Capítulo 6

Maisie, todavía en la calle, primera entre los espectadores al otro lado del hueco que los separaba de los hombres de la asociación, también alzó los ojos hacia el cielo, que ya había adquirido un color azul oscuro. Era el momento en el que aparecen las primeras estrellas. Y Maisie encontró una que brillaba con fuerza directamente encima de ella. Entonces empezó a recitar:

Cuando camino por las calles

cerca del Támesis y sus navíos,

veo en los rostros de quienes encuentro

huellas de angustia y de impotencia.

Aunque se había pasado gran parte de los dos últimos meses en la cama o sentada junto al fuego, su voz era potente, y llegó con claridad a la multitud que esperaba en la calle y que se apartó al oírla, de manera que enseguida se quedó sola. Su voz llegó también al grupo reunido ante la puerta del señor Blake, entre ellos a Charlie Butterfield, que se sobresaltó al ver quién hablaba. Su voz llegó igualmente a sus padres en el jardín vecino y a la señorita Pelham, a quien el nerviosismo hacía temblar en la puerta de su casa. Le llegó al señor Blake, que miró directamente al rostro de Maisie como si la bendijera y le hizo una leve inclinación de cabeza, lo que la animó a respirar hondo y empezar la segunda estrofa:

Y en los gemidos de tantos hombres,

en los gritos de miedo de los chiquillos,

en cualquier voz, en cualquier bando,

escucho las cadenas creadas por el hombre.

Ahora su voz llegó hasta Jem y Maggie, que se habían separado de la multitud y estaban acuclillados tras el seto al otro lado de la calle frente al número 13 de Hercules Buildings. Maggie se asomó para mirar:

—¡Caray! ¿Qué está haciendo?

Jem también se levantó y vio a su hermana.

—Que Dios la ayude —murmuró.

—¿Qué es eso? ¡Cállate, chica! ¡Que alguien la pare! —gritó John Roberts.

—¡Déjela en paz! —replicó uno de los espectadores.

—Rápido —susurró Maggie—. Será mejor empezar ahora. Apunta bien y prepárate para correr. —Buscó por el suelo hasta encontrar un trozo helado de estiércol de caballo (los barrenderos con frecuencia arrojaban allí por encima del seto lo que recogían en la calzada). Apuntó cuidadosamente, y luego lo tiró con fuerza, de manera que pasó por encima de las cabezas de los espectadores y de Maisie, y fue a parar al grupo de hombres que rodeaba al señor Blake.

—¡Ay! —gritó uno de ellos.

Se oyeron risas entre quienes esperaban en la calle.

Jem lanzó otro proyectil, que golpeó a otro de los hombres en la espalda.

—¡Eh! ¿Quién está haciendo eso?

Aunque Maggie y Jem no les veían las caras, supieron que habían conseguido algo, porque se produjo una especie de ola en el grupo al dar la espalda al señor Blake para intentar escudriñar en la oscuridad. Los dos agresores lanzaron más estiércol y zanahorias nudosas, pero estas últimas se quedaron cortas, y cayeron en el hueco entre el grupo de Roberts y la calle, mientras un trozo de estiércol arrojado con demasiada fuerza golpeó en la ventana de los Blake, aunque sin romper el cristal.

—¡Cuidado! —susurró Jem.

Ahora fue el señor Blake quien empezó a hablar, continuando donde Maisie lo había dejado, con una voz sonora que inmovilizó a los hombres delante de su puerta:

Ah, cómo espanta a las negras iglesias

el llanto de los niños barrenderos

y cómo los gemidos de míseros soldados

cubren de sangre los muros palaciegos.

Y, sobre todo, en las calles de la noche

oigo las maldiciones de la joven ramera

que marchitan las lágrimas de los recién nacidos

y agostan los fúnebres cortejos de las bodas.

Maggie tuvo un golpe de suerte al lanzar una col medio podrida que alcanzó a John Roberts en la cabeza en el mismo momento en que el señor Blake terminaba el último verso. Risotadas y hurras se alzaron de la multitud al presenciar el impacto. John Roberts se tambaleó por efecto del golpe al tiempo que gritaba:

—¡Cogedlos!

Un grupo se separó del resto de los hombres de la asociación y empezó a abrirse camino entre la multitud hacia el seto. Otros, sin embargo, confusos acerca de la procedencia de los proyectiles, atacaron a los espectadores mismos. Charlie Butterfield, por ejemplo, se apoderó de una de las bolas de estiércol helado y la arrojó contra un fornido calvo que estaba en la calle, y que respondió con un rugido de alegría. Acto seguido atravesó la cerca del jardín de los Blake derribándola de una patada como si estuviera hecha de paja. Después de elegir a John Roberts como el más ruidoso y en consecuencia el más conspicuo de sus enemigos, rápidamente le dio un cabezazo. Aquélla fue la señal para que todos los que se habían reunido con la esperanza de participar en una batalla campal empezaran a arrojar cualquier cosa que se les ponía a mano: sus puños, si no tenían nada mejor. Pronto las ventanas de los Blake quedaron hechas añicos, así como las de sus vecinos, John Astley y la señorita Pelham, mientras distintos grupos gritaban y se peleaban en la calle.

Maisie se quedó en medio de la refriega, sin saber qué hacer, dominada por el miedo y el mareo. Cayó de rodillas justo en el momento en que Charlie Butterfield llegaba a su lado. La rodeó con sus brazos y, arrastrándola a medias, la llevó hasta la puerta de la casa de los Blake, donde el dueño seguía sin moverse, contemplando la algarada que, al menos, había abandonado su jardín. Maisie sonrió débilmente.

