Capítulo 6
Más adelante, Maggie recordaría todos y cada uno de los momentos de su viaje a Dorsetshire y, mucho después, aún le gustaba recorrer de nuevo el trayecto con la imaginación. El dinero de Bet Butterfield cubrió sólo dos asientos dentro de la diligencia, y fue necesario un gran ejercicio de persuasión para que el cochero permitiese que Maggie se sentara a su lado en el pescante por una tarifa reducida. Se convenció finalmente, dado el estado de Maisie y de Rosie, cuando Maggie afirmó que era partera y que si no la dejaba acompañarlas quizá tuviera que encargarse él de traer al mundo a las dos criaturas.
Maisie y Rosie causaban sensación dondequiera que iban: en las posadas donde se cambiaban los caballos, en las mesas donde comían, en las calles donde se turnaban para estirar las piernas, en la diligencia misma, siempre llena de pasajeros. Una joven embarazada era algo bastante corriente, pero al tratarse de una pareja, la doble dosis de fertilidad llamaba la atención, ofendiendo a algunos, alegrando a otros. Maisie y Rosie estaban tan contentas de disfrutar de su mutua compañía que apenas eran conscientes de las críticas y las sonrisas, se acurrucaban juntas en la diligencia, se decían cosas al oído y reían tontamente en la calle. No había por tanto ningún inconveniente en que Maggie se sentara en el pescante. Desde allí, además, tenía una vista mucho mejor del intenso colorido del paisaje del sur de Inglaterra, tan desconocido para ella.
La primera etapa no fue demasiado sorprendente, por cuanto la diligencia atravesó una sucesión de pueblos que seguían de cerca el Támesis y miraban hacia Londres para sus operaciones vitales: Vauxhall, Wandsworth, Putney, Barnes, Sheen. Sólo a partir de Richmond y del primer cambio de caballos sintió Maggie de verdad que habían salido de Londres. La tierra se abría en largas colinas suaves, con un ritmo visual desconocido para alguien acostumbrado a las reducidas perspectivas de las calles de una gran ciudad. Al principio, fascinada, sólo podía mirar —por encima de las sucesivas hileras de colinas— al horizonte, que estaba más lejos de todo lo que había tenido ocasión de ver hasta entonces. Después de acostumbrarse a aquella espaciosa novedad, fue capaz de centrarse en el paisaje que le quedaba más cerca, de asimilar los campos divididos por setos, las ovejas y las vacas diseminadas aquí y allá, y las casas con techo de bálago, cuyas curvas greñudas le hacían reír. Cuando por fin se detuvieron para cenar en Basingstoke, estaba ya preguntándole al cochero los nombres —por los que no había sentido hasta entonces el más mínimo interés— de las flores a los lados del camino.
El viaje habría sido del todo abrumador para una chica de Londres si no hubiera estado subida en el agitado pescante, distanciada de lo que veía, pasando por el paisaje pero sin relacionarse con él. Maggie se sentía segura donde estaba, apretada entre el cochero y el mozo de caballos, y le encantó, minuto a minuto, todo el tiempo que pasó en la diligencia, incluso cuando empezó a llover a media tarde y el sombrero del cochero le goteaba directamente sobre la cabeza.
Pasaron la noche en una posada de Stockbridge. Maggie durmió poco, porque era un lugar ruidoso, al que continuaron llegando diligencias hasta medianoche y que mantuvo el comedor abierto hasta mucho más tarde. Compartir cama con dos embarazadas supuso que una u otra estuvieran todo el tiempo levantándose para usar el orinal. Maggie, por añadidura, siempre había dormido en su casa, con la sola excepción, durante unos pocos días, del cenador de los Blake. No estaba acostumbrada a un lugar tan público para dormir, con otras tres camas en la habitación y mujeres entrando y saliendo durante toda la noche.
Estar tumbada y quieta después de un día de ajetreo le permitió pensar por fin en lo que estaba haciendo y eso hizo que se preocupara. En primer lugar, le quedaba muy poco dinero. La cena en la posada les había costado media corona a cada una, con un chelín más para el camarero, y nuevos gastos que no cesaban de aparecer: seis peniques para la camarera que les había mostrado su habitación y les había dado una sábana y mantas, dos peniques para el chico que aseguró tener que limpiarles las botas, un penique para el mozo que insistió en subirles los bultos al cuarto, algo que podrían haber hecho ellas sin dificultad porque tenían muy poco equipaje. Con su escasa reserva de peniques y chelines disminuyendo rápidamente, a Maggie no le iba a quedar nada para cuando llegasen al valle del Piddle.
