Capítulo 6

Después del intenso esfuerzo de las tareas de extinción se produjo una extraña pausa. Pero Philip Astley asumió enseguida la responsabilidad de confortar los ánimos alicaídos.

—Amigos, habéis venido en ayuda del circo Astley, y quedo para siempre en deuda con vosotros —empezó, manteniéndose lo más erguido que pudo, aunque el esfuerzo físico de la última hora le había afectado bastante—. Hemos sufrido un grave y doloroso accidente. Aquí estaban almacenados los fuegos artificiales destinados a la celebración del cumpleaños de su majestad el rey dentro de dos días. Pero hemos de dar gracias a Dios porque sólo una persona ha resultado herida y porque merced a vuestros heroicos esfuerzos no se ha incendiado ninguna otra propiedad. Tampoco el circo Astley se verá afectado; la función, de hecho, tendrá lugar esta tarde a las seis y media, la hora habitual, con entradas todavía disponibles en la taquilla. Si no la habéis visto aún, os habéis perdido un acontecimiento mucho más espectacular que este fuego. Os estoy sumamente agradecido, vecinos míos, por haber trabajado con denuedo para evitar que este desafortunado incidente se convirtiera en tragedia. Estoy...

Philip Astley siguió algún tiempo en la misma vena. Algunos lo escucharon; otros, no. Algunos necesitaban oír sus palabras; otros sólo querían sentarse, beber o comer algo, oír alguna habladuría o dormir un rato. La gente empezó a moverse, buscando a familiares y amigos.

Dick Butterfield se situó muy cerca de Philip Astley, para poder enterarse de las posibles necesidades creadas por aquella nueva situación. Cuando, por ejemplo, oyó al dueño del circo decirle a un habitante de la calle que se proponía reconstruir la casa de inmediato, empezó a pensar en un cargamento de ladrillos, disponible en la carretera hacia Kennington, que sólo estaba esperando a que alguien quisiera utilizarlo. Pocas horas más tarde iría a la taberna donde cenaba el fabricante de los ladrillos y hablaría con él. Había también unos cuantos almacenistas de madera a lo largo del río a los que visitaría mientras tanto. Sonrió para sus adentros, aunque la sonrisa se le borró muy deprisa al ver a Charlie que, con otros muchachos, daba patadas en la calle a rescoldos todavía humeantes. Dick Butterfield agarró a su hijo y lo sacó de aquel juego improvisado.

—¡Usa la cabeza, idiota! ¿Cómo crees que le sienta a un hombre que acaba de perder su propiedad que te lo tomes a broma?

Charlie frunció el ceño y se escabulló hasta un sitio con menos gente, lejos de su padre y de los jóvenes con los que se estaba divirtiendo. Aunque nunca se lo había confesado a nadie, detestaba tener que ayudar a su padre. El tipo de negocio al que se dedicaba Dick Butterfield requería cierto encanto del que hasta el mismo Charlie sabía que estaba desprovisto y que nunca llegaría a poseer.

En cuanto terminaron con los cubos, Maisie arrastró a Jem hasta la multitud reunida en torno a Philip Astley para poder ver así a su hijo, que estaba muy cerca, el rostro ennegrecido por las cenizas. Entre la multitud, algunas personas a quienes les gustaba hacer conjeturas antes incluso de que se hubiera disipado el humo, comentaban entre sí que, si John Astley era el director general del circo, tendría que pronunciar él las arengas en lugar de su padre. Astley el viejo podía mantenerse al margen y dejar que su hijo dirigiera el espectáculo, susurraban. Mientras no se despidiera de verdad, su hijo seguiría bebiendo y acostándose con todas las mujeres del circo, como acababa de hacer con la señorita Laura Devine, la mejor bailarina de Europa en la cuerda floja. Lo que la vendedora de fresas había visto en la ventana de John Astley estaba ya en boca de otras personas con menos años. Las habladurías se propagaban deprisa en Lambeth. Eran semejantes a dinero en efectivo, con monedas que se acuñaban cada hora. La vendedora de fresas disponía de una muy concreta, con la cabeza de la señorita Devine troquelada en ella, e incluso mientras pasaba cubos la anciana se gastaba la moneda con sus vecinos.

