Capítulo 3

Cuando, al otro lado de la valla, Maggie, que hojeaba Cantos de inocencia en los escalones del cenador de los Blake, oyó a su madre en la casa vecina, se irguió como si hubiera restallado un látigo. Fue toda una sacudida oír la voz de pregonero de Bet Butterfield después de dejarse arrullar por el acento de Dorset de las Kellaway y por su monótona charla sobre el valle del Piddle.

Tuvo una sensación peculiar escuchando a escondidas cuando empezaron a hablar de ella. Bet Butterfield sonaba más bien como alguien que está en el mercado comparando el precio de las manzanas en los distintos puestos, y Maggie tardó algún tiempo en darse cuenta de que se había convertido en tema de conversación. Se abrazó las rodillas y las alzó hasta el pecho, descansando en ellas la barbilla y balanceándose suavemente hacia atrás y hacia delante a la entrada del cenador.

A Maggie aún le sorprendía que los Blake no la hubieran expulsado de su jardín, como estaba segura de que hubieran hecho sus padres si encontraran en el suyo a una chica que se había escapado de casa. De hecho se esforzó mucho en esconderse el primer día que estuvo allí. Pero lo pasó francamente mal, de todos modos. La noche que saltó la valla no durmió en absoluto: aunque era una noche templada y agradable, no hizo más que tiritar entre las zarzas sobre las que había caído, y fue de sobresalto en sobresalto con cada susurro y chasquido a su alrededor, a medida que ratas, zorros y gatos pasaban por allí para ocuparse de sus asuntos. A Maggie no le daban miedo los animales, pero sus ruidos le hacían creer que podía haber seres humanos cerca, si bien el jardín de los Blake estaba lejos de los gritos procedentes de las tabernas, de las idas y venidas por los alrededores de Hercules Hall, de las peleas de borrachos, y de los encuentros sexuales junto a la valla trasera. Detestaba no tener cuatro paredes y un techo que la protegieran y al final de la noche, entró sigilosamente en el cenador, donde durmió intranquila hasta el amanecer, momento en que se despertó dando un grito porque le pareció que había alguien sentado muy cerca. Resultó ser el gato de un vecino que la miraba con curiosidad.

Al día siguiente atravesó el puente de Westminster y dormitó al sol en Saint James's Park, sabiendo que su familia no aparecería por allí. Por la noche se escondió en el cenador, esta vez con una manta que había robado de su casa cuando no había nadie, y durmió mucho mejor: tan bien, de hecho, que se despertó tarde, con el sol en los ojos y el señor Blake en los escalones del cenador, con un cuenco de cerezas al lado.

—¡Oh! —exclamó Maggie, incorporándose y quitándose de los ojos el pelo enmarañado—. Lo siento, señor Blake. Me...

Una mirada de los penetrantes ojos de su interlocutor la dejó sin palabras.

—¿Qué tal unas cerezas, hija mía? Las primeras de la temporada. —Dejó el cuenco al lado de Maggie y volvió la cabeza para echar una ojeada al jardín.

—Gracias. —Maggie trató de no devorarlas, aunque había comido muy poco los dos últimos días. Al meter la mano en el cuenco por cuarta vez, reparó en que el señor Blake tenía su cuaderno sobre las rodillas.

—¿Iba a dibujarme? —preguntó, tratando de recuperar ánimos en circunstancias difíciles.

—No, no, hija mía; nunca dibujo del natural si puedo evitarlo.

—¿Por qué no? ¿No es más fácil que inventar?

El señor Blake se volvió a medias hacia ella.

—Pero yo no invento. Ya tengo en la cabeza lo que voy a hacer y me limito a dibujar lo que veo allí.

Maggie se escupió un hueso de cereza en la mano, donde tenía los otros, y escondiendo su decepción detrás de aquel gesto. Le habría gustado que el señor Blake la dibujara.

—Entonces, ¿qué es lo que ve dentro de la cabeza? ¿Niños como los de las ilustraciones de su libro?

El señor Blake asintió con un gesto.

—Niños, ángeles, y hombres y mujeres que me hablan y que hablan entre sí.

