Capítulo 1
Maggie estaba segura de haber oído antes al tipo que tocaba la zanfonía; de hecho estaba echando a perder la misma canción que había maltratado en su última visita a Hercules Hall, incluso desafinando en las mismas notas. De todas formas, tarareó, acompañándolo, «Un bonito agujerito pa meter el pajarito» mientras descansaba apoyada en el muro delante de la explanada de Astley. Con diez Dorset Crosswheels terminados en el regazo, estaba pensando en empezar con los High Tops. Antes de continuar con su labor, bostezó y se estiró, porque había pasado fuera toda la noche ayudando a su madre con una colada. Aunque Maggie había decidido al final cambiar la mostaza y el vinagre por las coladas y los botones, no estaba segura de que fuese a hacer aquello mucho tiempo. A diferencia de Bet Butterfield, se le hacía duro dormir durante el día, porque siempre se despertaba con la sensación de haberse perdido algo importante: un fuego o un alboroto o una visita que llegaba y se iba. Prefería estar al menos medio despierta.
El hombre de la zanfonía cambió la tonada a «Bonny Kate y Danny», y Maggie no pudo evitar acompañarlo:
En la orillita del río,
Bonny Kate y Danny,
en la orillita del río
le separó bien las piernas
y se puso a cabalgarla
¡hasta entrar con Little Danny!
Y nueve meses después,
Bonny Kate y Danny,
al mundo vino un bebé,
¡y se llamó Little Danny!
Cuando acabó la canción, Maggie se acercó hasta el músico, que se había sentado en los escalones, a la entrada de Hercules Hall.
—¡Eres tú, desvergonzada! —exclamó al verla—. ¿Nunca te cansas de rondar por estos alrededores?
—¿Y usted no se cansa de echar a perder las mismas canciones? —replicó Maggie—. ¿No le ha dicho nadie que más vale que no las cante más? Siga repitiendo «Bonny Kate y Danny» y la asociación lo retirará de la circulación.
El músico frunció el ceño.
—¿Qué quieres decir?
—¿Dónde ha estado? No se permite entonar canciones obscenas, tan sólo las que ellos escriben, sobre el rey y todo eso. ¿No se ha enterado? —Maggie se irguió todo lo que pudo y empezó a cantar a voz en grito con la melodía de «Dios salve al rey»:
Para cantar del gran Jorge los loores
alcemos todos nuestras voces
con el más noble de los temas.
Gran Bretaña tiene muchos encantos
que nos invitan a amarla.
Guárdenos Dios de todo daño.
Bendito sea el nombre del Señor.
—¿O ésta? —Maggie utilizó ahora la melodía de «¡Gobierna, Britannia!».
Desde que Jorge, nuestro rey, lleva la corona,
cuán felices vivimos todos sus súbditos...
Maggie se detuvo para reír a carcajadas ante la expresión del organillero.
—Lo sé, estúpido, ¿verdad? Pero, de todos modos, no entiendo por qué se molesta en cantar. ¿No se ha enterado de que el señor Astley no está aquí? Se ha ido a Francia a pelear. Volvió de Liverpool este invierno, cuando le cortaron la cabeza al rey e Inglaterra declaró la guerra a los franchutes: se presentó de inmediato para ofrecer sus servicios.
—¿De qué le sirve en la guerra con los franceses bailar a caballo?
—No, no; Astley el viejo, no su hijo. John Astley sigue aquí, dirigiendo el circo. Y le aseguro que no contrata a músicos callejeros como hacía su padre, de manera que puede usted darse un respiro.
El hombre de la zanfonía no ocultó su consternación.
—¿Qué hace el viejo Astley en Francia? Está demasiado gordo; no sirve ni para cabalgar ni para pelear.
Maggie se encogió de hombros.
—Quería ir..., dijo que como antiguo oficial de caballería era su deber. Además, ha estado mandando crónicas de las batallas y su hijo las reproduce aquí. Nadie entiende gran cosa de lo que pasa, pero resulta todo muy vistoso.