Maisie no había oído aquella habladuría, sin embargo, y aún se comía con los ojos a John Astley mientras la mirada de él se perdía en la distancia y Philip Astley se desbordaba en gratitud. Las personas caritativas quizá dijeran que tras su máscara de color carbón estaba anonadado por lo sucedido con los fuegos artificiales del rey y el laboratorio de Astley; otros dirían que, sencillamente, parecía aburrido.

Cuando Philip Astley terminó de hablar y la gente se acercaba para acompañarle en el sentimiento u ofrecer sus teorías sobre cómo podía haberse iniciado el fuego, Maisie respiró hondo y empezó a abrirse camino entre la multitud para acercarse a John Astley.

—Maisie, ¿qué estás haciendo? —le preguntó Jem.

—Déjala —intervino una voz—. Si se empeña en hacer el ridículo, no conseguirás evitarlo.

Jem se volvió para encontrar a Maggie tras él.

—Buenos días —dijo, olvidándose por un momento de la tonta de su hermana. Aún le sorprendía descubrir lo mucho que se alegraba siempre de ver a Maggie, aunque tratase de ocultar tanto el placer como la sorpresa.

—Te hemos visto abandonar el jardín. ¿Estás bien?

Maggie se frotó los brazos.

—Voy a notar los cubos esta noche a la hora de dormir. Emocionante, de todos modos, ¿no es cierto?

—Lo siento por el señor Astley.

—No sufras por él. El lunes por la noche ya habrá añadido a su espectáculo un número basado en la explosión, con un telón de fondo que represente esto —hizo un gesto con la mano a su alrededor—, y petardos que estallen para que parezca de verdad. Y John Astley galopará y bailará con su caballo.

Jem no perdía de vista a su hermana, muy cerca de John Astley, la espalda muy recta, señal de que estaba nerviosa. Maisie le impedía ver el rostro del caballista, de manera que no sabía cuál era su reacción ante la palpable admiración de su hermana. Sólo pudo imaginarlo por la expresión radiante de Maisie al darse la vuelta y regresar junto a ellos.

—¡Es tan valiente! —exclamó—. Y muy caballeroso conmigo. ¿Sabéis que se ha quemado un brazo por acercarse demasiado a las llamas cuando estaba echando agua? Pero ni siquiera se paró para mirar la herida y sólo ahora se ha dado cuenta. Me... —se puso roja como la grana al pensar en su atrevimiento—, me ofrecí a vendársela, pero me ha dicho que no hacía falta y que buscase a mi familia para que no se preocuparan por mí. ¿No os parece que ha sido muy amable?

Jem veía ya de cuerpo entero a John Astley, que examinaba la esbelta silueta de Maisie, los ojos azules brillándole de manera casi increíble en la cara tiznada, para intranquilidad de Jem. Miró a Maggie, que procedió a encogerse de hombros y a llevarse a Maisie del brazo.

—Eso está muy bien, señorita Piddle, pero será mejor que vuelvas a casa. Mira, ahí están tus padres. No querrás que te vean con los ojos clavados en el señor Astley, ¿verdad que no? —Tiró de Maisie hacia Thomas y Anne Kellaway, recién salidos del humo, que era tan espeso ya como una niebla invernal. A Anne se le habían disparado los cabellos en todas direcciones y los ojos le lloraban tanto que no paraba de limpiárselos con un pañuelo.

—Jem, Maisie, ¿también estabais aquí? —preguntó Thomas Kellaway.

—Sí, papá —respondió su hijo—. Ayudábamos con los cubos.

Thomas asintió con la cabeza.

—Era lo que había que hacer entre vecinos. Me ha hecho pensar en el año pasado, cuando se quemó el establo de los Wightman e hicimos lo mismo. ¿Te acuerdas?

Jem recordaba aquel fuego en el límite de Piddletrenthide, aunque había sido distinto de éste. No se le había olvidado el escaso efecto de sus cubos de agua sobre las llamas, que se alzaron tanto como los robles cercanos una vez que alcanzaron el heno; después fue muy poco lo que se pudo hacer para detenerlas. Recordaba los relinchos de terror de los caballos atrapados detrás de las llamas, el olor a carne quemada, los alaridos con que respondía el señor Wightman y cómo hubo que retenerlo para que no corriera como un demente hacia el fuego en su afán de rescatar a los animales. También se acordaba de cómo lloraba la señora Wightman durante todo el crepitar y los gritos. Y de Rosie Wightman, una muchacha con la que Maisie y él habían ido con frecuencia al río Piddle para pescar anguilas y recoger berros, que miraba el fuego con expresión de horror y los ojos muy abiertos y que desapareció del valle del Piddle poco después, cuando se descubrió que había estado jugando con velas en el establo. No se había vuelto a saber nada de ella, y Jem se preguntaba a veces qué habría podido sucederle. El señor Wightman perdió el establo, el heno y los caballos, y su mujer y él acabaron en el asilo de pobres de Dorchester.

