Capítulo 4
Cuando la puerta se abrió de nuevo apareció el señor Blake en persona.
—Hola, hijos míos —saludó—. Kate me dice que queréis ver mis canciones.
—Sí, señor Blake —respondieron los dos al unísono.
—Vaya, eso está bien: los niños las entienden mejor que nadie. «Y escribí canciones felices / por alegrar el corazón de los niños.» Venid. —Cuando entraron en la sala de la imprenta se acercó a una estantería, abrió una caja y sacó un libro no mucho más grande que su mano, con una encuadernación rústica de color marrón claro—. Aquí tenéis —dijo, colocándolo sobre la mesa delante de la ventana que daba a la calle.
Jem y Maggie se quedaron uno junto al otro ante la mesa, pero ninguno extendió la mano: ni siquiera Maggie, pese a su descaro habitual. Era muy poca su experiencia en el manejo de libros. A Anne Kellaway sus padres le habían regalado un libro de oraciones cuando se casó, pero era la única persona de la familia que lo utilizaba en la iglesia. Los padres de Maggie nunca habían tenido libros, aparte de los que Dick compraba y vendía, y Bet Butterfield era analfabeta, aunque le gustaba que su marido le leyera periódicos viejos cuando los traía de la taberna.
—¿No lo vais a mirar? —preguntó el señor Blake—. Vamos, hijo mío, ábrelo. Por cualquier sitio.
Jem cogió torpemente el libro y lo abrió casi por el principio. En la página de la izquierda había un dibujo de una gran flor de color burdeos y malva y, dentro de sus pétalos rizados, se hallaba una mujer con un vestido amarillo y un bebé en el regazo. Junto a ellos, una muchacha con un vestido azul a la que le brotaban de los hombros lo que a Maggie le pareció que eran alas de mariposa. También había palabras impresas en color marrón debajo de la flor, con tallos verdes y enredaderas que se enroscaban a su alrededor. La página de la derecha estaba llena casi por completo de palabras, con las hojas de un árbol creciendo desde el margen derecho, enredaderas que serpenteaban hacia lo alto por la izquierda y pájaros que volaban de aquí para allá. Maggie admiró las imágenes, aunque no sabía leer las palabras. Se preguntó si Jem sabría.
—¿Qué dice? —preguntó.
—¿No sabes leer, hija mía?
Maggie negó con la cabeza.
—Sólo fui un año a la escuela y lo he olvidado todo.
El señor Blake rió entre dientes.
—¡Yo no fui nunca! Mi padre me enseñó a leer. ¿A ti no te ha enseñado tu padre?
—Está demasiado ocupado para eso.
—¿Has oído eso, Kate? ¿Has oído?
—Lo he oído, señor Blake. —Estaba en el umbral, apoyada en una jamba.
—Yo enseñé a leer a Kate. También su padre estaba demasiado ocupado. De acuerdo, ¿tú qué dices, hijo mío? ¿Sabes leer la canción?
Jem se aclaró la garganta.
—Lo intentaré. He ido muy poco a la escuela.
Puso un dedo en la página y empezó a leer muy despacio:
Nombre no tengo
pues soy chiquita.
¿Cómo te llamaré?
Estoy contenta,
alegría me llaman.
¡Bendita seas por tu alegría!
Jem leyó con tales paradas y arranques que el señor Blake se apiadó de él y se incorporó a la lectura, fortaleciendo y acelerando su voz de manera que Jem se iba quedando atrás, convertido en el eco de sus palabras, casi como en un juego:
¡Linda alegría!
Alegría chiquita,
tierna alegría te llamaré;
tú me sonríes,
mientras yo canto.
¡Bendita seas por tu alegría!
