Capítulo 7

Dick Butterfield podía estar en varias tabernas. Si bien la mayoría de la gente era partidaria de un local, a él le gustaba cambiar, y pertenecía a varios clubes o sociedades de bebedores, donde personas de ideas afines se reunían en un determinado local para discutir temas de interés mutuo. Esas noches no eran muy distintas de otras si se exceptúa que la cerveza era más barata y las canciones, incluso, más subidas de tono. Dick Butterfield estaba siempre haciéndose miembro de nuevos clubes y marchándose de los antiguos a medida que cambiaban sus intereses. En aquel momento pertenecía a un club náutico (una de sus ocupaciones fue la de barquero en el Támesis, aunque hacía ya mucho tiempo que había perdido la embarcación); a un club de debates, donde los miembros, desde la presidencia de una mesa, se turnaban para arengar a los demás sobre temas políticos; a un club de lotería, donde se hacía un fondo común para apuestas pequeñas con las que raras veces se ganaba lo suficiente para pagar las bebidas y donde Dick Butterfield estaba siempre animando a los miembros a aumentar las aportaciones; y, con mucho su favorito, un club de ponches, en el que cada semana probaban distintas mezclas hechas siempre con el ron como base.

La vida de Dick Butterfield, hombre de club y frecuentador de tabernas, era tan complicada que su familia raras veces sabía dónde encontrarlo una noche determinada. De ordinario bebía en un radio de menos de un kilómetro de su casa, pero con todo y con eso tenía docenas de tabernas donde elegir. Maggie y Jem ya habían recorrido Horse and Groom, Crown and Cushion, Canterbury Arms y Red Lion antes de encontrarlo instalado en un rincón de Artichoke, la taberna más ruidosa de todas ellas, en Lower Marsh.

Después de seguir a Maggie al interior de las dos primeras, Jem prefirió esperar fuera en las demás. Sólo había estado dentro de una taberna desde que llegaron a Lambeth: pocos días después de instalarse en Hercules Buildings el señor Astley los había visitado para ver cómo les iba, y había llevado a Thomas Kellaway y a Jem a Pineapple. Era un sitio muy tranquilo —Jem se daba cuenta ahora, cuando podía compararla con otras tabernas de Lambeth—, pero aquel día se había sentido abrumado por la animación de los bebedores —muchos de ellos gente del circo— y la estruendosa conversación de Philip Astley.

Lambeth Marsh era una calle de mercado llena de tiendas y puestos, así como de carros y gente que iban hacia la ciudad entre Lambeth y el puente de Blackfriars. Las puertas de Artichoke estaban abiertas y el ruido se derramaba por toda la calle, lo que hizo vacilar a Jem mientras Maggie se abría camino entre los que prácticamente obstruían la entrada y que él se preguntara por qué se empeñaba en seguirla.

Aunque sí sabía por qué: Maggie era la primera persona de Lambeth que se interesaba por él, y una amiga no le venía nada mal. La mayoría de los muchachos de su edad ya eran aprendices o estaban trabajando; había visto chicos más jóvenes, pero no conseguía hablar con ninguno de ellos. Era difícil entenderlos por una sencilla razón: Jem encontraba a veces incomprensibles los distintos acentos de Londres, así como otros muchos regionales que convergían en la ciudad.

Los chicos de Lambeth se diferenciaban además por otros motivos: eran más despiertos y más desconfiados. Le recordaban a los gatos que entran sigilosamente para colocarse junto al fuego, sabedores de que apenas se los tolera, contentos de estar dentro de la casa pero con orejas en continuo movimiento y los ojos convertidos en ranuras, dispuestos a detectar el pie que los echará fuera. Los niños eran a menudo groseros con los adultos, como Maggie con la señorita Pelham, y no les pasaba nada, cosa impensable en su pueblo. Se burlaban y tiraban piedras a la gente que no les gustaba; robaban comida de barriles y cestos y cantaban canciones ofensivas; gritaban, tomaban el pelo y hostigaban. Sólo de tarde en tarde veía chicos de Lambeth haciendo cosas en las que podría haber participado: remar en un bote en el río; cantar mientras salían de la escuela de beneficencia en Lambeth Green; perseguir a un perro que se había escapado con la gorra de alguien.

