Capítulo 3
En las proximidades del puente, la calle se curvaba un poco alejándose del río y pasaba ante el anfiteatro, con su entrada de grandes columnas, el lugar donde conocieron a Philip Astley y en cuya fachada varios carteles anunciaban «¡ESTA NOCHE FUNCIÓN!». La tarde no había hecho más que empezar, pero ya se arremolinaba la gente. Jem se metió la mano en el bolsillo y la cerró en torno a las entradas que les había enviado Philip Astley.
Un hombre que pasó a la carrera gritando «¡Sólo un chelín y un penique de pie, dos chelines y dos peniques con asiento!» le entregó una octavilla a Anne Kellaway. Anne se quedó mirando el papel arrugado, sin saber qué era lo que tenía que hacer con él. Después de alisarlo sobre la falda, le dio varias veces la vuelta antes de empezar a entender las palabras. Cuando reconoció «Astley» comprendió de qué se trataba y se lo pasó a su marido.
—Ten, cógelo tú. ¡No lo quiero!
A Thomas Kellaway se le cayó involuntariamente al suelo. Fue Maisie quien lo recogió y, después de sacudirlo un poco, se lo metió en el corsé por debajo del vestido.
—La función de esta noche —le murmuró con tristeza a Jem.
Su hermano se encogió de hombros.
—¿Llevas encima esas entradas, Jem? —preguntó Anne Kellaway.
Jem sacó la mano del bolsillo como si lo hubieran sorprendido tocándose.
—Sí, mamá.
—Quiero que las lleves ahora mismo al teatro y las devuelvas.
—¿Quién va a devolver entradas? —preguntó una voz tras ellos. Jem se volvió. Maggie Butterfield saltó desde detrás de la cerca donde había estado escondida—. ¿Qué clase de entradas? No hay que devolverlas. Si son buenas se pueden vender por más de lo que han costado. Déjamelas ver.
—¿Cuánto hace que nos estás siguiendo? —preguntó Jem, contento de verla, pero preguntándose si habría presenciado algo que él hubiera preferido que no viese.
Maggie sonrió y silbó un poco de «Tom Bowling».
—No tienes mala voz ni mucho menos, señorita Piddle —le dijo a Maisie, que sonrió y se ruborizó.
—Ya te estás yendo, muchacha —ordenó Anne Kellaway—. No te queremos a nuestro alrededor. —Se volvió para comprobar si Maggie estaba sola. Muy pocos días antes habían recibido la visita del padre de Maggie, que trató de venderle a Thomas un lote de madera de ébano que el sillero reconoció enseguida como roble pintado de negro, aunque fue lo bastante amable para sugerir que a Dick Butterfield le había estafado otra persona y no trataba de engañar a los Kellaway. A su mujer Dick Butterfield le había parecido peor aún que su hija.
Maggie hizo caso omiso de la madre de Jem.
—Entonces, ¿tienes entradas para esta noche? —le preguntó a Jem sin alterarse—. ¿De qué clase? No serán para la galería, imagino. No la veo... —movió la cabeza en dirección a Anne— de pie con la gentuza que se reúne allí. Anda, enséñamelas.
Jem se había hecho la misma pregunta y no pudo resistir la tentación de sacar las entradas del bolsillo para mirarlas.
—Platea —leyó, mientras Maggie miraba por encima de su hombro.
La hija de Dick obsequió a Thomas Kellaway con una inclinación de cabeza.
—Debe usted estar haciendo un montón de recogetraseros para poder comprar asientos de platea, con sólo dos semanas en Londres. —Un inusual tono de admiración asomó a su voz.
—No las hemos comprado —dijo Maisie—. ¡Nos las ha regalado el señor Astley!
Maggie se la quedó mirando.
—Dios misericordioso —exclamó.
—No vamos a ir a ver esa porquería —dijo Anne Kellaway.
—No las pueden devolver —afirmó Maggie—. Sería un insulto para el señor Astley. Podría incluso echarlos de su casa.
Anne Kellaway se sobresaltó; era evidente que no había imaginado que devolver las entradas pudiera tener tales consecuencias.
—Aunque si de verdad no quieren ir, podrían pasarme las entradas para que ocupe yo su sitio —continuó Maggie.
Anne Kellaway frunció el ceño, pero antes de que pudiera abrir la boca para decir que nunca permitiría que una chica tan descarada ocupara su lugar, un sonoro redoble de tambor empezó a oírse desde algún sitio por encima del río.
