ahora —añadí.
Me preguntó por mi padre. Cuando le dije que mi padre era ingeniero aeronáutico, el señor Howard se animó más. Resultó que había sido piloto durante la guerra y conocía un avión que mi padre había contribuido a diseñar: El P-51 Mustang. Él no había volado en ese aparato, pero conocía hombres que lo habían pilotado. Esto le llevó a recuerdos de sus tiempos de uniforme, los pilotos con los que había servido y las locuras que solían hacer.
—No éramos más que una panda de chiquillos —dijo.
Me hablaba como si yo no fuera un chiquillo sino alguien que podía comprenderle, alguien de su mundo, de su familia incluso. Tenía las manos dobladas sobre la mesa, la cabeza ligeramente inclinada. Yo estaba echado hacia delante para oírle mejor. Nos estábamos llevando realmente bien. Entonces apareció Huff.
Huff tenía una voz peculiar, alta y nasal. Yo estaba de espaldas a la puerta, pero le oí entrar e instalarse en la cabina detrás de la nuestra con otro chico, cuya voz no reconocí. Los dos estaban comentando una pelea que habían visto el fin de semana anterior. Un tipo de Concrete le había partido la nariz a otro de Sedro Woolley.
El señor Howard dejó de hablar. Se echó hacia atrás, parpadeando un poco, como si se hubiera adormilado. Se quedó callado y yo también. Yo no quería que Huff supiese que estaba allí. Huff tenía ciertos rituales de saludo que yo deseaba ansiosamente evitar, y si él se daba cuenta de que me ponía en una situación embarazosa nunca me dejaría escapar. Hundiría mi barco definitivamente. Así que permanecí con la cabeza baja y la boca cerrada mientras Huff y el otro chico hablaban de la pelea y de la chica por la que los otros dos se habían peleado. Luego hablaron de otra chica. Y luego hablaron de comerle el coño. Huff tomó la palabra sobre este tema y no daba señales de dejarlo. Se extendió largamente sobre el asunto. Yo oía a los chicos hablar así constantemente, y yo mismo lo hacía también, pero ahora pensé que era mejor mostrar cierto escándalo. Fruncí el ceño, meneé la cabeza y miré fijamente la mesa.
—¿Nos vamos? —me preguntó el señor Howard.
Yo no quería salir de mi escondite, pero no tenía elección. Me levanté y pasé junto a la cabina de Huff, seguido por el señor Howard. Aunque mantuve la cara vuelta hacia el otro lado estaba seguro de que Huff me vería y mientras me dirigía a la puerta esperaba oírle gritar:
—¡Hola, mamón! El grito nunca llegó.
El señor Howard dio unas vueltas por Concrete antes de llevarme de nuevo al instituto. Sintió curiosidad por la fábrica de cemento y le decepcionó que no pudiera decirle nada sobre el trabajo que se llevaba a cabo en su interior. Estuvo callado unos minutos y luego dijo:
—Deberías saber que un colegio de chicos puede ser un sitio bastante brutal.
Le contesté que sabía defenderme.
—No me refiero a brutalidad física —dijo el señor Howard—. Los chicos hablan de toda clase de cosas. Incluso en un colegio como Hill, cuando un montón de chicos están sentados charlando por la noche no hablan de Shakespeare, Hablan de otras cosas. De sexo, de lo que sea. Y no lo hacen con mucha delicadeza.
No dije nada.
—No puedes esperar que todo el mundo sea un explorador Águila, entiéndeme.
—No lo espero —dije.
—Lo único que quiero decir es que la vida en un colegio de chicos puede resultar un trauma para alguien que ha llevado una vida muy protegida —empecé a contestarle, pero el señor Howard dijo—: Déjame decirte una cosa más. Evidentemente llevas muy bien tus estudios aquí. Con tu expediente y demás deberías poder ingresar en una excelente universidad más adelante. Pero no estoy seguro de que un colegio preparatorio sea exactamente lo que necesitas. Podría acabar haciéndote más mal que bien. Es algo que debes considerar.
Le dije al señor Howard que yo no había llevado una vida protegida y que estaba decidido a conseguir una educación mejor que la que recibía aquí. Al tratar de evitar que se me quebrara la voz acabé hablando en tono enfadado.
—No me malinterpretes —dijo él—. Eres un chico estupendo y me alegrará hacer un buen informe de ti —dijo estas palabras rápidamente, como si las recitara. Luego añadió—: Tienes muchos puntos a tu favor. Pero deberías saber en lo que te estás metiendo.
Dijo que mandaría el informe al colegio al día siguiente, luego tendríamos que esperar a ver qué pasaba. Tenía entendido que yo era uno entre muchos chicos que estaban siendo considerados para ocupar las pocas plazas que aún quedaban.
—Supongo que has enviado solicitudes a otros colegios —dijo.
—Sólo a Choate. Pero preferiría ir a Hill. Hill es mi favorito.
Estábamos aparcados delante del instituto. El señor Howard sacó una tarjeta profesional de su cartera y me dijo que le llamara si quería preguntarle algo. Me aconsejó que no me preocupara, aseguró que, pasara lo que pasara, al final todo saldría bien. Luego me dijo adiós y se marchó. Me quedé mirando el Thunderbird mientras bajaba la cuesta hasta la carretera principal, lo miré como un hombre miraría a una mujer a la que acabase de conocer cuando ésta saliese de su vida llevándose consigo una esperanza de cambio que le había hecho concebir. El Thunderbird tomó hacia el sur al llegar a la carretera y desapareció detrás de unos árboles.