De manera que cuando Maggie le hizo señas desde la puerta de Artichoke la siguió dentro, desafiando el muro de ruido y la densa humareda de las lámparas. Quería ser parte de aquella nueva vida de Lambeth en lugar de verla desde una ventana, desde la puerta de una verja o por encima de la tapia de un jardín.

Pese a ser todavía por la tarde, la taberna estaba llena. El ruido era tremendo, aunque al cabo de un rato sus oídos empezaron a captar las trazas de una canción con la que no estaba familiarizado pero que tenía, sin duda, una melodía. Maggie se metió de cabeza entre la barrera de cuerpos hasta llegar al rincón donde se sentaba su padre.

Dick Butterfield era un hombre pequeño y marrón: marrones los ojos, el trasfondo de la piel, la ropa y castaño el pelo hirsuto. Una red de arrugas se le extendía por la cara desde el rabillo de los ojos y también por la frente, abriendo surcos profundos. Pese a las arrugas, tenía un aire juvenil y enérgico. Hoy se limitaba a beber sin participar en las actividades de ningún club. Sentó a Maggie en su regazo y estaba cantando con el resto de la taberna cuando Jem llegó por fin hasta ellos:

Y estoy seguro de que irá al Infierno

¡porque se empeña en que la folle

cuando de ir a la iglesia es el momento!

Al concluir el último verso se oyó un grito ensordecedor que obligó a Jem a taparse los oídos. Maggie se había incorporado a la canción y sonrió a Jem, que se ruborizó y procedió a mirarse los pies. Eran muchas las canciones que se cantaban en Five Bells, una de las tabernas de Piddletrenthide, pero ninguna como aquélla.

Después del gran grito, la taberna quedó más en calma, de la misma manera que un trueno que suena directamente encima significa que ha pasado lo peor de la tormenta.

—¿Qué demonios has estado haciendo, Mags? —preguntó Dick Butterfield a su hija en la quietud relativa.

—Cosas. He estado en su casa —señaló a Jem—, éste es Jem, viendo cómo su padre hace sillas. Acaban de llegar de Dorsetshire, y viven en casa de la señorita Pelham en Hercules Buildings, al lado del señor Blake.

—La señorita Pelham, ¿eh? —Dick Butterfield rió entre dientes—. Encantado de conocerte, Jem. Siéntate y descansa los remos. —Hizo un gesto con la mano en dirección al otro lado de la mesa. No había ni taburetes ni banco alguno. Jem miró a su alrededor: todos los asientos a la vista estaban ocupados. Dick y Maggie Butterfield lo miraron con idéntica expresión, esperando a ver qué hacía. Jem consideró la posibilidad de arrodillarse junto a la mesa, pero comprendió que no se ganaría así la aprobación de los Butterfield. Tendría que buscar un taburete libre por toda la taberna. Era lo que se esperaba de él, una pequeña demostración de sus méritos: la primera prueba real de su nueva vida londinense.

Encontrar un taburete vacío en una taberna abarrotada puede ser complicado, y Jem no lo consiguió. Trató de pedir uno, pero aquellos a quienes preguntó no le prestaron la menor atención. Intentó apoderarse de otro que un cliente utilizaba como escabel y le dieron un manotazo. Preguntó a una de las mozas de la taberna, que se rió de él. Mientras se abría paso entre la multitud de cuerpos, Jem se asombraba de que tanta gente estuviera bebiendo a aquella hora en lugar de trabajar. En el valle del Piddle muy pocos iban a Five Bells o a Crown o a New Inn antes de la noche.

Finalmente regresó a la mesa sin haber conseguido nada. Un taburete vacío se encontraba ahora en el sitio indicado por Dick Butterfield, y él y Maggie sonrieron a Jem.