—¡El desfile! —exclamó Maggie—. Debe de estar empezando. ¡Vamos! —Empezó a correr, llevándose a Jem. Maisie los siguió y, temerosa de quedarse sola, Anne cogió del brazo a su marido y apresuró el paso tras ellos.
Maggie dejó atrás el anfiteatro a buena velocidad y se dirigió hacia el puente de Westminster, que ya estaba lleno con la gente que se había colocado a ambos lados de la calzada. Se oía la marcha que una banda interpretaba al otro extremo, aunque no se veía nada aún. Maggie los llevó por el centro de la calzada y consiguió hacerse un hueco después de avanzar una tercera parte de la longitud del puente. Los Kellaway se amontonaron a su alrededor, procurando ignorar las quejas de las personas a las que tapaban. Hubo una buena cantidad de empujones, pero a la larga todo el mundo veía lo suficiente, hasta que un nuevo grupo de gente se les puso delante y tuvieron que volver a colocarse.
—¿A qué estamos esperando? —preguntó Jem a Maggie.
Maggie resopló.
—¡Vaya plan estar en una multitud sin saber siquiera la razón, paletillo!
Jem se puso colorado.
—Olvídalo entonces —murmuró.
—No, dínoslo —insistió Maisie—. Quiero saberlo.
—El señor Astley hace un desfile el primer día de la temporada —explicó Maggie— para dar a la gente un anticipo de su espectáculo. A veces con fuegos artificiales, incluso de día, aunque serán mejores los de esta noche.
—¿Has oído eso, mamá? —dijo Maisie—. ¡Podemos ver fuegos artificiales esta noche!
—Si vais. —Maggie miró de reojo a Anne Kellaway.
—No iremos esta noche, ni tampoco nos vamos a quedar ahora para el desfile —afirmó Anne—. Jem, Maisie, nos marchamos. —Empezó a empujar a las personas que tenía delante. Por fortuna para sus hijos, nadie quería moverse ni ceder su sitio, de manera que se encontró atrapada en la densa multitud. Nunca había tenido tanta gente a su alrededor. Una cosa era estar a salvo junto a la ventana y, desde su posición privilegiada, ver pasar a todo Londres por debajo, y otra encontrarse con personas de todo tipo apretujándola: hombres, mujeres, niños, gente con ropa que olía mal, con aliento apestoso, pelo enredado, voces ásperas. Un tipo voluminoso a su lado comía una empanada de carne, y trozos de la masa le caían por la pechera del traje así como en el pelo de la mujer que tenía delante. Nadie parecía darse cuenta ni a nadie parecía importarle tanto como a Anne Kellaway, que estuvo tentada de extender la mano y sacudir las migas.
Al acercarse la música aparecieron también dos figuras a caballo. La multitud se movió y empujó, y Anne Kellaway notó que la invadía el pánico y se le amontonaba en la boca como si fuese bilis. Por un momento fue tal su ansia de escapar que le puso la mano en el hombro al individuo que tenía delante. El otro se volvió pero no le hizo el menor caso.
Thomas la cogió del brazo con gesto protector.
—Vamos, Anne, tranquila, muchacha —dijo, como si estuviera hablando con uno de los caballos que habían dejado al cuidado de Sam, su hijo mayor, en Dorsetshire.
Anne Kellaway echaba de menos a sus caballos. Cerró los ojos, resistiendo la tentación de soltar el brazo de su marido. Respiró hondo. Cuando los volvió a abrir los animales ya estaban cerca. El más cercano, un viejo corcel blanco, caminaba reposadamente llevando encima a Philip Astley en persona.
—El invierno ha sido largo, ¿no es cierto, amigos míos? —gritó—. No habéis tenido nada con que divertiros desde octubre. ¿Esperabais con impaciencia a que llegara este día? Pues bien, ya no hay que esperar más. Terminó la Cuaresma, ha llegado la Pascua y ¡empieza el circo! ¡Venid a ver El asedio de Bangalore, una pieza trágica, cómica y al mismo tiempo oriental! ¡Recread la vista con el espléndido ballet operístico La fête de l'amour! ¡Admiraos con los talentos del Caballo Sabio que recoge una escalera de mano, la traslada, se sube por ella y prepara incluso una taza de té!
