Capítulo 7
Maisie se sintió mucho mejor después de devolver, ya sin ron en el cuerpo. Estaba lo bastante recuperada para preguntarle a John Astley —cuando las cuadras del circo empezaron a dibujarse entre la niebla—: «¿Me lleva a ver su caballo?».
—Sí.
La llevó, efectivamente, a la casilla de la cuadra donde tenía a su yegua zaina, encendiendo primero una vela para ver. Después del ensayo en el anfiteatro, los mozos la habían llevado a la cuadra para almohazarla y darle de comer y de beber, y allí estaba, impasible, comiendo, a la espera de que uno de los chicos del circo viniera a buscarla para la función de la noche. Resopló al ver a John Astley, que extendió el brazo para darle unas palmadas en el cuello.
—Hola, cariño mío —murmuró, con bastante más sentimiento del que empleaba para las personas.
También Maisie extendió tímidamente una mano y le acarició el hocico.
—¡Qué preciosidad!
—Sí; es muy bonita. —John Astley sintió alivio al comprobar que Maisie ya no estaba tan borracha. Acto seguido se agachó para llenar un cacillo del contenido de un cubo—. Toma. Bebe un poco de agua.
—Gracias, señor Astley. —Maisie tomó el cacillo, bebió y se limpió los labios.
—Ven aquí un momento. —John Astley la fue llevando más allá de otros caballos, el semental de la señorita Hannah Smith entre ellos, hasta la última partición de la cuadra.
—¿Qué caballo...? —Maisie, al asomarse, no vio más que un montón de paja. John Astley dejó la vela sobre un cubo boca abajo, recogió una manta de un rincón, y procedió a extenderla sobre la paja.
—Ven y siéntate un momento conmigo. —El fuerte olor equino lo había excitado ya, y el bulto en su entrepierna era prominente.
Maisie vaciló, sus ojos atraídos por el bulto. Sabía que llegaría aquel momento, aunque no se había permitido pensar en ello. ¿Qué muchacha que se está haciendo mujer no lo sabe, después de todo? El mundo entero parece estar ojo avizor, a la espera de que una chica pase de un lado al otro del río. A Maisie le parecía extraño que tuviera por escenario una manta que apestaba a caballo sobre una cama de paja, en un charquito de luz, rodeada por la niebla, la oscuridad y Londres. No se lo había imaginado así. Pero allí estaba John Astley ofreciéndole una mano, y ella aceptándola.
Cuando Maggie y Charlie llegaron al fondo de la cuadra, John Astley le había quitado la enagua, le había soltado el corsé y tirado de él hacia abajo, dejando al descubierto sus pálidos pechos. Tenía un pezón en la boca, una mano dentro de la falda y con la otra había colocado una de Maisie sobre su entrepierna y la estaba enseñando a acariciarle. Maggie y Charlie se los quedaron mirando. A Maggie le resultó angustioso el mucho tiempo que tardó la pareja en darse cuenta de la presencia de los hermanos y en dejar de hacer lo que estaban haciendo: tiempo más que suficiente para que Maggie considerase lo embarazoso e inadecuado de observar a unos amantes desprevenidos. No fue eso lo que sintió siete meses antes cuando Jem y ella vieron a los Blake en su cenador, si bien aquello había sido en cierto modo diferente. En primer lugar, estaban más lejos y no tan directamente debajo de sus narices. Y puesto que Maggie no los conocía bien, podía mirarlos de manera más objetiva. Oír ahora gemir a Maisie la llenó de vergüenza.
—¡Déjela en paz! —gritó.
John Astley se puso en pie de un salto, y Maisie se incorporó, mezclados placer y confusión, tan aturdida que no se cubrió inmediatamente el pecho, pese a los frenéticos gestos que le hacía Maggie. Charlie Butterfield miraba sucesivamente a John Astley y la desnudez de Maisie hasta que esta última se subió el corsé.
Para sorpresa de Maggie ninguno reaccionó como ella esperaba que lo hiciera. John Astley no mostró remordimiento ni vergüenza; tampoco escapó corriendo. Maisie ni lloró ni se tapó la cara; tampoco se apresuró a alejarse de su seductor para reunirse con Maggie. Charlie no se enfrentó al caballista, sino que se quedó con la boca abierta, las manos en los costados. Maggie, por su parte, se quedó inmóvil donde estaba.