El incendio de Lambeth sólo había destruido fuegos artificiales, mientras que el de Wightman fue un infierno que acabó con una familia. El rey cumpliría de todos modos un año más tanto si sus súbditos londinenses veían los fuegos artificiales como si no. De hecho Jem se preguntaba a veces por qué Philip Astley gastaba tanto tiempo y energía en algo que contribuía tan poco a la marcha del mundo. Si Thomas Kellaway y sus colegas no hicieran sillas, bancos, ni taburetes, la gente no podría sentarse como es debido, y tendrían que utilizar el suelo. Si Philip Astley no dirigiera su circo, ¿supondría eso alguna diferencia? Jem, sin embargo, no le podía decir una cosa así a su madre. Nunca habría imaginado que pudiera llegar a gustarle tanto el circo. Incluso ahora brillaban lágrimas en sus ojos al mirar a los Astley.

En una pausa de la conversación, Philip Astley sintió su mirada y se volvió. No pudo por menos de sonreír ante la preocupación pintada en su rostro, y ello tratándose de una mujer que incluso prefería no verlo unos meses antes.

—Ah, señora, no hay necesidad de llorar —dijo, sacándose un pañuelo del bolsillo y ofreciéndoselo, aunque estaba tan manchado de hollín que no hubiera servido de mucho—. Nosotros, los Astley, hemos tenido que enfrentarnos a cosas peores en el pasado.

Anne Kellaway no aceptó el pañuelo, pero se secó los ojos con la manga del vestido.

—No, no, es el humo lo que me irrita los ojos. Los efectos del humo de Londres. —Dio un paso atrás, alejándose de él, porque la presencia de Philip Astley siempre tenía el efecto de expulsar a los demás del espacio que les correspondía.

—No tenga miedo, señora Kellaway —dijo Astley, como si Anne no hubiera hablado—. Esto no es más que un revés momentáneo. Doy gracias a Dios porque sólo mi carpintero ha resultado herido. Y estoy seguro de que se recuperará muy pronto.

Thomas Kellaway se hallaba junto a su esposa, con la mirada en los restos humeantes de la casa. Ahora intervino en la conversación.

—Si mientras tanto necesita usted alguna ayuda, señor Astley, con la madera y demás, mi chico y yo le echaremos una mano con mucho gusto, ¿verdad, Jem?

Su sincero ofrecimiento a un vecino necesitado, hecho con su agradable voz y sin cálculo alguno interesado, tuvo un impacto mayor de lo que él podía imaginar. Philip Astley miró a Thomas Kellaway como si alguien de pronto hubiera hecho que el sol brillara con más fuerza. La pausa antes de contestar no fue por mala educación, sino porque estaba pensando desde aquella nueva perspectiva. Astley miró a John Fox que, como siempre, estaba a su lado, una vez más con los ojos medio ocultos por los párpados ahora que el incendio estaba dominado.

—Bien, veamos —empezó—. Un ofrecimiento muy amable, amigo mío, muy amable sin duda. Puede incluso que se lo acepte. Veremos. De momento, amigo mío, señora... —Hizo una reverencia a Anne Kellaway—. He de dejarles, porque tenemos que ocuparnos de muchas cosas. Pero volveré a verlos muy pronto, espero. Muy pronto, desde luego, amigo mío. —Se alejó, junto con John Fox para reunirse con su hijo y empezar a dar órdenes a quienes los estaban esperando.

Jem, atónito, había escuchado a su padre y a Philip Astley en silencio. Nunca se le habría ocurrido que su padre y él pudieran trabajar como asalariados en lugar de por su cuenta. El rostro de Maisie se iluminó, sin embargo, porque sin duda encontraría razones para visitar a su padre y a su hermano en el anfiteatro y luego se quedaría allí para ver a John Astley. Anne Kellaway también se preguntó si aquello iba a significar que podría ir aún con más frecuencia al circo.