Al pasar por delante de los Kellaway, descubrió a Anne y detuvo a su cabalgadura para saludarla quitándose el sombrero.
—¡Damos la bienvenida a todo el mundo en el Salón Real y el Nuevo Anfiteatro de Astley, y en especial a usted, señora!
La gente que estaba a su alrededor se volvió para mirar a Anne. El individuo de la empanada se quedó boquiabierto del asombro, de manera que la señora Kellaway tuvo ocasión de ver la carne y la salsa que deglutía. Mareada ante aquel espectáculo y ante el interés de tantas personas, en especial el de Philip Astley, cerró los ojos de nuevo.
El dueño del circo la vio palidecer y cerrar los ojos. Al instante se sacó del bolsillo una botellita plana y llamó a uno de los chicos del circo para que se la llevase a Anne. Astley no pudo retener por más tiempo a su caballo para ver si la mujer de Kellaway tomaba un poco de brandy: el desfile que se agolpaba tras él le obligó a continuar. Philip Astley empezó de nuevo su discurso:
—Venid a ver el espectáculo; ¡nuevos números de audacia e imaginación bajo la dirección de mi hijo John, el mejor jinete de Europa! Por muy poco más que el precio de una copa de vino, ¡venid a una larga velada de diversión que recordaréis durante muchos años!
A su lado cabalgaba el hijo que había mencionado. John Astley tenía una presencia tan llamativa como la de su padre, pero con un estilo completamente distinto. Si Astley padre era un roble —grande y rotundo, con un centro denso y fuerte—, Astley hijo era un álamo, esbelto y alto, con facciones atractivas y correctas y ojos claros y calculadores. Hombre con una educación superior, a diferencia de su padre, se comportaba de manera más ceremoniosa y afectada. Philip Astley montaba su corcel blanco como el soldado de caballería que había sido en otro tiempo y que aún creía ser, y utilizaba el caballo para ir a donde quería y hacer lo que deseaba. John Astley llevaba su esbelta yegua zaina, de largas patas y ágiles cascos, como si el caballo y él estuvieran permanentemente unidos y en una continua representación. Avanzaba sin prisa por el puente de Westminster, y su caballo saltaba de lado y en diagonal en una serie de complicados pasos que hacían pensar en un minué, tocado por músicos con trompeta, trompa, acordeón y tambor. Cualquier otro en su lugar habría dado tumbos y se le habrían caído los guantes, el sombrero y la fusta, pero John Astley seguía igual de elegante y de sereno.
La multitud lo contempló en silencio, admirando su habilidad pero sin sentir el afecto que les inspiraba su padre. Todos sus componentes menos una persona: Maisie Kellaway se quedó boquiabierta, sin apartar de él los ojos. Nunca había visto a un hombre tan apuesto y, a sus catorce años, estaba muy dispuesta a prendarse de él. John Astley no se fijó en Maisie, por supuesto; de hecho parecía no ver a nadie y mantenía la mirada fija en el anfiteatro al que se dirigían.
Anne Kellaway se había repuesto sin necesidad de recurrir al brandy de Philip Astley. Lo había rechazado, para indignación tanto de Maggie como del hombre de la empanada, de la mujer que tenía delante, con las migas en el pelo, del otro varón al que había tocado el hombro, del chico que le hizo entrega de la botellita plana: de hecho, más o menos, de todo el mundo a excepción de los restantes Kellaway. Anne no se dio cuenta de nada: tenía fijos los ojos en los artistas que integraban el desfile por detrás de John Astley. Primero venía un grupo de volatineros que caminaban con normalidad pero que de pronto, de manera simultánea, iniciaban una serie de volteretas que se convertían en saltos mortales. Los seguía un grupo de perros que, a una señal, se alzaban sobre las patas traseras y caminaban de esa manera por espacio de unos tres metros para luego correr y crear figuras complicadas al saltar unos sobre otros.
Pese a lo sorprendente de aquellas actuaciones, lo que de verdad cautivó a Anne Kellaway fue el baile en la cuerda floja. Dos forzudos llevaban dos palos entre los que colgaba una soga, más bien como una cuerda de tender la ropa. Sentada en su centro se hallaba una mujer morena, de cara redonda, que llevaba un vestido de satén a rayas rojas y blancas con un corpiño muy ajustado y falda acampanada. Se balanceaba hacia atrás y hacia delante como si estuviera en un columpio, y luego, distraídamente, se envolvía una pierna con parte de la cuerda.