John Astley no sabía quién era Maggie —no tenía por costumbre fijarse en los menores del barrio—, pero reconoció a Charlie como el joven que había chocado con él en Hercules Tavern, y se preguntó si estaría lo bastante borracho o furioso para llegar a las manos.
El caballista tenía que hacer algo para dominar la situación. No se le había pasado por la cabeza que yacer con aquella chica fuese a resultar tan complicado, pero después de los primeros escarceos sobre la paja, estaba decidido a seguir adelante. No disponía, por otra parte, de mucho tiempo: los chicos del circo no tardarían en presentarse en busca de los caballos para la función de la noche. Los obstáculos, sin embargo, siempre habían reforzado la determinación de John Astley.
—¡Qué demonios estáis haciendo aquí! ¡Salid ahora mismo de mi cuadra!
Maggie encontró por fin su voz, aunque apenas audible.
—¿Qué le está haciendo?
John Astley lanzó un bufido.
—¡Salid de mi cuadra —repitió—, o haré que os encierren en Newgate tan deprisa que no tendréis tiempo de limpiaros el culo!
Ante la mención de Newgate, Charlie se removió inquieto. Su padre había pasado algún tiempo en aquella cárcel y aconsejaba a su hijo que hiciera todo lo humanamente posible por evitarla. También le preocupaba estar en una cuadra, con caballos a su alrededor esperando para cocearlo.
Maisie empezó entonces a llorar: la sensación de pasar bruscamente de una emoción intensa a otra contraria era demasiado para ella.
—¿Por qué no os vais? —gimió.
Maggie tardó unos momentos en comprender que aquellas palabras iban dirigidas a ella. Empezó a darse cuenta de que quizá nadie más veía con malos ojos lo que allí sucedía. A John Astley, por supuesto, le parecía lo más natural del mundo llevar a una chica a su cuadra; lo había hecho docenas de veces. Para Charlie sólo se trataba de que un varón estaba consiguiendo lo que quería y de que una chica se disponía a dárselo; de hecho, su hermano empezaba a avergonzarse de haberlos interrumpido. La misma Maisie no protestaba y —Maggie lo reconoció— parecía estar disfrutando. Sólo ella vinculaba lo que estaba sucediendo con el hombre del callejón de los Amantes, surgido entre la niebla. En este caso era a Maggie, más que al agresor, a quien se hacía pasar por delincuente. De repente desapareció toda su indignación, dejándola sin la energía que necesitaba para luchar.
Tampoco Charlie estaba dispuesto a apoyarla. Aunque detestase a John Astley, le acobardaba su autoridad y enseguida perdió la poca presencia de ánimo que poseía para enfrentarse solo a un hombre como aquél, en una cuadra hundida en la niebla, rodeado de odiosos caballos y sin amigos que le dieran ánimos. Si Jem estuviera allí, pensó Maggie. Él sí sabría qué hacer.
—Vamos, Maggie —dijo Charlie, y empezó a marcharse arrastrando los pies.
—Espera. —Maggie miró fijamente a su amiga—. Ven con nosotros, señorita Piddle. Levántate y nos iremos a buscar a Jem, ¿qué te parece?
—Déjala en paz, mocosa —ordenó John Astley—. Es libre de hacer lo que quiera, ¿no es cierto, cariño?
—Eso significa que se puede venir con nosotros si lo desea. Vamos, Maisie: ¿vienes con nosotros o te quedas aquí?
Maisie miró de Maggie a John Astley y vuelta atrás. Luego cerró los ojos para decir lo que quería decir sin que le costara tanto, aunque la oscuridad le hacía tener la sensación de estar cayendo.
—Quiero quedarme.
Incluso entonces Maggie podría no haberse ido, porque nada sucedería sin duda mientras ella siguiera allí. Pero John Astley sacó un látigo de entre la paja, dijo «¡Fuera!», y aquello volvió las tornas. Maggie y Charlie retrocedieron: Maggie a regañadientes, pero Charlie, aliviado, arrastrándola tras él. Los caballos relincharon mientras pasaban ellos, como si comentaran la cobardía de los Butterfield.