—Palurdo —murmuró un joven, sentado junto a ellos, que había presenciado la dura prueba, incluidas las risas de la moza de la taberna.

—Cierra el pico, Charlie —replicó Maggie. Jem supuso al instante que se trataba de su hermano.

Charlie Butterfield era como su padre pero sin las arrugas ni el encanto; más apuesto de una manera un poco basta, pelo rubio descolorido y un hoyuelo en la barbilla, pero también con una cicatriz en una ceja que le daba un aire violento. Con su hermana era todo lo cruel que podía, y estuvo haciéndole quemaduras en los brazos hasta el día en que Maggie fue lo bastante mayor para darle patadas allí donde el dolor estaba garantizado. Charlie aún buscaba maneras de vengarse: tirarla del taburete donde se sentaba, derramarle la sal en la comida, quitarle las mantas por la noche. Jem no sabía nada de todo aquello, pero sintió en Charlie una presencia que le hizo evitar su mirada, como se hace con un perro que gruñe.

Dick Butterfield lanzó una moneda sobre la mesa.

—Tráele algo de beber a Jem, Charlie —ordenó a su hijo.

—No... —farfulló Charlie al mismo tiempo que Jem decía «No...».

Los dos se callaron ante la expresión severa en el rostro de Butterfield. De manera que poco después Charlie reapareció con una jarra de cerveza que Jem no deseaba: un líquido aguado y de mala calidad con el que, en lugar de bebérselo, los clientes de Five Bells regarían el suelo.

Dick Butterfield se recostó en la pared.

—Vamos a ver Mags, ¿qué me puedes contar hoy? ¿Cuál es el último escándalo en el viejo Lambeth?

—Hemos visto lo que pasaba en el jardín del señor Blake, ¿verdad que sí, Jem? En el cenador, con las puertas abiertas. —Maggie lanzó una mirada maliciosa a Jem, que volvió a enrojecer y se encogió de hombros.

—Así me gusta —dijo Dick Butterfield—. Siempre colándote por todas partes, descubriendo lo que hace marchar al mundo.

Charlie se inclinó hacia delante.

—¿Qué es lo que has visto, entonces?

Maggie también se inclinó hacia delante.

—¡Hemos visto cómo él y su mujer lo hacían!

Charlie rió entre dientes, pero Dick Butterfield no pareció impresionado.

—¿Gente en celo, eso es todo? Nada que no veas cualquier día si miras al fondo de un callejón. Sal y te tropezarás con ellos ahora mismo a la vuelta de la esquina. ¿Eh, Jem? Imagino que habrás visto tu ración, allí, en Dorsetshire, ¿verdad que sí, muchacho?

Jem miró su cerveza. Una mosca forcejeaba en la superficie, tratando de no ahogarse.

—He visto bastante —murmuró. Por supuesto que lo había visto otras veces. No sólo los animales con los que convivía (perros, gatos, ovejas, caballos, vacas, cabras, conejos, gallinas, faisanes), sino las personas que se escondían en algún rincón de un bosque o que se pegaban a los setos o incluso que se apareaban en mitad de un prado cuando pensaban que nadie iba a pasar por allí. Había visto a sus vecinos hacerlo en un granero, y a Sam con su chica en el avellanar de Nettlecombe Tout. Lo había visto las veces suficientes para no sorprenderse ya, aunque todavía se avergonzaba. No era gran cosa: en su mayor parte nada más que ropa y un movimiento repetido, a veces las pálidas nalgas de un varón subiendo y bajando como un émbolo o los pechos de una mujer que se agitaban. Lo incómodo era presenciarlo cuando no se contaba con su presencia, la irrupción en la supuesta intimidad, eso hacía que Jem se diera la vuelta con la cara encendida. Había tenido casi la misma sensación en las infrecuentes ocasiones en que había oído discutir a sus padres: cuando su madre, por ejemplo, pidió a su padre que cortara el peral del fondo del huerto del que se había caído Tommy y él se negó. Anne Kellaway, después, había empuñado un hacha y lo había cortado ella.

