Capítulo 2

Cuando hacía falta, como aquel día, Jem ayudaba a su padre en el anfiteatro; otras veces pasaba a ser uno de los chicos del circo que Philip Astley o John Fox utilizaban para hacer recados. Por lo general se trataba de ir a sitios en Lambeth o en el cercano Southwark. Las pocas veces que se le pedía ir más lejos —a un impresor cerca de Saint Paul's, a un bufete en el Temple, o a un mercero próximo a Saint James— Jem cedía el honor a otros chicos, siempre deseosos del penique extra que obtenían con los viajes al otro lado del río.

A menudo Jem no sabía cuál era su destino. «Corre al almacén de maderas de Nicholson y diles que necesitamos otra entrega de madera de haya, del mismo tamaño que la de ayer», le decía John Fox, dándose la vuelta antes de que Jem pudiera preguntarle dónde estaba el almacén. En esos casos echaba de menos a Maggie más que nunca, porque podría haberle dicho al instante que Nicholson quedaba inmediatamente al oeste del puente de Blackfriars. En lugar de eso se veía forzado a preguntar a los otros chicos, que le tomaban el pelo tanto por su ignorancia como por su acento.

A Jem no le importaba que lo mandaran a casa; de hecho le agradaba salir del anfiteatro. Asociaba estar al aire libre con septiembre más incluso que con los meses de verano, porque resultaba a menudo templado y agradable pero nunca sofocante. La luz de septiembre en Dorsetshire era maravillosa, con el sol arrojando su oro oblicuamente en lugar de golpear la tierra directamente como en pleno verano. Después de la frenética recogida del heno que, en agosto, mantenía el campo en constante movimiento, septiembre era más tranquilo y más contemplativo. La mayor parte de la huerta de su madre estaba lista para la mesa y aparecían además las flores: dalias, asteres, rosas. Maisie, sus hermanos y él se atiborraban de moras hasta que tenían los dedos y los labios teñidos de color morado brillante, o hasta la fiesta de San Miguel al acabar septiembre, cuando se decía que el demonio había escupido en las zarzas y las moras se agriaban.

Por debajo de la dorada abundancia de septiembre, sin embargo, una corriente empujaba también de manera inevitable en la dirección contraria. Podía haber aún mucho verde por todas partes, pero entre la maleza se iban acumulando hojas secas y enredaderas marchitas. Las flores estaban en su momento más esplendoroso, pero se mustiaban enseguida.

En Londres septiembre era menos dorado que en Dorsetshire, pero no había que ponerle peros. Jem se habría entretenido si hubiera podido, pero sabía que si retrasaba la entrega de la sierra de marquetería, el carpintero que la esperaba se iría a la taberna y luego sería incapaz de trabajar, acumulando tareas para su padre y para él. De manera que apretó el paso por los callejones entre el anfiteatro de Astley y Hercules Buildings sin detenerse para disfrutar con la luz del sol.

La señorita Pelham se hallaba en el jardín delantero del número 12 de Hercules Buildings, empuñando unas tijeras de podar, y el sol iluminaba su vestido amarillo. De la casa vecina, el número 13, domicilio de William Blake, salía un hombre que Jem no había visto nunca, aunque le pareció familiar, inclinado hacia delante como iba, con las manos a la espalda, el paso decidido pero casi torpe, la frente amplia llena de arrugas. Pero sólo cuando la señorita Pelham susurró: «Es hermano del señor Blake», reconoció Jem el parecido familiar.

—Ha muerto su madre —continuó su casera en voz muy baja—. Escúchame, Jem, ni tú ni tu familia tenéis que hacer ruido, ¿me oyes? El señor Blake no querrá oír vuestros martillazos y vuestros golpes ni que mováis Dios sabe qué de un lado a otro mañana y tarde. Acuérdate de decírselo a tus padres.

—Sí, señorita Pelham. —Jem vio subir por Hercules Buildings al hermano del señor Blake. Debe de ser Robert, pensó, al que el grabador había mencionado varias veces.

La señorita Pelham tijereteó salvajemente su seto de boj.

—El funeral es mañana por la tarde, de manera que no estorbes.

—¿Saldrá de aquí el cortejo?

—No, no; del otro lado del río. Van a enterrarla en Bunhill Fields. Pero, en cualquier caso, no molestes al señor Blake. No querrá que tú o esa chica lo estéis rondando en este momento de tristeza.

En realidad Jem no había tenido ninguna relación con el señor Blake durante todo el verano y muy poca con Maggie. Se diría que había pasado un año entero desde que su amiga se escondiera en casa de los Blake, tanto era lo que había cambiado su vida.