—¿Y los dibuja usted ahí? —Maggie señaló el cuaderno.

—A veces.

—¿Me deja verlos?

—Claro que sí. —El señor Blake le tendió el cuaderno. Maggie arrojó los huesos de las cerezas al jardín y se limpió la mano con la falda antes de coger el cuaderno, porque sabía, sin que fuera necesario decírselo, que era un objeto importante para su interlocutor. El señor Blake lo confirmó añadiendo—: El cuaderno es de mi hermano Robert, pero me permite utilizarlo.

Maggie lo hojeó, prestando más atención a los dibujos que a las palabras. Aun cuando hubiera sabido leer, habría encontrado muy difícil entender las anotaciones del artista, llenas de líneas tachadas y reescritas, de versos cabeza abajo, a veces garrapateados a tal velocidad que parecían marcas negras más que letras.

—Señor, ¡qué lío! —murmuró Maggie, tratando de desenmarañar el revoltijo de palabras e imágenes de una página—. ¡Fíjese en todas esas tachaduras!

El señor Blake se echó a reír.

—Lo primero que se presenta no siempre es lo mejor —explicó—. Hay que trabajarlo para que brille.

Muchos de los dibujos eran simples esbozos, apenas reconocibles. Otros, en cambio, estaban trazados con más cuidado. En una página Maggie encontró una cara monstruosa que llevaba en la boca un cuerpo sin vida. En otra un hombre desnudo se estiraba de lado a lado, llamando inquieto a alguien que quedaba fuera. Un individuo barbudo de largas vestiduras y expresión muy triste hablaba con otro que inclinaba la cabeza. Vio a un hombre y a una mujer desnudos y juntos y a otros cuerpos, también desnudos, dibujados en posturas retorcidas y crispadas. Maggie rió entre dientes ante el apunte de un hombre orinando contra una pared, pero fue una risa excepcional; la mayoría de los dibujos la ponían nerviosa.

Se detuvo en una página llena de imágenes de pequeño tamaño, de ángeles con las alas recogidas, de un hombre con un bebé en la cabeza, de rostros con ojos saltones y bocas abiertas. En la parte superior había un llamativo retrato de un hombre con ojos como cuentas, de nariz larga y sonrisa torcida, y de cabellos rizados y desordenados. Parecía tan distinto de las demás figuras —más concreto y singular— y el dibujo se había hecho con tanto cuidado y delicadeza que Maggie supo de inmediato que tenía delante a una persona de carne y hueso.

—¿Quién es?

El señor Blake echó una ojeada a la página.

—Ah, ése es Thomas Paine. ¿Has oído hablar de él, hija mía?

Maggie desenterró recuerdos de veladas con su familia en Artichoke, en las que estaba medio dormida.

—Me parece que sí. Mi padre habla de él en la taberna. Escribió algo que le causó problemas, ¿no es eso?

—Los derechos del hombre.

—Espere..., apoya a los franchutes, ¿eh? Como... —Maggie se interrumpió, recordando el bonnet rouge del señor Blake. No se lo había visto llevar en los últimos tiempos—. ¿Así que conoce a Tom Paine?

El señor Blake inclinó la cabeza y, con los ojos cerrados a medias, examinó la parra que se extendía por la pared.

—Me lo han presentado.

—Entonces sí que dibuja usted a gente de verdad. Esto no se lo ha sacado de la cabeza, ¿verdad que no?

El señor Blake se volvió para mirar de lleno a Maggie.

—Tienes razón, hija mía. ¿Cómo te llamas?

—Maggie —contestó ella, orgullosa de que alguien como él quisiera saberlo.

—Tienes razón, Maggie. Lo dibujé mientras estaba sentado frente a mí. Sin duda es un ejemplo de dibujo del natural. El señor Paine parecía exigirlo. Supongo que pertenece a esa clase de personas. Pero no lo hago por sistema.

—Así que... —Maggie vaciló, indecisa sobre si debía presionar a un hombre como el señor Blake. Pero él la miraba inquisitivamente, alzadas las cejas, con gesto receptivo, y Maggie sintió que allí, en aquel jardín, podía hacer preguntas que sería imposible formular en cualquier otro lugar. Era el comienzo de su educación—. En la abadía —dijo— estaba usted dibujando algo que veía, aquella estatua, aunque sin ropa.