Su interlocutor se quitó del cuello la correa con que sujetaba la zanfonía.
—Espere, ¿tocará algo para mí antes de irse? —le suplicó Maggie.
El otro se detuvo.
—A decir verdad no eres más que una pícara desvergonzada, pero como has evitado que pierda el tiempo aquí todo el día, tocaré una para ti. ¿Cuál quieres?
—«Tom Bowling» —pidió Maggie, aunque sabía que oírla le haría acordarse de Maisie Kellaway cantándola meses atrás, junto a los almacenes a la orilla del río, cuando apenas conocía a Jem.
Mientras el músico tocaba, Maggie se tragó el nudo que se le había hecho en la garganta y tarareó acompañándolo, aunque sin cantar la letra. El recuerdo de la voz de Maisie alimentó el dolor sordo que no le había desaparecido del pecho en los meses transcurridos desde la marcha de Jem.
Maggie nunca había echado de menos a nadie. Durante algún tiempo cultivó aquel sentimiento, manteniendo con él conversaciones imaginarias, y visitando los lugares donde habían estado juntos: las hornacinas del puente de Westminster, Soho Square, incluso el horno de ladrillos donde lo había visto por última vez. En la fábrica había conocido a una chica de Dorsetshire y hablaba con ella sólo para oír el acento de la zona. Siempre que se le presentaba una ocasión mencionaba a Jem y a los Kellaway a su madre o a su padre, para poder decir en voz alta el nombre de su amigo. Ninguna de aquellas cosas lo hacía regresar, sin embargo; de hecho, a la larga, siempre volvía a ver su expresión de horror aquella noche en el horno.
A mitad de la segunda estrofa, una mujer de voz clara y agradable empezó a cantar. Maggie ladeó la cabeza para escuchar: las palabras parecían salir del jardín de los Blake o del de la señorita Pelham. Dio las gracias con un gesto al hombre de la zanfonía y desanduvo el camino hacia la valla. Dudaba de que la cantante fuese la señorita Pelham, porque no era una persona aficionada a cantar. Maggie tampoco había oído tararear nunca a la señora Blake. Quizá se tratara de la criada de la señorita Pelham, aunque era una chica tan pusilánime que Maggie no la había oído nunca hablar y menos aún cantar.
Cuando por fin colocó la carretilla de Astley junto a la valla, la zanfonía y la canción habían dejado de sonar. Maggie se subió de todos modos a la carretilla y luego a la valla para ver el interior de los jardines.
El de la señorita Pelham estaba vacío, pero en el de los Blake había una mujer arrodillada entre las hileras de hortalizas, cerca de la casa. Llevaba un vestido ligero y un delantal, así como un sombrero de ala ancha para protegerse del sol. Al principio Maggie pensó que era la señora Blake, pero se trataba de alguien de menos estatura y que se movía con menos agilidad. Maggie había oído que los Blake tenían ahora una criada, pero no la había visto, porque la señora Blake seguía yendo en persona a hacer la compra y otros recados. Maggie llevaba meses sin visitar el número 13 de Hercules Buildings; desde la marcha de Jem le daba vergüenza ir sola a llamar a su puerta, aunque el señor Blake siempre la saludaba y le preguntaba por su salud cuando se cruzaban por la calle.
Mientras veía trabajar a la criada, oyó un ruido de cascos de caballo que avanzaba por el callejón hacia las cuadras de Hercules Hall. La joven dejó lo que estaba haciendo, volvió la cabeza para escuchar, y Maggie se llevó la primera de dos sorpresas. Quien trabajaba en la huerta era Maisie Kellaway.
—¡Maisie! —gritó.
La otra volvió bruscamente la cabeza y Maggie saltó por encima de la valla y corrió hacia ella. Por un segundo pareció que Maisie se iba a poner en pie de un salto para entrar en la casa. Pero enseguida recapacitó y siguió en cuclillas donde estaba.