Aquello hizo que a Jem le resultara todavía más sorprendente, pocos minutos más tarde, descubrirla nada menos que en el jardín de los Blake. Había mirado por la ventana trasera para ver si su madre estaba en la huerta del señor Astley, y así era, en efecto: enseñaba a una sobrina de Astley cómo atar las tomateras a estacas sin estropear los tallos. Thomas Kellaway había echado mano de todo su valor para preguntar a Philip Astley si su mujer podía utilizar un trocito de terreno para sus propias verduras a cambio de ayudar a la sobrina de Astley, que parecía no distinguir entre nabos y nabas. Anne Kellaway no cupo en sí de alegría cuando el dueño del circo aceptó, porque si bien ya estaban a mitad de junio, y era demasiado tarde para muchas cosas, aún había conseguido sacar adelante algunas lechugas y rábanos tardíos, así como puerros y coles para más adelante.

Jem estaba a punto de darse la vuelta para bajar, la sierra de marquetería en la mano, cuando un resplandor blanco dentro del cenador de los Blake atrajo su atención. Al principio temió estar viendo una repetición del despliegue de desnudez presenciado unos meses antes, escena que aún le hacía ruborizarse cuando se acordaba de ella. Luego vio una mano que sobresalía de la sombra de la entrada, y una bota que reconoció, por lo que poco a poco reconstruyó la silueta inmóvil de Maggie.

No había nadie más en el jardín de los Blake, aunque la señorita Pelham estaba en el suyo, retirando las rosas marchitas. Jem dudó un momento, luego bajó muy deprisa las escaleras, corrió por Hercules Buildings hasta llegar al callejón que llevaba a Hercules Hall y después a la izquierda para rodear así las vallas de los jardines traseros. Su madre estaba aún con sus tomateras y Jem pasó sigilosamente sin ser visto. Llegó a la valla trasera de los Blake, donde un cajón viejo seguía escondido bajo una mata bastante alta, recuerdo de las dos semanas durante las que Maggie entraba y salía por allí en lugar de atravesar la casa de los Blake. Jem se detuvo junto al cajón, vigilando la espalda de su madre. Después, a toda velocidad, trepó por la valla y saltó dentro.

Abriéndose camino rápidamente a través de la parte descuidada del jardín, Jem se acercó sigilosamente a Maggie, manteniendo el cenador entre él y las ventanas de los Blake de manera que no pudieran verlo. Cuando ya estuvo cerca vio los hombros y el pecho de su amiga moviéndose al compás de la respiración. Jem miró a su alrededor y, cuando tuvo la seguridad de que los Blake no estaban cerca, se sentó y contempló a Maggie mientras dormía. Tenía las mejillas encendidas y una mancha amarilla a lo largo del brazo.

Maggie había desaparecido a raíz del fuego. Jem y su padre trabajaban mucho en el circo, pero no tantas horas como ella en la fábrica de mostaza, donde empezaba a las seis de la mañana y seguía hasta la noche todos los días de la semana excepto el domingo. Pero cuando los Kellaway iban a la iglesia, Maggie se desquitaba durmiendo, a veces durante todo el día. Cuando sucedía eso Jem tenía que esperar una semana más para verla.

Si Maggie se levantaba el domingo por la tarde, se reunían junto a la valla delante de la explanada de Astley y bajaban al río: unas veces por los alrededores de Lambeth Palace; otras, para pasear por el puente de Westminster. A menudo ni siquiera hacían eso, y se limitaban a sentarse apoyados en la valla. A Jem no se le ocultaba que Maggie perdía animación; cada domingo la veía más agotada, y más flaca, y notaba como las curvas que le atraían iban desapareciendo. Las líneas de las palmas de las manos y de los dedos, así como el espacio bajo las uñas estaban manchados de amarillo. Un polvo delicado se le pegaba también a la piel —en las mejillas, el cuello, los brazos— y no lograba lavárselo del todo, convertido en persistente fantasma amarillo. Su pelo oscuro había pasado a ser de un gris apagado debido al polvo de mostaza que recogía. Al principio Maggie se lo lavaba todos los días, pero renunció pronto: lavárselo le llevaba un tiempo durante el que podía dormir y ¿para qué molestarse en tener el pelo limpio cuando al día siguiente estaría de nuevo impregnado de mostaza?

Maggie sonreía menos. Hablaba menos. Jem descubrió que, por primera vez, era él quien llevaba la conversación. La mayor parte del tiempo la entretenía con historias sobre las cosas que pasaban en el circo: la pelea entre Philip Astley y el señor Johannot sobre las palabras subidas de tono que este último utilizaba en «La canción del pastelero» y que hacía que todas las noches el circo se viniera abajo con los aplausos; la desaparición de una de las costureras, a la que luego se encontró en Vauxhall Gardens, borracha y embarazada; la noche en la que el volcán de Júpiter se vino abajo por la violencia de los fuegos artificiales que se encendieron detrás. A Maggie le encantaban aquellas historias y pedía más.