El señor Blake la miró, con leves movimientos en el rostro que fueron acompañando sus pensamientos desde el desconcierto a la sorpresa y luego al deleite.

—Sí, hija mía, dibujé la estatua. Pero no lo que estaba allí, ¿verdad que no?

—No; eso es seguro. —Maggie rió entre dientes al recordar su esbozo de la estatua desnuda.

Terminada la lección, el señor Blake recogió su cuaderno y se puso en pie, agitando las piernas como para desentumecerlas.

El áspero chirrido de una ventana al abrirse hizo que Maggie, al alzar los ojos, viera a Jem, que se asomaba a la de la casa vecina. Al descubrirlos a ella y al señor Blake se inmovilizó, mirándolos fijamente. Maggie se llevó un dedo a los labios.

El señor Blake, en lugar de mirar hacia arriba como habría hecho la mayoría de la gente al oír el ruido, se dirigió hacia la puerta trasera de su casa. A Maggie le pareció que sólo se ocupaba del mundo exterior cuando él lo decidía; ahora el jardín y ella habían dejado de interesarle.

—¡Gracias por las cerezas, señor Blake! —le dijo Maggie. Alzó una mano a modo de respuesta, pero no se volvió.

Cuando desapareció dentro de la casa, Maggie hizo señas a Jem para que se reuniera con ella. Su amigo frunció el ceño y luego se apartó de la ventana. Pocos minutos después apareció su cabeza por encima de la valla: se había subido a un banco de la señorita Pelham y estaba de pie sobre el respaldo.

—¿Qué haces ahí? —susurró.

—¡Ven! ¡A los Blake no les importa!

—No puedo..., mi padre me necesita. ¿Qué haces ahí? —repitió.

—Me he escapado de casa. No le digas a nadie que estoy aquí, ¿me lo prometes?

—Mis padres y mi hermana te van a ver.

—Se lo puedes decir a Maisie, pero a nadie más. ¿Me lo prometes?

—De acuerdo —dijo Jem al cabo de un momento.

—Te veré luego, abajo, junto a Lambeth Palace.

—Bueno. —Jem empezó a bajarse del banco.

—¿Jem?

Se detuvo.

—¿Qué quieres?

—Lleva algo de comer, ¿eh?

De manera que Maggie siguió en el jardín de los Blake, que no dijeron nada sobre su presencia allí, ni siquiera cuando su estancia se prolongó. Al principio la chiquilla pasaba fuera la mayor parte del día merodeando por Lambeth, aunque evitaba siempre los sitios donde pudiera encontrarse con sus padres y con su hermano y se reunía con Jem y Maisie siempre que podía. Al cabo de algún tiempo, cuando quedó claro que a los Blake no les importaba que se quedara, empezó a pasar más tiempo en el jardín, en ocasiones ayudando a la señora Blake con su huerta, en otras con la colada, e incluso haciendo algún zurcido, aunque nunca se hubiera ofrecido a hacer lo mismo tratándose de su madre. Hoy la señora Blake le había traído Cantos de inocencia y se quedó un rato con Maggie, ayudándola a identificar palabras; luego le sugirió que hojeara el libro mientras ella seguía con su azadón. Maggie se ofreció a ayudar, pero la señora Blake sonrió y dijo que no con la cabeza.

—Aprende a leer eso, cariño —dijo—, y el señor Blake estará más contento contigo que con mis lechugas. Dice que los pequeños entienden sus obras mejor que los adultos.

Ahora, al oír a su madre preguntar a Anne y a Maisie Kellaway si habían visto a su hija, Maggie contuvo el aliento mientras esperaba la respuesta de su amiga. Tenía poca confianza en su habilidad para mentir: no era mejor que Jem en eso. De manera que cuando Maisie dijo, después de una pausa: «Se lo voy a preguntar a Jem», Maggie respiró hondo y sonrió. «Gracias, señorita Piddle», susurró, «Londres debe de estar enseñándote algo, después de todo.»