—¡Maisie! ¿Qué haces aquí? —exclamó Maggie—. ¡Te creía en Dorsetshire! ¿No te...? Espera un momento. —Pensó a gran velocidad y luego gritó—: ¡Eres la criada de los Blake! Nunca has vuelto a Piddle-di-di, ¿verdad que no? ¡Has estado aquí todo el tiempo!
—Es verdad —murmuró Maisie. Bajando los ojos a la tierra fértil, arrancó una mala hierba de la hilera de zanahorias que tenía junto a los pies.
—Pero... ¿por qué no me lo has dicho? —Maggie la hubiera zarandeado—. ¿Por qué te escondes? ¿Y por qué te escapaste así, sin decir siquiera adiós? Ya sé que esa vieja bruja de Pelham quería echarte a toda costa, pero podías haberte despedido. ¡Con todo lo que hemos pasado juntas! Me podrías haber buscado para decírmelo. —En algún momento durante aquella perorata, sus palabras habían cambiado de destinatario para dirigirse al ausente Jem, al igual que las lágrimas que se le habían ido acumulando.
A Maisie las lágrimas le resultaban especialmente contagiosas.
—¡Ay, Maggie! ¡No sabes cuánto lo siento! —sollozó, alzándose con dificultad y abrazando a su amiga. Fue entonces cuando Maggie se llevó la segunda sorpresa, porque empujando contra su estómago se hallaba lo que no había sido visible cuando Maisie estaba de rodillas: el compacto bebé que llevaba en el vientre.
El choque entre las dos detuvo eficazmente las lágrimas de Maggie. Todavía abrazada a Maisie, apartó la cabeza y miró hacia abajo. Por una vez en su vida no se le ocurrió nada que decir.
—¿Sabes? Cuando mamá y papá decidieron volver a Piddletrenthide —empezó Maisie—, hacía tanto frío que tuvieron miedo de que yo no estuviera lo bastante fuerte para un viaje tan largo. Entonces el señor y la señora Blake aceptaron que me quedara con ellos. Primero fuimos a visitar a sus amigos los Cumberland, para escapar de aquellos hombres horribles que aparecieron delante de su puerta. Los Cumberland viven en el campo, Egham se llama el sitio. Pero incluso durante aquel viaje tan corto cogí un catarro de pecho, y tuvimos que quedarnos un mes allí. Fueron muy amables conmigo. Luego regresamos y he estado aquí todo este tiempo.
—¿No sales nunca? ¡No te he visto por la calle!
Maisie negó con la cabeza
—No quería salir..., por lo menos al principio. Hacía mucho frío y me encontraba mal. Y luego tampoco quería que la señorita Pelham y los demás anduvieran fisgoneando, sobre todo cuando empezó a notárseme. No quería darles esa satisfacción. —Se puso una mano en el bulto—. Y esos hombres de la asociación habían amenazado con perseguir a papá. Pensé que lo mejor era estarme aquí tranquila. No tenía intención de esconderme de ti, de verdad. ¡Te juro que no! Una vez, después de que volviéramos de Egham, llamaste a la puerta y le preguntaste al señor Blake por Jem, ¿te acuerdas? Querías saber dónde estaba, cuándo se había marchado. Te oí desde arriba, y me moría de ganas de bajar corriendo para verte. Pero pensé que sería mejor, más seguro, seguir escondiéndome, incluso de ti. Lo siento.
—Pero ¿qué haces aquí? —Maggie echó una ojeada por la ventana de atrás al estudio del señor Blake y le pareció que distinguía su cabeza, inclinada sobre el escritorio.
A Maisie se le iluminó el rostro.