Ahora, al mirarla, se sintió angustiado. Deseaba extender la mano y pasarle un dedo por el polvo de mostaza que tenía en el brazo.

Finalmente susurró su nombre.

Maggie se incorporó con un grito.

—¿Qué? ¿Qué pasa? —Miró a su alrededor con ojos desorbitados.

Jem se llevó un dedo a los labios tratando de calmarla y maldiciéndose por haberla asustado.

—La señorita Pelham está ahí al lado. Te he visto desde nuestra ventana y he pensado..., bueno, quería ver si estabas bien.

Maggie se frotó la cara, recobrando la calma.

—Por supuesto que estoy bien. ¿Por qué tendría que pasarme algo?

—Por nada. Es sólo que..., ¿no deberías estar en la fábrica?

—Ah, eso. —Suspiró, haciendo un ruido de persona mayor que Jem no le había oído nunca, y se pasó los dedos entre los enredados rizos—. Demasiado cansada. Fui por la mañana, pero me escapé a la hora del almuerzo. Todo lo que quería era dormir un poco. ¿Llevas encima algo de comer?

—No. ¿No te han dado nada en la fábrica?

Maggie entrelazó los dedos y se estiró de manera que echó los hombros para atrás.

—No, me fui mientras aún podía. Es igual, ya comeré luego.

Siguieron un rato sentados en silencio, escuchando las tijeras de podar de la señorita Pelham que trabajaba con sus rosas. Los ojos de Jem se iban una y otra vez a los brazos de Maggie, que ahora se abrazaba las rodillas.

—¿Se puede saber qué estás mirando? —preguntó de repente.

—Nada.

—Sí que estás mirando.

—Me preguntaba..., a qué sabe. —Hizo un gesto hacia la mancha de polvo que tenía Maggie en el brazo.

—¿La mostaza? A mostaza, tonto. ¿Por qué? ¿Quieres lamer un poco? —Maggie, socarrona, le ofreció el brazo.

Jem se puso colorado y Maggie insistió en aprovechar la situación.

—Vamos —murmuró—. Te desafío.

Aunque lo deseaba, Jem no se atrevía a reconocerlo. Vaciló, luego se inclinó, pasó la lengua unos cuantos centímetros por el polvo de mostaza, y el vello que crecía en el brazo de Maggie le hizo cosquillas en las papilas gustativas. Le mareó ligeramente sentir en la lengua la piel tibia de Maggie, con sabor a almizcle, aunque sólo fue un momento, porque la violencia de la mostaza le explotó de inmediato en la boca, picándole hasta el fondo de la garganta y haciéndole toser. A Maggie se le escapó una carcajada, un sonido que Jem oía muy poco en los últimos tiempos. Se echó para atrás, tan avergonzado y excitado que no se dio cuenta de que a Maggie el vello se le ponía de punta.

—¿No te has enterado? Ha muerto la madre del señor Blake —dijo, tratando de encontrar un camino para volver a tierra firme.

Maggie se estremeció, abrazándose otra vez las rodillas con los brazos.

—¿De verdad? Pobre señor Blake.

—El funeral será mañana. Bunhill Fields, ha dicho la señorita Pelham.

—¿En serio? He estado sólo una vez, con mi padre. ¿Te parece que vayamos? Mañana es domingo, así que no trabajamos.

Jem miró de reojo a su amiga.

—No podemos hacerlo..., ni siquiera la conocíamos.

—No importa. Nunca has estado por ahí, ¿verdad que no?

—¿Dónde?

—Más allá de Saint Paul's, por Smithfield. La parte más vieja de Londres.

—Me parece que no.

—¿Has cruzado el río?

—Claro que sí. ¿No te acuerdas de que fuimos a la abadía de Westminster?

—¿Eso es todo? ¿Llevas aquí seis meses y sólo has cruzado una vez el río?

—Tres veces —la corrigió Jem—. He vuelto en una ocasión a la abadía. Y también he cruzado el puente de Blackfriars. —No explicó a Maggie que no había llegado a salir por el otro lado después de cruzarlo. Se detuvo, vio el caos de Londres y no se decidió a entrar en él.

—No digas que no, ya verás como te gusta —insistió Maggie.

—Ya... ¿Como a ti el campo?

—No, no es lo mismo. —Cuando Jem siguió pareciendo indeciso, Maggie añadió—: Verás, será toda una aventura. Seguiremos al señor Blake, como siempre hemos querido hacer. ¿Qué pasa, tienes miedo?

Sonaba tanto como la Maggie de otro tiempo que Jem dijo:

—Está bien. Iremos.