Maggie concluyó por el dibujo que la canción era sobre un bebé, y el señor Blake un padre encantado con el hijo al que arrulla: por eso repetía frases y parecía haber perdido un poco la cabeza. Se preguntó cómo sabía que los padres sonaban de esa manera si él no tenía hijos. Por otra parte, era evidente que sabía poco sobre bebés: de lo contrario no pondría a uno sonriendo con sólo dos días de vida; Maggie había ayudado en suficientes partos para saber que la sonrisa tardaba varias semanas en presentarse, y que las madres casi se desesperaban. No se lo dijo, sin embargo.
—Aquí hay uno que recordaréis.
El señor Blake pasó unas cuantas páginas y a continuación empezó a recitar: «Cuando ríen los bosques alborozados», la tonada que les había cantado en el puente. Esta vez no la cantó, sino que la salmodió rápidamente. Jem trató de seguirle en la página, interviniendo de cuando en cuando con una palabra que conseguía leer o que recordaba. Maggie frunció el ceño, molesta porque Jem podía compartir la canción con el señor Blake de una manera que a ella le estaba vedada. Examinó el dibujo que la acompañaba. Un grupo de personas estaban sentadas en torno a una mesa con copas de vino, las mujeres con vestidos azules y amarillos, un hombre coloreado de malva, de espaldas, alzando la suya. Maggie recordaba una parte de la canción, de manera que cuando el señor Blake y Jem llegaron a aquel verso, se sumó para gritar «¡tralalalira!» como si estuviera en una taberna cantando con otros.
—¿Ha hecho usted este libro, señor Blake? —preguntó Jem cuando terminaron.
—De principio a fin, hijo mío. Lo escribí, lo grabé, lo imprimí, lo coloreé, lo cosí y lo encuaderné, para después ponerlo a la venta. Con ayuda de Kate, por supuesto. No podría haberlo hecho sin Kate. —Miró a su mujer que le devolvió la mirada. Para Jem fue como si sostuvieran los extremos de una cuerda y la tensaran entre los dos.
—¿Ha utilizado esta prensa? —insistió.
El señor Blake puso una mano en una de las manivelas.
—Así es. Aunque no en esta habitación, cuidado. Vivíamos en Poland Street entonces. Al otro lado del río. —Agarró con fuerza la manivela y la empujó hasta que se movió un poco. Parte de la estructura de madera gimió y chirrió—. La parte más dura de mudarnos a Lambeth fue traer aquí la prensa. Tuvimos que desmontarla y necesitamos varios hombres para moverla.
—¿Cómo funciona?
El señor Blake sonrió con el aspecto radiante de alguien que ha encontrado un alma gemela tan entusiasta como él.
—Ah, es todo un espectáculo, hijo mío. Una gran satisfacción. Se toma la plancha que has preparado. ¿Has visto alguna vez una plancha grabada? ¿No? Aquí hay una. —Llevó a Jem hasta una de las estanterías y alzó un rectángulo plano de metal—. Pasa un dedo por encima. —Jem sintió líneas y espirales que sobresalían de la superficie de cobre, lisa y fría—. Primero entintamos la plancha con un embadurnador —alzó un trozo de madera pequeño y grueso con un extremo redondo—, luego la limpiamos, de manera que sólo quede tinta en las partes que queremos imprimir. A continuación ponemos la plancha en el lecho de la prensa, aquí. —El señor Blake colocó la plancha en la parte de la máquina que era como una mesa, cerca de los rodillos—. Después tomamos la hoja de papel que hemos preparado y la ponemos sobre la plancha y acto seguido mantas de impresión encima de todo. Luego tiramos de las manivelas hacia nosotros —el señor Blake tiró un poco de la manivela y los rodillos giraron— y la plancha y el papel quedan enganchados y pasan entre los rodillos. Eso imprime la tinta en el papel. Una vez que ha pasado entre los rodillos, lo sacamos (con mucho cuidado, atención) y lo colgamos para que se seque en esas cuerdas por encima de nuestras cabezas. Cuando las hojas se secan las coloreamos.