Maggie dio codazos a Jem y a Maisie.
—Ésa es la señorita Laura Devine —susurró—. Escocesa y la mejor bailarina de cuerda floja de toda Europa.
A una señal, los forzudos se separaron, tensando la cuerda y haciendo que la señorita Devine obsequiara al público con una graciosa vuelta de campana, que dejó al descubierto varias capas de enaguas rojas y blancas. La multitud rugió y ella repitió la vuelta, dos veces primero, luego tres, para continuar con vueltas ininterrumpidas, girando alrededor de la cuerda de manera que sus enaguas eran una centelleante masa de rojo y blanco.
—A eso lo llaman El Cerdo en el Espetón —anunció Maggie.
Acto seguido los forzudos se acercaron de nuevo y la señorita Devine dio una última voltereta antes de describir un gran arco en el aire, sin dejar nunca de sonreír.
Anne Kellaway pensó que se estrellaría contra el suelo como le había sucedido a su hijo Tommy cuando se cayó del peral por tratar de alcanzar la fruta que siempre quedaba —y ahora ya de manera definitiva— fuera de su alcance. Pero la señorita Devine no cayó; de hecho parecía incapaz de caerse. Por primera vez en todas las semanas desde la muerte de su hijo, Anne Kellaway sintió que el filo de dolor alojado en su corazón dejaba de morderla. Torció el cuello para seguir viéndola incluso cuando llegó hasta el final del puente y apenas se la distinguía, incluso cuando ya pasaban nuevas atracciones: un mono sobre un poni, un jinete que conducía de espaldas a su caballo y que recogía pañuelos caídos sin abandonar la silla de montar, un grupo de bailarines con trajes orientales que hacían piruetas.
—Jem, ¿qué has hecho con esas entradas? —preguntó de repente Anne Kellaway.
—Aquí están, mamá. —Jem se las sacó del bolsillo.
—Guárdalas.
Maisie aplaudió y dio saltos.
—¡Guárdalas! —susurró Maggie. Los que estaban a su alrededor se habían vuelto ya a mirar.
—¿Son para la platea? —preguntó el individuo de la empanada, inclinándose por encima de Anne Kellaway para mirar.
Jem empezó a guardarse las entradas en el bolsillo.
—¡Ahí no! —exclamó Maggie—. Te las habrán quitado en un santiamén si las guardas ahí.
—¿Quién?
—Esos granujas. —Maggie movió la cabeza en dirección a un par de muchachos que se habían abierto paso milagrosamente a través de la aglomeración para aparecer junto a ellos—. Son más rápidos que tú, aunque no tanto como yo. ¿Ves? —Le arrebató las entradas y, con una sonrisa burlona, empezó a introducírselas por la delantera del vestido.
—Las puedo guardar yo —sugirió Maisie—. Tú no llevas corsé.
Maggie dejó de sonreír.
—Las guardo yo —anunció Anne Kellaway, extendiendo la mano. Maggie hizo una mueca, pero devolvió las entradas. Anne se las introdujo cuidadosamente en su corsé y luego se envolvió el pecho con el chal, apretándolo mucho. La expresión severa y triunfal de su rostro era protección suficiente para mantener alejados los dedos de cualquier ratero.
Ya los estaba superando la banda de música y los tres individuos que formaban la retaguardia del desfile y que agitaban banderas rojas, amarillas y blancas en las que se leía CIRCO ASTLEY.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Jem cuando terminaron de pasar—. ¿Seguimos hasta la abadía?
Podía haberse dirigido a una familia de mudos, ajena por completo a la multitud que se agitaba a su alrededor. Maisie seguía con los ojos a John Astley, que a esas alturas se había convertido en el destello de una chaqueta azul sobre los inciertos ijares de un caballo. Anne Kellaway no perdía de vista el anfiteatro que se divisaba a lo lejos, y pensaba en el inesperado espectáculo del que iba a disfrutar. Thomas Kellaway miraba por encima de la balaustrada a una embarcación cargada de madera y que avanzaba, impulsada por varios remeros, por la delgada línea del agua en dirección al puente.
—Vamos. Nos seguirán. —Maggie cogió a Jem del brazo y lo llevó hacia la parte más alta del puente, camino ya de la abadía, esquivando el tráfico de coches y carros que había empezado de nuevo a cruzarlo.