Capítulo 7

Piddletown era un pueblo grande, con varias calles en las que se alineaban casas con techo de bálago, un puñado de tabernas y la plaza del mercado, que fue donde se apearon de la diligencia. Maggie se despidió del cochero, que le deseó buena suerte, aunque luego se echara a reír mientras hacía restallar el látigo junto a la cabeza de los caballos. Cuando la diligencia se marchó, llevándose consigo el bamboleo, el estruendo y el traqueteo que las había acompañado durante el último día y medio, las tres jóvenes se quedaron mudas. A diferencia de Londres, donde la mayoría de los viandantes ni siquiera repararían en ellas, a Maggie le pareció que allí todo el mundo miraba a las recién llegadas.

—Rosie Wightman, ¡parece que no has perdido el tiempo en Londres! —comentó una joven apoyada contra una casa con un cesto de panecillos. A Rosie, que había tenido muchas razones para llorar en los dos años transcurridos desde que abandonara el valle del Piddle aunque nunca lo hubiera hecho, se le saltaron las lágrimas.

—¡Déjala en paz, zorra patizamba! —gritó Maggie. Para sorpresa suya, la otra respondió con una risotada. Maggie se volvió hacia Maisie en busca de una explicación.

—No te entiende —le dijo Maisie—. No están acostumbrados a las maneras de Londres. Déjala. —Tiró a Maggie de la manga para apartarla de las risas que se habían extendido a otros mirones—. Da lo mismo. La gente de Piddletown siempre se ríe de nosotros. Vamos. —Las condujo calle arriba y en pocos minutos salieron del pueblo y tomaron una senda en dirección noroeste.

—¿Seguro que quieres irte de aquí? —preguntó Maggie—. Si necesitas pararte y tener al niño, ahora es el momento de decirlo.

Maisie negó con la cabeza.

—No quiero que nazca en Piddletown. Y estoy bien. Se me ha pasado el dolor. —De hecho cogió decidida la mano de Rosie y las dos echaron a andar, agitando los brazos hacia delante y hacia atrás, por el familiar paisaje de colinas que las llevaría al interior del valle del Piddle. Enseguida empezaron a señalarse hitos del paisaje la una a la otra y a hacer cábalas sobre distintos habitantes de su pueblo, como ya habían hecho todo el tiempo durante los últimos días.

Al principio las colinas se prolongaban mucho y ascendían suavemente, con un amplio cielo por encima de ellas, semejante a un cuenco azul cabeza abajo, y con una vista, durante kilómetros y kilómetros, de crestas verdes y marrones divididas por bosques y setos. El camino seguía recto junto a un seto alto, con matas irregulares de perifollo oloroso que les llegaban a la altura del hombro. Hacía calor y no soplaba el aire, y como el sol caía con fuerza, los insectos zumbaban invisibles y hacían ruidos secos y los perifollos flotaban a su lado. Maggie empezó a tener la sensación de formar parte de un sueño. No había ni ovejas ni vacas en los campos cercanos, ni tampoco gente. Giró por completo sobre sí misma y no consiguió ver ni una casa, ni un establo, ni un arado, ni un abrevadero; ni siquiera una valla. Aparte del camino con sus rodadas, no había nada para indicar que existiera gente y, menos aún, que viviese allí. Tuvo una repentina imagen suya en aquel lugar —tal como podría verla un pájaro que volase muy alto—, convertida en una manchita solitaria de color blanco entre el verde y el marrón y el amarillo. El vacío la asustó: sintió que el miedo se apoderaba de su estómago y le subía por el pecho hasta la garganta, donde se hizo fuerte y amenazó con estrangularla. Se detuvo, tragó saliva, e intentó llamar a las chicas que se alejaban cada vez más camino adelante.

Cerró los ojos y respiró hondo, mientras oía en su interior unas palabras de su padre: «Serénate, Mags. Ésa no es manera de comportarse». Al abrir de nuevo los ojos vio una figura que bajaba de la colina situada frente a ellas. El alivio que la inundó quedó empañado por una nueva preocupación, dado que, como Maggie sabía demasiado bien, un único hombre podía ser el peligro que hacía tan amenazadora la soledad. Se apresuró a alcanzar a sus dos compañeras, que también habían reparado en el caminante. Ninguna de las dos parecía preocupada y, de hecho, estaban acelerando el paso.