Mientras Jem escuchaba sin perder detalle, tocaba las diferentes partes de la prensa como había deseado y hacía preguntas al señor Blake, Maggie empezó a aburrirse y se volvió para hojear el libro una vez más. Nunca había prestado mucha atención a los libros: como no sabía leer no le servían de gran cosa. A Maggie nunca le había gustado estudiar. A los ocho años fue a una escuela gratuita para niñas en Southwark, donde los Butterfield vivían por entonces, justo al otro lado de Lambeth. Para ella había sido un lugar espantoso, en donde las niñas estaban amontonadas en una habitación e intercambiaban pulgas, piojos y toses, y en donde se daban palizas todos los días y de manera indiscriminada. Después de vivir prácticamente en la calle, se le había hecho difícil estarse quieta en una habitación el día entero, y era incapaz de asimilar lo que la maestra decía sobre letras y números. Todo era tan aburrido comparado con deambular por Southwark que Maggie o no paraba de moverse o se dormía, y entonces le pegaban con una vara muy fina que cortaba la piel. El único espectáculo gratificante en la escuela se produjo el día en que Dick Butterfield se presentó en la escuela con su hija después de encontrar una colección de cardenales de los que no era autor y le dio un bofetón a la maestra. Maggie nunca volvió después de aquello y, hasta que Jem y el señor Blake recitaron juntos la canción, no se había arrepentido de ser analfabeta.
El libro de canciones del señor Blake la sorprendió, porque no se parecía a ninguno de los que había visto nunca. La mayoría de los libros eran en su mayor parte palabras, con alguna ilustración de cuando en cuando. Aquí, sin embargo, palabras y dibujos estaban entrelazados; a veces era difícil saber dónde terminaba una cosa y empezaba la otra. Maggie fue pasando páginas. La mayoría de las ilustraciones eran de niños que jugaban o a los que acompañaban personas mayores, y todos parecían estar siempre en el campo: un campo que, según el señor Blake, no era el gran espacio vacío y a cielo abierto que ella había imaginado siempre, sino algo limitado, con setos como fronteras y árboles bajo los que cobijarse.
Había varias imágenes de niños con sus madres —las mujeres leyéndoles, o dándoles la mano para alzarse del suelo, o mirándolos mientras dormían—, escenas de una infancia bien distinta de la de Maggie. Bet Butterfield, por supuesto, nunca hubiera podido leerle, y habría sido mucho más probable que le pegara un grito para que se levantara en lugar de tenderle la mano. Y también dudaba de que se despertara alguna vez y encontrase a su madre sentada junto a su cama. Alzó la vista, parpadeando rápidamente, para librarse de las lágrimas. La señora Blake seguía apoyada en el quicio de la puerta con las manos en el delantal.
—Deben de haber vendido ustedes muchos libros para poder vivir en esta casa, señora Blake —dijo Maggie para ocultar sus lágrimas.
La pregunta de Maggie pareció sacar a la señora Blake de una ensoñación. Se apartó de la jamba de la puerta y se pasó las manos por la falda para enderezarla.
—No muchos, corazón. No muchos. Son pocas las personas que entienden al señor Blake, ¿sabes? Ni siquiera esas canciones. —Vaciló—. Y ahora me parece que ya es hora de que mi marido vuelva al trabajo. Ya ha tenido unas cuantas interrupciones hoy, ¿no es cierto, señor Blake? —Lo dijo tímidamente, casi con miedo, como temerosa de la respuesta.
—Por supuesto, Kate —respondió él, apartándose de la prensa—. Tienes razón, como siempre. Me distraigo a menudo con una cosa u otra, y Kate tiene que llamarme al orden. —Se despidió con un movimiento de cabeza y abandonó la sala.
—¡Maldita sea! —dijo Maggie de repente—. ¡Me he olvidado de la cerveza de mi madre! —Dejó Cantos de inocencia sobre la mesa y corrió hacia la puerta—. Lo siento, señora Blake, tenemos que irnos. ¡Gracias por enseñarnos su casa!