Capítulo 3
Acto seguido Maggie reservó dos asientos en la diligencia Londres-Weymouth que salía al cabo de dos días, con la esperanza de que Charlie consiguiera el dinero a tiempo. Luego fue a visitar a los Blake para contárselo, porque no quería que Maisie se fuese sin decir nada después de todo lo que habían hecho por ella. La señora Blake pareció darse cuenta de que el motivo de su visita era serio, porque la llevó a la sala de estar del piso alto, que Maggie no conocía. Mientras la señora Blake se marchaba para ir a buscar a su marido y un poco de té, Maggie examinó las paredes, llenas de cuadros y grabados, en su mayoría del señor Blake. Hasta entonces sólo había visto muy por encima los dibujos de su cuaderno de notas, o de alguna página de un libro.
Los cuadros eran en su mayor parte de gente, algunas personas estaban desnudas, muchas llevaban unas túnicas que se les pegaban de tal manera al cuerpo que les hacía parecer desnudos de todas formas. Caminaban o estaban tumbados en el suelo, o se miraban, y muy pocos parecían felices o contentos, a diferencia de las figuras que Maggie había visto en Cantos de inocencia; se los veía, por el contrario, preocupados, aterrados, furiosos. Maggie sintió como un nudo en la garganta la ansiedad que le producían, pero no podía dejar de mirarlos, porque le recordaban ecos de sentimientos y restos de sueños, como si su cabeza fuese un escondrijo en el que el señor Blake se hubiera metido a gatas y hubiera hurgado antes de sacar a medias su contenido.
Cuando entraron los Blake Maisie venía con ellos, aunque era la señora Blake quien llevaba la bandeja con una tetera y una taza que colocó en una mesa auxiliar junto al sillón en donde el señor Blake le indicó a Maggie que se sentara. Como no estaba segura de si tenía que servirse el té ella misma, se abstuvo, hasta que la señora Blake se apiadó y le llenó la taza.
—¿Usted no se sirve, señora? —preguntó Maggie.
—No, no; el señor Blake y yo no tomamos té; es sólo para nuestros invitados.
Maggie contempló el líquido marrón, demasiado cohibida para llevárselo a los labios.
El señor Blake puso fin al incómodo momento inclinándose hacia delante en el sillón opuesto y clavando en ella sus grandes ojos llenos de vida, ojos que Maggie reconoció ahora que estaban presentes en muchos de los rostros de los cuadros en las paredes, y sintió como si hubiera en la habitación una docena de pares de ojos de William Blake, todos ellos observándola.
—Vamos a ver, Maggie —dijo—. Kate me ha dicho que querías hablar con nosotros.
—Sí, señor Blake. —Maggie miró de reojo a Maisie, de pie apoyada en la puerta, y observó que los ojos se le estaban llenando ya de lágrimas aunque ni siquiera había empezado a hablar de ella. Luego explicó su plan a los Blake. La escucharon cortésmente, el señor Blake sin dejar de mirarla, la señora Blake con los ojos clavados en la chimenea apagada, porque ahora, en verano, no era necesario encender el fuego.
Cuando Maggie terminó —y no tardó mucho en contarles que acompañaría a Maisie en la diligencia a Dorsetshire, y que se marcharían al cabo de dos días—, el señor Blake asintió con la cabeza.
—Bien, Maisie, Kate y yo sabíamos que acabarías por dejarnos, ¿no es cierto, Kate? Necesitarás el dinero para pagar la diligencia, ¿no es eso?
La señora Blake cambió de postura, y movió una mano entre los pliegues de su delantal, pero no dijo nada.
—No, señor Blake —anunció Maggie con orgullo—. Eso ya está resuelto. Dispongo del dinero. —Nunca había podido decir algo así sobre una cantidad tan importante como dos libras para los pasajes de la diligencia. Muy pocas veces había tenido más de seis peniques en el bolsillo; incluso el dinero de la mostaza y del vinagre había ido directamente a sus padres, excepto uno o dos peniques. El lujo de poder rechazar el ofrecimiento del señor Blake era una satisfacción que saborearía durante mucho tiempo.
—Bien, hija mía, si esperas un momento, voy a traerte algo de abajo. Sólo será un minuto, Kate. —El señor Blake se puso en pie de un salto y había salido por la puerta casi antes de que Maisie pudiera apartarse, dejando a las dos chicas con la señora Blake.
—Bébete el té, Maggie —dijo amablemente; y ahora, sin la mirada persistente del señor Blake fija en ella, Maggie descubrió que ya podía hacerlo.
—¿De verdad puedes pagar la diligencia? —Maisie se había arrodillado a su lado.
—Claro que sí. He dicho que lo voy a hacer, ¿no es cierto? —Maggie no añadió que aún estaba esperando a que Charlie le diera el dinero.
La señora Blake recorría las paredes enderezando grabados y pinturas al óleo.
—Tendréis cuidado, hijas mías, ¿verdad que sí? Si empiezas a sentirte mal o tienes dolores, Maisie, haz que el cochero se pare.
—Sí, señora Blake.
—¿Ha viajado muchas veces en diligencia, señora Blake? —preguntó Maggie.
La señora Blake rió entre dientes.
—Apenas hemos salido de Londres, cariño.
—¡Oh! —A Maggie nunca se le había ocurrido que pudiera estar haciendo algo que los Blake, personas más experimentadas, desconocían.
—Hemos paseado por el campo, claro está —continuó la señora Blake, limpiando con la mano el respaldo del sillón del señor Blake—. Algunas veces distancias largas. Pero nunca más allá de medio día de viaje desde Londres. No me imagino lo que pueda ser alejarse tanto de lo que uno conoce. El señor Blake lo sabe, claro, porque viaja por todas partes con su imaginación. De hecho está siempre en algún otro sitio. A veces lo veo muy poco. —Dejó que sus dedos descansaran en lo alto del respaldo del sillón.
—Es duro —murmuró Maisie— estar en un sitio y pensar tanto en otro. —Las lágrimas empezaron a correrle por las mejillas—. Me voy a alegrar muchísimo de volver a ver el valle del Piddle, aunque la gente de allí piense lo que quiera cuando me vean. —Rápidamente se secó los ojos con una esquina del delantal al oír pasos en la escalera.
El señor Blake se presentó con dos paquetitos muy delgados, idénticos, envueltos en papel marrón y atados con bramante.
—Uno es para ti y el otro para Jem cuando lo veas —dijo—. Por ayudarme cuando más lo necesitaba. —Mientras le entregaba los paquetes, Maggie oyó como la señora Blake dejaba de respirar por un momento.
—¡Muchas gracias, señor Blake! —susurró Maggie, turbada, mientras sostenía uno en cada mano. No recibía muchos regalos, y desde luego no de personas como el señor Blake; no estaba segura de si debía abrirlos en aquel momento o más tarde.
—Cuídalos bien, cariño —dijo la señora Blake con voz tensa—. Son muy valiosos.
Aquello decidió a Maggie: no los abriría aún. Juntándolos, se los deslizó en el bolsillo de su delantal.
—Muchas gracias —repitió, sintiendo deseos de llorar, pero sin saber por qué.