Dick Butterfield, mientras tanto, había descubierto a Maggie con los Kellaway y se dirigió sigilosamente hacia ella. Se estaba preparando para abalanzarse —si no la sujetaba bien era más que probable que echara a correr— cuando el ofrecimiento de Thomas Kellaway a Philip Astley lo detuvo en seco. Dick Butterfield se consideraba maestro indiscutible de la frase acertada y de la sugerencia oportuna, encaminadas a obtener la respuesta buscada y a meterle de paso unas monedas en el bolsillo. Él lo hacía bien, pensó, pero Thomas Kellaway acababa de superarlo. «Maldito sea», murmuró antes de arrojarse sobre su hija.

Cogida por sorpresa, Maggie gritó y trató de zafarse de su padre.

—¿La tienes, entonces? —gritó Bet, abriéndose camino entre la multitud para reunirse con su marido—. ¿Dónde demonios has estado, descarada? —le rugió a su hija a la que procedió a abofetear mientras forcejeaba—. ¡No se te ocurra volver a escaparte!

—No, no lo hará —afirmó Dick, sujetándola aún con mayor firmeza—. Estará demasiado ocupada trabajando, ¿no es así, Mags? La cuerda no es de tu agrado, ¿eh? No te preocupes, he encontrado otro sitio para ti, ¿sabes? Un amigo mío lleva la fábrica de mostaza que está junto al río. Trabajarás allí desde el lunes. Eso hará que te portes bien. Ya es hora de que empieces a traer un sueldo a casa, tienes la edad suficiente. Hasta entonces Charlie no te perderá de vista. ¡Charlie! —gritó, buscándolo.

Charlie se acercó con aire despreocupado desde la pared contra la que se había recostado. Trató de mirar con ferocidad a Jem y de sonreír a Maisie al mismo tiempo, pero sólo produjo una sonrisita poco clara. Jem le devolvió la mirada hostil; Maisie bajó los ojos.

—¿Dónde has estado, chico? —exclamó su padre—. Sujeta a tu hermana y no la pierdas de vista hasta que la lleves a la fábrica de mostaza el lunes por la mañana.

Charlie sonrió y sujetó el otro brazo de Maggie con las dos manos.

—Pierde cuidado, papá. —Cuando nadie miraba, dio a su hermana un pellizco retorcido muy doloroso.

Con sus padres delante, Maggie no podía darle una patada.

—¡Imbécil! —gritó—. ¡Mamá!

—A mí no me hables, ingrata —resopló Bet—. No quiero saber nada de ti. Nos has tenido demasiado preocupados.

—Pero... —Maggie se calló cuando Charlie hizo un gesto de cortarse el cuello con el dedo índice. Cerró los ojos y pensó en las atenciones que había recibido de los Blake y de la paz brevemente disfrutada en su jardín, donde podía olvidarse de Charlie y de lo que le había sucedido en el pasado. No se le ocultaba que era una cosa demasiado buena para que durase y que, a la larga, tendría que dejar el jardín y regresar con sus padres. Sólo aspiraba a decidir ella misma cuándo iba a suceder eso.

Se le escaparon las lágrimas y, aunque se las secó rápidamente con los dedos, los hermanos Kellaway repararon en ellas. Maisie miró a su amiga con simpatía, mientras Jem se clavaba las uñas en las palmas de las manos. Nunca había tenido tantas ganas de darle una paliza a alguien como en aquel momento a Charlie Butterfield.

Bet miró a su alrededor, dándose cuenta de repente de la exhibición pública de desunión que estaba dando su familia.

—Hola de nuevo —dijo, dirigiéndose a Anne para tratar de reanudar la inocente cháchara entre vecinas—. Iré a verlas un día de éstos para terminar ese Blandfield Wagon Wheel.

—Cartwheel —le corrigió Anne Kellaway—. Blandford Cartwheel.

—Eso es. Hasta pronto. ¿Nos vamos, Dick? —Tomó a su marido del brazo.

—A la taberna, mujer.

—Me parece bien.

Los Butterfield se fueron por un lado y los Kellaway por otro. Jem y Maggie se miraron mientras Charlie empujaba a esta última, y siguieron haciéndolo hasta que los tirones de su hermano consiguieron que se perdiera de vista.

Ninguno reparó en el señor Blake, sentado en los escalones de una de las casas situadas frente a la que había ardido; la señora Blake estaba a su lado, apoyada en la pared de la casa. El señor Blake tenía su cuaderno sobre las rodillas y hacía garabatos rápidamente.