Jem hundió el dedo en la cerveza, dejó que la mosca trepara por él y que escapara arrastrándose. Charlie lo vio con asombrada repugnancia; Dick Butterfield se limitó a sonreír y a mirar a los otros clientes a su alrededor, como si buscase a alguien con quien hablar.

—No era sólo que lo estuvieran haciendo —insistió Maggie—. Estaban..., se habían..., se habían quitado toda lo ropa, ¿no es cierto, Jem? Lo veíamos todo, como si fuesen Adán y Eva.

Dick Butterfield contemplaba a su hija con la misma mirada escrutadora que le había lanzado a Jem cuando trataba de encontrar un taburete. Aunque pareciese una persona sin complicaciones —apoltronado en su asiento, invitando a beber a otros, sonriente y asintiendo a todo con la cabeza— exigía mucho de las personas con las que convivía.

—¿Y sabes lo que estaban haciendo mientras tanto? —continuó su hija.

—¿Qué, Mags?

Maggie pensó rápidamente en la cosa más extravagante que dos personas podían hacer mientras se suponía que copulaban.

—¡Se leían el uno al otro!

Charlie rió entre dientes.

—¿El periódico?

—Eso no es lo que yo... —empezó Jem.

—Leían un libro —le interrumpió Maggie, alzando la voz sobre el ruido de la taberna—. Poesía, creo que era poesía. —Los detalles concretos siempre hacían más creíbles las historias.

—Poesía, ¿eh? —repitió Dick Butterfield, bebiendo un sorbo de su cerveza—. Imagino que sería El paraíso perdido, si estaban jugando a Adán y Eva en su jardín. —Dick Butterfield había tenido en cierta ocasión un ejemplar del poema, uno más entre un carretón de libros que había caído en sus manos y que estaba tratando de vender, y leyó algunos fragmentos. Nadie pensaría que fuese capaz de leer tan bien, pero su padre le había enseñado, con el argumento de que lo más conveniente era ser una persona tan culta como aquellos a los que estafaban.

—Sí, eso era. El peral perdido —asintió Maggie—. Sé que oí esas palabras.

Jem dio un respingo, incapaz de creer lo que oía.

—¿Has dicho «peral»?

Dick lanzó a su hija una mirada de desprecio.

—El paraíso perdido, Mags. No confundas las palabras. Esperad un momento. —Cerró los ojos, pensó unos instantes y luego recitó:

Delante tenían todo el mundo,

donde, para su reposo, podían elegir

el lugar que les pluguiera,

con la Providencia como guía;

tomándose de la mano, prosiguieron,

con lentos e inciertos pasos,

su camino solitario

para salir del Edén.

Sus vecinos se lo quedaron mirando; no eran palabras que se oyeran de ordinario en la taberna.

—¿Qué está usted diciendo, padre? —preguntó Maggie.

—Lo único que recuerdo de El paraíso perdido; los últimos versos, cuando Adán y Eva se marchan del Edén. Me dieron mucha pena.

—Yo no oí decir nada parecido a los Blake —dijo Jem, que sintió de inmediato la patada de Maggie por debajo de la mesa.

—Fue cuando tú ya no mirabas —insistió ella.

Jem abrió la boca para seguir discutiendo, pero enseguida renunció. Estaba claro que a los Butterfield les gustaban las historias bien adornadas; de hecho eran los adornos lo que buscaban, y muy pronto se lo transmitirían a todos los demás, incluso más detallado, hasta que la taberna entera hablase de cómo los Blake jugaban a Adán y Eva en su jardín, aunque eso no fuera en absoluto lo que Jem había visto. ¿Quién era él para estropearles la diversión? Aunque es cierto que se acordó de los ojos despiertos del señor Blake, de su saludo sincero y de su paso decidido, y lamentó que estuvieran difundiendo cosas como aquélla sobre él. Jem prefería decir la verdad.

