Capítulo 6
Cuando Maggie regresó, Bet Butterfield estaba junto al fuego, echando a puñados trozos de patata en una olla con agua. Charlie ya estaba en la mesa, sus largas piernas extendidas por delante.
—Pica las cebollas, ¿quieres, corazón? —dijo Bet Butterfield, aceptando la jarra de Maggie sin decir nada sobre su retraso, ni sobre la cerveza que faltaba—. A ti te hacen llorar menos que a mí.
—A Charlie no se le saltan las lágrimas —replicó Maggie. Su hermano no se dio por aludido y siguió repantigado en la mesa. Maggie lo miró ferozmente mientras empezaba a pelar las cebollas. Bet cortó parte de la grasa de la carne y la puso en una sartén para calentarla. Luego se colocó junto a su hija, viendo lo que hacía.
—Aros no —dijo—. Picada.
Maggie hizo una pausa, el cuchillo hundido en media cebolla.
—Déjalo, madre. Has dicho que las cebollas te hacen llorar, así que vete.
—¿Cómo me voy a ir si no las estás picando bien?
—¿Qué más da cómo las pico? Aros o trocitos, saben igual. Las cebollas son cebollas.
—Vamos, lo haré yo. —Bet Butterfield agarró el cuchillo, pero Maggie no lo soltó.
Charlie alzó la vista de su contemplación del vacío y vio como madre e hija forcejeaban por el cuchillo.
—Cuidado, mamá —exclamó arrastrando las palabras—. Maggie es muy hábil con un cuchillo, ¿verdad que sí, hermanita?
Maggie dejó de forcejear.
—¡Cierra la boca, Charlie!
Bet Butterfield miró sucesivamente a sus dos retoños.
—¿De qué estáis hablando?
—De nada, mamá —respondieron al unísono.
Bet esperó, pero ninguno de los dos abrió la boca, aunque Charlie se volvió hacia el fuego y sonrió irónico. Su madre empezó a picar las cebollas como un rato antes se había puesto a planchar: de manera automática, metódica, repitiendo un acto con el que estaba tan familiarizada que no necesitaba pensar en absoluto.
—Madre, la grasa está echando humo —anunció Maggie.
—Añade la carne entonces —le ordenó su madre—. No dejes que se queme. A tu padre no le gusta quemada.
—No voy a quemarla.
Maggie la quemó. Cocinar le procuraba tan pocas satisfacciones como planchar. Bet terminó de picar las cebollas, recogió los trozos y los echó a la sartén antes de quitarle la cuchara a su hija.
—¡Maggie! —gritó cuando dio la vuelta a la carne y vio las marcas negras.
Charlie rió entre dientes.
—¿Qué ha hecho esta vez? —Dick Butterfield habló desde el umbral. Bet le dio rápidamente la vuelta a la carne y agitó vigorosamente la cebolla.
—Nada, nada; se va a poner otra vez a planchar, ¿verdad que sí, cariño?
—Ten cuidado no la chamusques —comentó Dick Butterfield—. ¿Qué demonios sucede? —añadió al ver que Charlie empezaba a reírse y que Maggie le daba patadas en las piernas—. Oye, chica, tienes que tratar a tu familia con un poco más de respeto. Ahora ayuda a tu madre. —Enganchó un taburete con el pie y se lo colocó debajo mientras se sentaba, una maniobra que había perfeccionado durante muchos años de frecuentar tabernas.
Maggie puso cara de pocos amigos, pero retiró la plancha del fuego y regresó junto al montón de sábanas. Notaba los ojos de su padre fijos en ella mientras movía la plancha arriba y abajo y por una vez se concentró en alisar la tela de manera sistemática en lugar de al azar.
No era frecuente que los cuatro Butterfield estuvieran juntos en la misma habitación. Dada la diferente naturaleza de sus ocupaciones, Dick y Bet se marchaban con frecuencia a horas distintas, y Charlie y Maggie habían crecido entrando y saliendo de la casa con toda libertad y comiendo empanadas que compraban en tiendas o en tabernas o en puestos callejeros. La cocina se hacía pequeña con los cuatro allí, sobre todo con las piernas de Charlie ocupando tanto espacio.
—Escucha, Mags —dijo Dick Butterfield de repente—. Charlie nos ha contado que estabas por ahí con el chico de los Kellaway cuando tenías que haberle traído una cerveza a tu madre.
Maggie fulminó a su hermano con la mirada y Charlie le contestó con una sonrisa.
—Pierdes el tiempo correteando con gente de Dorset —continuó su padre—, mientras tu madre y yo salimos a trabajar para darte de comer. Ya va siendo hora de que empieces a ganarte el sustento.
—No veo que Charlie trabaje —murmuró Maggie como si hablara con la sábana que planchaba.
—¿Qué has dicho? —gruñó Charlie.