—¡Toda clase de cosas! De verdad, son maravillosos conmigo. Ayudo en la cocina y con la colada; también en la huerta. Y ¿sabes? —bajó la voz—, creo que les ha venido bien tenerme, porque ahora la señora Blake dispone de más tiempo para ayudar a su marido. El señor Blake no es el mismo desde que vinieron por él la noche del alboroto. Los vecinos se portan raro con él y lo miran mal. Y él se pone nervioso y no trabaja bien. Hace falta la señora Blake para serenarlo, y conmigo aquí lo puede hacer. También ayudo al señor Blake. ¿Has visto la prensa en la habitación de delante? Pues los ayudo a él y a la señora Blake cuando la manejan. Hacemos libros, nada menos. ¡Libros! Nunca pensé que tocaría en mi vida otro libro que el de oraciones en la iglesia, y menos aún que llegaría a imprimirlos. Y la señora Blake me ha enseñado a leer..., me refiero a leer de verdad, no sólo oraciones y cosas así, ¡libros de verdad! Por la noche, a veces, leemos de un libro llamado El paraíso perdido. Es la historia de Satanás y de Adán y Eva, y es de lo más emocionante. No siempre lo entiendo, claro, porque trata de gente y de lugares de los que nunca he oído hablar, y utiliza palabras fuera de lo corriente. Pero es maravilloso para escucharlo.
—El peral perdido —susurró Maggie.
—Y luego a veces el señor Blake nos lee sus poemas en voz alta. Ah, eso me encanta. —Maisie hizo una pausa, recordando. Luego cerró los ojos y empezó a salmodiar:
Tigre altivo, ardiente luz
en las selvas de la noche,
¿qué manos inmortales o qué ojos
tu terrible belleza concibieron?
¿En qué abismos lejanos, en qué cielos,
el fuego de tus ojos encendieron?
¿Con qué atrevidas alas rompieron a volar?
¿Con qué manos osadas el fuego arrebataron?
Y cuando tu corazón empezó a latir,
¿con qué torno, con qué artes,
con qué mano terrible, con qué apoyo,
retorcieron las fibras de tu pecho?
—Hay más, pero eso es todo lo que recuerdo.
Maggie se estremeció, aunque hacía calor.
—Me gusta —dijo al cabo de un momento—. Pero ¿qué significa?
—Una vez le oí decir al señor Blake que era acerca de Francia. Pero a otro le explicó que era sobre el creador y la creación. —Maisie repitió la frase con la misma cadencia que debió de haber usado el señor Blake. Una punzada de celos atravesó el pecho de Maggie ante la idea de que su amiga pasase agradables veladas junto al fuego leyendo con el matrimonio o escuchando al señor Blake recitar poesía o hablar con visitantes refinados. El sentimiento se desvaneció, sin embargo, cuando Maisie se puso una mano en la espalda para aliviar la tensión del peso del bebé, lo que le recordó que, fuera cual fuese el período de gracia de que disfrutaba Maisie, no iba a durar. Un sentimiento de culpabilidad reemplazó enseguida a los celos.
—No me había dado cuenta de que —Maggie vaciló—, bueno, de que John Astley y tú habíais..., ya sabes. Pensé que te habíamos encontrado a tiempo, el señor Blake y yo. No me alejé mucho de las cuadras aquella noche. Volví lo más rápido que pude.
Los ojos de Maisie descendieron hasta el suelo, como para examinar su trabajo de acabar con las malas hierbas.
—No hizo falta mucho tiempo, al final.
—¿Lo sabe Jem? ¿Y tus padres?
El rostro de Maisie se derrumbó.
—¡No! —Empezó a llorar de nuevo, grandes sollozos que le sacudieron todo el cuerpo, dilatado por la maternidad. Maggie la rodeó con un brazo y la llevó hasta los escalones del cenador, donde dejó que Maisie descansara la cabeza en su regazo y se desahogara largo rato, llorando como llevaba meses queriéndolo hacer pero sin atreverse por respeto a los Blake.
Finalmente cesaron los sollozos y Maisie se irguió, limpiándose los ojos con el delantal. La cara se le había llenado de manchas y era más ancha y más carnosa que meses atrás. El sombrero que llevaba parecía uno viejo de la señora Blake, y Maggie se preguntó qué habría sido de su ridícula cofia de volantes.