—¿A qué se dedica el señor Blake? —preguntó, tratando de desviar la conversación de lo que habían visto en el jardín.

—Quieres decir, ¿aparte de montar a su mujer en el jardín? —Dick Butterfield rió entre dientes—. Es impresor y grabador. Habrás visto la imprenta si has mirado por la ventana de su casa, ¿no es cierto?

—¿La máquina que tiene una manivela como una estrella? —Jem se había fijado, efectivamente, en el aparato de madera, que era incluso más grande y voluminoso que el torno de su padre, y se había preguntado para qué servía.

—Esa misma. Lo verás usarla de cuando en cuando, a él y a su mujer. Imprimen libros y demás. Folletos, láminas, ese tipo de cosas. No sé si se gana la vida con ellos, de todos modos. Vi unos cuantos cuando lo visité para tratar de venderle algo de cobre para sus planchas en la época en que se trasladó aquí desde el otro lado del río, hace uno o dos años. —Dick Butterfield movió la cabeza, escéptico—. Cosas extrañas, ya lo creo. Mucho fuego y gente desnuda con ojos muy grandes, que gritaba.

—¿Quiere usted decir como en el infierno, padre? —sugirió Maggie.

—Quizá. Nada que yo encontrara de mi gusto, en cualquier caso. A mí me gustan los dibujos alegres. No me parece que las cosas que hace se las vaya a comprar mucha gente. Debe de ganar más haciendo grabados para otros.

—¿Te compró el cobre?

—Qué va. Tan pronto como me puse a hablar con él supe que no es de los que compran así, por un capricho. Tiene sus propias ideas, así es el señor Blake. Seguro que va en persona a elegir su cobre y su papel, con mucho cuidado. —Dick Butterfield lo dijo sin rencor; de hecho respetaba a quienes, sin la menor vacilación, no se dejaban engañar por sus estratagemas.

—La semana pasada lo vimos con su bonnet rouge, ¿verdad que sí, Jem? —dijo Maggie—. Tenía una pinta muy rara con él.

—Es más valiente que la mayoría —afirmó Dick Butterfield—. No hay mucha gente en Londres que dé un apoyo tan manifiesto a los franchutes, digan lo que digan en la taberna. Al P. M. no le cae nada bien, ni tampoco al rey.

—¿Quién es el P. M.? —preguntó Jem.

Charlie Butterfield resopló.

—El primer ministro, muchacho, el señor Pitt —añadió Dick Butterfield con tono un poco cortante, en caso de que aquel chico de Dorset ni siquiera supiera aquello.

Jem bajó la cabeza y miró su cerveza una vez más. Maggie lo vio luchando al otro lado de la mesa, y deseó no haberlo traído para que conociera a su padre. Jem no entendía lo que Dick Butterfield quería de la gente, el tipo de diálogo rápido e inteligente que esperaba de aquellos a los que permitía sentarse con él en el taburete que ocultaba enganchado con los pies debajo de la mesa. Dick Butterfield quería que se le informase y se le distrajera al mismo tiempo. Siempre estaba buscando alguna manera nueva de hacer dinero: se ganaba la vida con pequeños proyectos arriesgados que planeaba a partir de conversaciones en la taberna, y además quería pasarlo bien con ellos. La vida era dura, después de todo, y ¿había algo más útil para facilitarla que unas cuantas risas, además de un pequeño negocio que le pusiera dinero en el bolsillo?

Dick Butterfield sabía percatarse de cuándo la gente se hundía. No se enfadó con Jem: la confusión e inocencia del muchacho hacía que sintiera más bien ternura por él, y que le irritase la indiferencia de sus hijos. Expulsó bruscamente a Maggie de sus rodillas, de manera que cayó al suelo, desde donde miró a su padre con ojos cargados de reproches.