—Charlie no trabaja —repitió Maggie en voz más alta—. Es varios años mayor que yo y no veo que lo mandes fuera a trabajar.
Dick Butterfield jugueteaba con un trozo de carbón encima de la mesa y Bet, la sartén sobre la olla, empujaba la carne y la cebolla picada para mezclarlas con las patatas. Los dos interrumpieron lo que estaban haciendo y miraron fijamente a Maggie.
—¿Qué quieres decir, chica? Claro que trabaja, ¡trabaja conmigo! —protestó Dick, sinceramente desconcertado.
—Quiero decir que nunca lo has hecho aprendiz, para que supiera un oficio.
Charlie había tenido hasta entonces un gesto de suficiencia, pero en aquel momento dejó de sonreír.
—Está de aprendiz conmigo —dijo Dick muy deprisa, mientras miraba a su hijo de reojo—. Y ha aprendido un montón de cosas sobre comprar y vender, ¿no es verdad, muchacho?
Era un punto doloroso. Los padres de Charlie no habían tenido el dinero necesario para hacerlo aprendiz a los trece años, ya que por entonces Dick Butterfield estaba en la cárcel. Lo habían condenado a dos años porque trató de hacer pasar peltre por plata, de manera que cuando cumplió la sentencia y recuperó su negocio, Charlie ya era una criatura zafia que dormía hasta mediodía y emitía gruñidos en lugar de hablar. Los escasos comerciantes que podrían haber estado dispuestos a aceptar a un muchacho de más edad, pasaban un minuto en su compañía y se excusaban. Dick Butterfield sólo consiguió que le hicieran un favor y Charlie duró dos días completos en una herrería antes de quemar a un caballo jugando con un atizador al rojo. El caballo, dejándolo inconsciente de una coz, se encargó de despedirlo sin que mediara el herrero; la cicatriz que le cruzaba una ceja era consecuencia de aquel golpe.
—Ahora no hablamos de Charlie —afirmó Dick—, sino de ti. Tu madre dice que no sirve de nada que hagas la colada con ella porque no le coges el tranquillo, ¿no es cierto? Así que he preguntado por ahí, y te he conseguido un puesto en Southwark con un amigo mío que fabrica cuerda. Empiezas mañana por la mañana a las seis. Será mejor que duermas bien esta noche.
—¡Cuerda! —exclamó Maggie—. ¡Por favor, papá, eso no! —Pensaba en la mujer que había visto en una taberna con las manos en carne viva del áspero cáñamo con el que tenía que trabajar todo el día.
—¡Qué buena suerte! —Charlie movió mucho la boca para que su hermana le leyera los labios sin que se enterasen sus padres.
—¡Cabrón! —respondió Maggie por el mismo procedimiento.
—Nada de discusiones, chica —dijo Dick Butterfield—. Ya es hora de que crezcas.
—Mags, corre a la vecina y pídele unos nabos —ordenó Bet Butterfield, tratando de calmar la indignación cada vez más palpable en el cuarto—. Dile que se los devolveré mañana cuando vaya al mercado.
Maggie dejó la plancha de golpe sobre los carbones al rojo y se volvió para irse. Si hubiera salido, le hubiesen prestado los nabos y hubiera vuelto, el momento difícil podría haberse superado. Pero al dirigirse hacia la puerta, Charlie alargó una pierna para ponerle la zancadilla, Maggie cayó hacia delante, se golpeó en las espinillas y tropezó con el brazo de Dick Butterfield de manera que el trozo de carbón con el que había estado jugueteando salió volando de sus manos y fue a caer dentro del guiso.
—Maldita sea, Mags, ¿qué demonios estás haciendo? —gritó su padre.
Incluso entonces el problema podría haberse arreglado si su madre hubiera regañado a Charlie por zancadillear a su hermana. En lugar de hacerlo, Bet exclamó:
—¿Se puede saber qué bicho te ha picado, patosa, más que patosa? ¿Quieres echarme a perder la cena? ¿No sabes hacer nada a derechas?
Maggie se levantó como pudo del suelo para enfrentarse con la sonrisa burlona de Charlie. Aquello hizo que algo se quebrara en su interior y que le escupiera en la cara a su hermano. Charlie se puso en pie de un salto con un rugido, la silla despedida hacia atrás. Mientras Maggie saltaba por la habitación en dirección a la puerta, gritó por encima del hombro:
—¡Que os den por saco a todos! ¡Podéis coger vuestros nabos y metéroslos por el culo!