—¿Qué vamos a hacer con esa criatura, entonces? —preguntó, sorprendiéndose acto seguido de haber usado la primera persona del plural.
Maisie no se echó a llorar de nuevo: se había librado de toda su reserva de lágrimas y estaba ya vacía y agotada.
—Mamá y papá mandan mensajes una y otra vez para que vuelva; dicen que enviarán a Jem para que me recoja. —Maggie contuvo el aliento ante la idea del regreso de Jem—. Les doy largas —continuó Maisie—, pensando que será mejor tener al niño aquí. La señora Blake ha dicho que me puedo quedar y dar a luz en su casa. Luego podría..., podría darlo en adopción y volver a casa y nadie lo sabría. Si fuese niña me bastaría con ir a la vuelta de la esquina, al asilo de huérfanas y..., y...
—¿Qué pasa si es niño?
—No..., no lo sé. —Maisie retorcía una y otra vez una esquina de su delantal—. Encontraría algún sitio para... —No pudo terminar la frase y empezó otra distinta—: Será difícil quedarse aquí, con él en la puerta de al lado. —Alzó los ojos con gesto temeroso a las ventanas de John Astley, luego volvió la cara y se caló el sombrero de manera que nadie pudiera reconocerla desde allí—. A veces oigo su voz a través de las paredes y no sabes cómo hace que me sienta... —Maisie se estremeció.
—¿Lo sabe? —Maggie hizo un gesto en dirección al vientre de su amiga.
—¡No! ¡No quiero que lo sepa!
—Pero podría ayudar..., darte algún dinero, al menos. —Incluso mientras hablaba Maggie se daba cuenta de lo improbable de semejante iniciativa por parte de John Astley—. Es una lástima que su padre no esté en Londres..., podría hacer algo por ti: después de todo se trata de su nieto.
Maisie se estremeció de nuevo al escuchar aquella palabra.
—No, no lo haría. Estoy segura. Oí lo que le decía a la señorita Devine. Ya sabes, la que bailaba en la cuerda floja. Estaba en la misma situación que yo, y por el mismo hombre. El señor Astley se portó horriblemente con ella..., la echó del circo. No me ayudaría. —Miró a la valla de ladrillo que separaba a los Blake de la señorita Pelham—. La señorita Devine fue muy amable conmigo una vez. Me pregunto qué habrá hecho.
—Eso te lo puedo decir yo —respondió Maggie—. He oído que se volvió a Escocia a tener su hijo.
—¿Eso hizo? —Maisie se animó un poco con la noticia—. ¿En serio?
—¿Es lo que quieres hacer tú, volver a Dorsetshire?
—Sí, sí, querría volver. El señor y la señora Blake han sido muy buenos conmigo, y les estoy muy agradecida, pero echo de menos a mis padres y sobre todo a Jem. Lo echo de menos horriblemente.
—Yo también —dijo Maggie sin poder contenerse, muy agradecida por haber encontrado a alguien que compartía sus sentimientos—. También yo lo echo de menos horriblemente. —Después de una pausa, añadió—: Deberías volver a casa, entonces. Tu familia te aceptaría, ¿verdad que sí?
—Eso creo. Pero ¿cómo voy a llegar hasta allí? No tengo dinero y, además, no puedo ir sola, porque el niño está casi al llegar. Y no me atrevo a pedirles nada a los Blake..., están muy ocupados estos días y, ¿sabes?, aunque vivan en una casa grande, en realidad andan muy escasos de dinero. El señor Blake no vende mucho de lo que hace porque es muy..., muy..., bueno, difícil de entender. Me parece que incluso la señora Blake no sabe a veces lo que quiere decir. ¡Ay, Maggie! ¿Qué vamos a hacer?
Maggie no escuchaba en realidad, estaba más bien pensando. Era como si tuviera delante una historia con un comienzo y un nudo muy concretos y ahora dependiese de ella que llegara felizmente a su desenlace.
—No te preocupes, Maisie —dijo—. Ya sé lo que hay que hacer.