—Cielos, niña, te estás volviendo muy pesada —dijo Dick, sacudiendo una rodilla arriba y abajo—. Has hecho que se me duerma la pierna. Vas a necesitar taburete propio ahora que empiezas a tener tamaño de señora.

—Nadie le va a dar uno, en cualquier caso, y no estoy hablando sólo del taburete —dijo Charlie con desdén—. Estúpida deforme.

—Déjala en paz —intervino Jem.

Los tres Butterfield se lo quedaron mirando, Dick y Charlie inclinados, con los codos en la mesa, y Maggie todavía en el suelo entre los dos. Luego Charlie intentó abalanzarse sobre Jem, pero su padre lo detuvo con un brazo.

—Dale a Maggie tu taburete y búscate otro —dijo.

Charlie miró a Jem con odio, pero se puso en pie, aunque dejó que el taburete cayera para atrás, antes de alejarse a grandes zancadas. Jem no se atrevió a volverse para vigilarlo, ni tampoco alzó los ojos. Tomó un sorbo de cerveza. Había defendido a Maggie por costumbre, como habría hecho con su hermana.

Maggie se puso en pie, enderezó el taburete de Charlie y se sentó en él, el gesto sombrío.

—Gracias —murmuró en dirección a Jem, aunque no sonó muy satisfecha.

—De manera que tu padre repara sillas y les pone patas, ¿no es eso? —dijo Dick Butterfield, iniciando la parte comercial de la conversación, dado que parecía poco probable que Jem les proporcionara nuevos motivos de diversión.

—No es exactamente eso, señor Butterfield —respondió Jem—. No va viajando de ciudad en ciudad; lo suyo es hacer sillas de verdad, no esas cosas destartaladas que fabrica un simple carpintero.

—Claro está, por supuesto. ¿Dónde consigue los materiales?

—En un almacén de maderas junto al puente de Westminster.

—¿Cuál? Apuesto a que se los puedo conseguir más baratos.

—El de un tal Harris. El señor Astley le presentó a mi padre.

Dick Butterfield hizo un gesto de contrariedad al oír el nombre de Astley. El padre de Maggie conseguía buenos precios en la mayoría de los sitios, pero nunca mejores que los de Philip Astley. Su casero y él procuraban mantenerse a distancia, pero existía respeto por ambas partes, aunque fuese a regañadientes. Si Dick Butterfield hubiera sido un acaudalado propietario de circo, o Philip Astley un pícaro de poca monta, se habrían parecido mucho.

—Bien, si tengo noticias de madera más barata, te lo haré saber. Déjalo de mi mano —añadió, como si fuese Jem quien había acudido a él en busca de consejo—. Veré lo que puedo hacer. Os haré una visita uno de estos días, eso es lo que haré, y charlaré un rato con tu padre. Siempre me alegra echar una mano a los vecinos nuevos. Pero vamos a ver, ya deben de estar esperándote en casa, ¿no te parece? Se preguntarán por qué tardas tanto.

Jem asintió con la cabeza y se levantó del taburete.

—Gracias por la cerveza, señor Butterfield.

—Ha sido un placer, muchacho. —Dick Butterfield enganchó el taburete de Jem con un pie y lo arrastró de nuevo debajo de la mesa. Maggie se apoderó de la cerveza mediada de Jem y bebió un buen trago.

—Adiós —le dijo.

—Hasta la vista.

De camino hacia la puerta, Jem pasó junto a Charlie, de pie con un grupo de jóvenes como él. Charlie lo miró con ferocidad y empujó a uno de sus amigos para que tropezara con Jem. Los jóvenes rieron y Jem se apresuró a salir de la taberna, encantado de dejar atrás a los Butterfield. Sospechaba, sin embargo, que volvería a ver a Maggie, aunque esta vez no hubiera dicho «Hasta la vista». A pesar de su hermano y de su padre, lo deseaba. Maggie le recordaba a las moras de septiembre, que parecían maduras pero que, cuando se comían, tanto podían estar ácidas como dulces. Jem era incapaz de resistir semejante tentación.