Charlie la persiguió hasta salir de la casa y luego calle adelante, bramando «¡Zorra!» todo el camino, y la hubiese alcanzado de no ser por un coche de caballos que avanzaba con gran estruendo por Bastille Row: Maggie lo evitó cruzando por delante como una flecha, pero su hermano tuvo que detenerse. Eso dio a la muchacha los segundos precisos que necesitaba para quitárselo de encima, atravesar a la carrera Mead Row y meterse en un callejón que corría por detrás de una hilera de jardines y que finalmente salía frente a Dog and Duck. Maggie conocía todos los escondrijos y callejones de Lambeth mucho mejor que su hermano. Cuando se volvió a mirar, Charlie había dejado de seguirla. Era de esa clase de personas que nunca se molestan en perseguir a alguien si no están seguros de poder alcanzarlo, porque detestan verse derrotados.
Maggie se escondió detrás de Dog and Duck durante un rato, mientras escuchaba el ruido procedente de la taberna y seguía pendiente de su hermano. Cuando tuvo la seguridad de que había dejado de buscarla, salió sigilosamente y echó a andar por las calles describiendo un amplio semicírculo alrededor de Bastille Row. Reinaba la tranquilidad; la gente cenaba en sus casas o estaba en la taberna. Los vendedores callejeros habían recogido sus mercancías y se habían marchado; empezaban a aparecer las prostitutas.
Al final Maggie terminó junto al río a la altura de Lambeth Palace. Se sentó en la orilla durante mucho tiempo, contemplando las embarcaciones que subían y bajaban mientras aún brillaba el sol de las últimas horas de la tarde. Oía, a lo largo del río, los sonidos reconocibles del circo Astley: música, risas y de cuando en cuando ovaciones. El corazón le martilleaba aún y todavía rechinaba los dientes.
—¡Maldita cuerda! —murmuró—. Que se vaya al infierno.
Aunque tenía hambre e iba a necesitar un sitio donde dormir, no se atrevía a volver a casa y enfrentarse con sus padres, con Charlie y con la cuerda. Maggie tiritó, aunque la tarde era todavía templada. Estaba acostumbrada a pasar tiempo fuera de casa, pero nunca había dormido en otro sitio. Quizá Jem me deje dormir en su casa, pensó. No se le ocurría ningún otro plan, de manera que se puso en pie de un salto y corrió por Church Street más allá de Lambeth Green hasta llegar a Hercules Buildings. Sólo vaciló cuando se encontró delante de la casa de la señorita Pelham. No había nadie en las ventanas de las habitaciones de los Kellaway, aunque estuvieran abiertas. Podía llamar o tirar una china para atraer la atención de alguien, pero no lo hizo. Se limitó a quedarse allí mirando, con la esperanza de que Jem o Maisie se lo facilitaran descubriéndola y llamándola para que subiera.
Al cabo de unos minutos de estar allí de pie y de sentirse una estúpida, volvió de nuevo a la calle. Oscurecía ya. Caminó por el callejón —entre dos casas de Hercules Buildings— que llevaba a la explanada de Astley. Al otro lado estaba el jardín de sus padres, donde podía ver una débil luz a través de la abertura en la valla. Ya habrían cenado para entonces. Maggie se preguntó si su madre le habría guardado su parte del guiso. Dick podía haberse marchado a la taberna para volver con más cerveza y quizá un periódico atrasado o un par de ellos que les leería en voz alta a Bet y a Charlie, si su hermano no se había ido ya a la taberna por su cuenta. Tal vez se hubieran presentado los vecinos y se estuvieran poniendo al día sobre las habladurías locales o comentasen lo difíciles que podían ser las hijas. Uno de sus vecinos tocaba el violín: quizá lo hubiera traído consigo y Dick Butterfield llevase encima cerveza suficiente para cantar «Morgan Rattler», su canción favorita, muy subida de tono. Maggie aguzó el oído todo lo que pudo, pero no consiguió oír música alguna. Quería volver a casa, pero sólo si podía entrar y sentarse con su familia sin que se organizara ningún jaleo, sin tener que decir lo siento y aceptar la paliza que sabía la estaba esperando y salir a la mañana siguiente y hacer cuerda durante el resto de su vida. Eso no iba a suceder, de manera que tenía que hacerse fuerte y ver las cosas desde lejos.
Reparó entonces en la valla al fondo del jardín de los Blake, inmediatamente a su izquierda. La estuvo mirando y calculó su altura, lo que había detrás y si trepar por ella era lo que quería hacer.
No lejos de la valla había una carretilla que una de las sobrinas de Astley había estado utilizando en su huerta. Maggie miró a su alrededor. Por una vez la explanada estaba vacía, aunque hubiera siluetas que se movían dentro de Hercules Hall: criados que preparaban una cena tardía para su amo. Vaciló un momento, pero luego corrió agachada hasta la carretilla y la empujó hasta el final de la valla, estremeciéndose por el ruido que hacía. Luego, cuando estuvo segura de que nadie miraba, se subió a la carretilla y trepó hasta lo alto de la valla; a continuación saltó a oscuras al interior del jardín.