—Gracias, Charlie —murmuró.

Charlie respondió con un movimiento de cabeza y, avergonzado, procedió a escabullirse, maldiciéndose por su debilidad.

Cuando Maggie vio al grupo de hombres que se acercaba al seto, agarró a Jem del brazo.

—¡Corre! —le susurró—. ¡Sígueme!

Salió disparada a través del campo oscuro que tenían detrás, tropezando con helados terrones y surcos, metiéndose por viejas huertas, pasando entre cardos y zarzas secas, golpeándose los dedos de los pies con ladrillos, tropezando con redes cuya finalidad era impedir el paso de aves y conejos. Oía a Jem que jadeaba tras ella y, más allá, los gritos de los alborotadores. Maggie reía y lloraba al mismo tiempo.

—Les hemos atizado, ¿no es cierto? —le susurró a Jem—. Les está bien empleado.

—Sí, ¡pero no hay que dejar que nos pillen! —Jem la había alcanzado y se apoderó de su mano para tirar de ella y seguir corriendo.

Llegaron a Carlisle House, la mansión al otro extremo del campo, rodeada por una verja de hierro, y la rodearon, hasta alcanzar el callejón que pasaba por delante y que conducía a Royal Row, con sus casas y Canterbury Arms, la taberna, de la que escapaban débiles manchas de luz.

—No debemos ir allí; la gente nos vería —jadeó Maggie. Miró en ambas direcciones y luego pasó como pudo por encima del seto, maldiciendo espinos y zarzas por los rasguños y pinchazos que recibía. Los dos cruzaron la calle a toda velocidad y pasaron por encima del seto en la acera opuesta. Oían los jadeos y gritos de los hombres que los perseguían, más cerca ya, lo que los espoleó para correr de nuevo más deprisa a través del nuevo campo, que era más grande y más oscuro y sin una Carlisle House para iluminar el camino; sin nada, de hecho, excepto el campo, hasta los almacenes a la orilla del río.

Ahora iban ya más despacio, tratando de no hacer ruido y de encontrar el camino en silencio, de manera que no les oyeran sus perseguidores. Por encima de ellos las estrellas iban abriendo más y más agujeros en un cielo azul casi negro. Jem aspiró el aire helado y sintió que le penetraba como un cuchillo hasta el fondo de la garganta. Si no le hubiera dado tanto miedo el grupo de individuos que los seguía, habría apreciado mejor la belleza del cielo a aquella hora de la noche.

Maggie iba otra vez delante, pero cada vez más despacio. Cuando se detuvo de repente, Jem se tropezó con ella.

—¿Qué sucede? ¿Dónde estamos?

Maggie tragó saliva, el ruido de su garganta muy sonoro en el aire nocturno.

—Cerca del callejón del Degollado. Estoy buscando algo.

—¿Qué?

Maggie vaciló y luego habló en voz muy baja:

—Hay un horno viejo por estos alrededores, lo utilizaban para hacer ladrillos. Nos podríamos meter dentro. He..., es un buen escondite. Aquí.

Se tropezaron con una estructura achaparrada construida con ladrillos bastos hasta formar una caja rectangular que les llegaba a la cintura, y que se estaba desmoronando por un extremo.

—Ven, cabemos los dos. —Maggie se agachó y entró a rastras en la cámara oscura que formaban los ladrillos.

Jem se acuclilló pero no llegó a seguirla.

—¿Y qué sucederá si nos encuentran aquí? Estaremos acorralados como un zorro en su madriguera. Si nos quedamos fuera al menos podremos correr.

—Nos atraparán si corremos... Son más fuertes y más numerosos.

Al final, el ruido de los hombres que avanzaban con estrépito por el campo decidió a Jem. Se metió como pudo en el escaso espacio oscuro que aún quedaba y se apretó contra Maggie. El agujero olía a arcilla y humo, y al débil olor a vinagre de la piel de su amiga.

Se acurrucaron juntos sintiendo el frío, tratando de calmar su respiración. Al cabo de un minuto se tranquilizaron, su aliento sincronizado de manera natural en un ritmo uniforme.

—Espero que Maisie esté bien —dijo Jem en voz muy baja.

—El señor Blake no permitirá que le suceda nada.

—¿Qué crees que nos harán si nos pillan?

—No nos encontrarán.

Escucharon. Sus perseguidores, en efecto, sonaban cada vez más lejos, como si se hubieran desviado y se encaminasen hacia Lambeth Palace.

Maggie dejó escapar una risita.

—La col.

—Sí. —Jem sonrió—. Ha sido un buen tiro.

—Gracias: también en Londres sabemos atinar. —Maggie se ciñó el chal, apretándose contra Jem al hacerlo. Su amigo notó que tiritaba.

—Ven, acércate más para que te dé calor. —La rodeó con el brazo; al atraerla hacia sí, Maggie alzó su brazo y le puso la mano en el hombro, de manera que estaban abrazados; luego pegó la cara a su cuello. A Jem se le escapó un grito ahogado.

—¡Tienes la nariz helada!

Maggie retiró la cara y rió. Al alzarla para mirarlo, Jem captó el brillo de sus dientes. Luego sus labios se unieron y, con aquel contacto suave y tibio, todos los gélidos terrores de la noche se desvanecieron.