Pensó también en su familia: en lo mucho que se enfadaría su padre al descubrir que se había escapado, cuánto tendría que sufrir su madre a manos de Dick Butterfield por haberla ayudado. Sobre todo se preguntaba dónde estaría Charlie en aquel momento, y si la encontraría en el futuro y la castigaría por haberse vengado de él. Aquella mañana, cuando las tres viajeras habían llegado a White Hart, una taberna en Borough High Street, de donde salía la diligencia para Weymouth, Maggie había encontrado a un militar, hizo un aparte con él y le contó que en el número 6 de Bastille Row había un joven con energías más que suficientes para luchar con los franceses. El militar prometió visitar enseguida la casa —el ejército buscaba siempre jóvenes como él para mandarlos a la guerra— y dio un chelín a su informante. No era nada comparado con el dinero de la cucharita de plata que su hermano nunca le había devuelto, pero igual de satisfactorio, sobre todo si se pensaba en Charlie embarcado con destino a Francia.
Por la mañana, aunque con la ropa todavía húmeda por la lluvia de la víspera, Maggie estaba mucho más deseosa de seguir viaje que Maisie y Rosie, cansadas, picadas por las chinches, y doloridas por los traqueteos de la diligencia. Maisie en particular estuvo callada durante el precipitado desayuno de pan y cerveza, y se quedó en la diligencia durante los sucesivos cambios de caballos. Apenas probó bocado en Blandford, lo que resultó muy conveniente porque Maggie sólo tenía dinero para una cena, a dividir entre las embarazadas, mientras ella se contentaba con la empanada de su madre.
—¿Estás bien? —le preguntó a Maisie cuando ésta le pasó el plato a Rosie, que procedió a comerse encantada el resto de las patatas y la col que su amiga no había tocado.
—El niño me pesa mucho —replicó Maisie. Tragó saliva—. ¡Ay, Maggie, no me puedo creer que vaya a estar en casa dentro de unas horas! ¡En casa! Me parece que hace siglos que no he visto Piddletrenthide, aunque sólo haya pasado un año y pico.
A Maggie se le hizo un nudo en el estómago. Hasta entonces había disfrutado tanto del viaje que conseguía olvidar hacia dónde las llevaba la diligencia. Ahora se preguntó cómo sería en la realidad volver a ver a Jem, porque el hermano de Maisie conocía su secreto más oscuro y había manifestado de manera inequívoca lo que pensaba. No tenía ninguna seguridad de que Jem quisiera verla.
—Maisie —empezó—, quizá..., bueno, ¿ya no falta mucho, no es eso?
—No; no falta mucho. Nos dejarán en Piddletown, como a unos diez kilómetros de aquí. Desde allí podemos ir andando..., otros ocho kilómetros, más o menos.
—En ese caso, podéis seguir las dos sin mí. Me quedaré aquí y cogeré la diligencia cuando venga de vuelta. —Maggie no le había contado a Maisie sus problemas económicos, pero al advertir la importancia de Blandford, una ciudad con mucho movimiento, la mayor que habían cruzado desde Basingstoke, pensó que podría encontrar trabajo en algún sitio por poco tiempo y ganar dinero para el viaje. No podía ser tan duro hacer de criada en una posada de posta, decidió.
Maisie, sin embargo, se agarró del brazo de Maggie.
—¡No, no! ¡No nos puedes dejar! ¡Te necesitamos! ¿Qué haríamos sin ti? —Incluso Rosie, siempre tan pasiva, se alarmó. Maisie bajó la voz—. Por favor, no nos abandones, Maggie. De verdad..., creo que el niño llegará muy pronto. —Incluso mientras lo decía se estremeció, el cuerpo tenso y rígido, como si tratara de reprimir un dolor profundo.
Maggie abrió mucho los ojos.
—¡Maisie! —susurró—. ¿Desde cuándo te pasa?
Maisie la miró asustada.
—Desde esta mañana —dijo—. Pero todavía es poca cosa. Por favor, ¿podemos seguir adelante? ¡No quiero tenerlo aquí! —Miró a su alrededor, a la posada ruidosa, siempre en movimiento, sucia—. Quiero llegar a casa.
—Bueno; al menos no estás aún en la etapa de los gritos —decidió Maggie—. Puede que tardes horas todavía. Vamos a ver cómo seguimos.
Maisie le apretó la mano agradecida.
Maggie no disfrutó de la última etapa del viaje en diligencia, preocupada por el estado de Maisie dentro del carruaje, pero reacia a pedirle al cochero que parase para comprobar cómo iba. Imaginaba que Rosie daría golpes en el techo si algo iba mal. Y el paisaje que los rodeaba, pese al verdor de los campos, al agradable movimiento de colinas y valles, al brillante cielo azul y el sol que iluminaba prados y setos, le parecía amenazador ahora que sabía lo pronto que iba a tener que atravesarlo a pie. Empezó a notar que había muy pocas casas. ¿Qué vamos a hacer?, pensó. ¿Y si Maisie tuviera al bebé en medio del campo?