—¡Es el señor Case! —exclamó Maisie—. Debe de volver de los Piddles. ¡Buenas tardes! —Le saludó agitando el brazo.

Llegaron a su altura en la parte más baja del valle, justo al lado de un arroyo que corría en la división entre dos campos. El señor Case era más o menos de la edad de Thomas Kellaway, alto, nervudo, con un bulto a la espalda y la zancada larga, uniforme, de alguien que pasa buena parte de su tiempo caminando. Alzó las cejas al reconocer a Maisie y a Rosie.

—¿Volvéis a casa las dos? —preguntó—. No he oído nada sobre eso en los Piddles. ¿Os están esperando?

—No; no saben nada.

—¿Vuelves para quedarte? —le preguntó a Maisie—. Hemos echado de menos tu buena mano. Tengo clientes que piden precisamente los botones que haces tú, ¿sabes?

Maisie se ruborizó.

—Se burla usted de mí, señor Case.

—Tengo que seguir, pero te veré el mes que viene, ¿de acuerdo?

Maisie asintió con la cabeza y su interlocutor continuó por la senda que las tres acababan de recorrer.

—¿Quién era? —preguntó Maggie, siguiéndolo con la vista.

La expresión de Maisie era de afecto, agradecida porque el señor Case no había dicho nada ni había manifestado sorpresa alguna por su embarazo.

—El agente que nos compra los botones; viene a recogerlos todos los meses. Ahora va camino de Piddletown. Había olvidado que es hoy el día que pasa. ¡Es extraño lo deprisa que se olvidan las cosas!

Las chicas tardaron mucho en subir la colina, jadeantes, lanzando resoplidos y deteniéndose con frecuencia. Maggie se encargaba ya de llevarles su modesto equipaje. Mientras descansaban vio la reveladora crispación y el apretar de dientes de Maisie, pero decidió no comentarlo. Pudieron apresurar la marcha al descender la colina antes de subir más despacio la cuesta siguiente. Con aquel sistema de frenar y avanzar hicieron su camino por el valle del Piddle, y Maggie descubrió que el arroyo que cruzaban una y otra vez era el río del mismo nombre, reducido a un hilo de agua por el calor del pleno verano. Aquella noticia le devolvió en parte su antiguo sentido del humor.

—Río. ¡Un río! ¡Podrías meter un centenar de Piddles en el Támesis! —se jactó mientras saltaba sobre una piedra para cruzarlo en dos zancadas.

—¿Cómo piensas que me sentí al ver el Támesis por primera vez? —replicó Maisie—. ¡Me pareció que lo inundaba todo!

Al fin coronaron una colina y descubrieron que el camino que seguían se cruzaba con una carretera propiamente dicha; siguiéndola llegaron a un grupo de casas en torno a una iglesia con una torre cuadrada, uno de cuyos lados estaba bañado de luz dorada por el sol poniente.

—¡Al fin! —dijo Maggie llena de entusiasmo para ocultar su nerviosismo.

—No del todo —la corrigió Maisie—. Estamos en Piddlehinton, antes de Piddletrenthide. Es un pueblo largo, de todos modos, pero no tardaremos mucho en llegar al nuestro. —Agarrada a la escalerita que hacía función de portillo para atravesar una cerca, se sentó en un peldaño, gimiendo débilmente.

—No te preocupes, Maisie —dijo Maggie, dándole palmaditas en el hombro—. Encontraremos enseguida alguien que te ayude.

Cuando pasó la contracción, Maisie se irguió y volvió con paso decidido a la carretera. Rosie la siguió, menos segura.

—Escucha, Maisie, ¿qué van a decir de nosotras..., de nuestro...? —Bajó los ojos hacia el bulto.

—No es mucho lo que podemos hacer ya sobre eso, ¿no te parece? Camina con la cabeza bien alta. Vamos..., cógete de mi brazo. —Maisie pasó el suyo por el interior del de su amiga al entrar en Piddlehinton.