Capítulo 4
Maggie Butterfield se fijó enseguida en los recién llegados. Era muy poco lo que escapaba a su atención en la zona: siempre que alguien se iba o llegaba, Maggie curioseaba entre sus pertenencias, hacía preguntas y almacenaba información que más tarde transmitía a su padre. Era natural que el carro del señor Smart, detenido ya delante del número doce de Hercules Buildings, le interesase y que estudiara a la familia que lo descargaba.
Hercules Buildings constaba de una hilera de veintidós casas de ladrillo, enmarcadas por dos tabernas, Pineapple y Hercules. Todas tenían tres pisos además de los bajos, un jardincito delantero y otro de la misma anchura pero mucho más largo detrás. La calle era un concurrido atajo que tomaban los residentes de Lambeth que querían cruzar el puente de Westminster pero no deseaban arriesgarse a pasar por los callejones pobres y destartalados paralelos al río entre Lambeth Palace y el puente.
El número 12 de Hercules Buildings tenía una verja de hierro hasta la altura del hombro, pintada de negro, con pinchos en lo alto. El suelo del jardín delantero estaba cubierto de guijarros rastrillados, interrumpidos por un seto de boj en círculo que llegaba hasta la rodilla y, en el centro, un arbusto cuidadosamente podado hasta formar una bola. La ventana delantera estaba enmarcada por cortinas de color naranja a medio correr. Al acercarse Maggie, vio que un hombre, una mujer, un chico de su misma edad y una muchacha un poco mayor llevaban cada uno una silla al interior de la casa, mientras que una mujer pequeña, con un vestido amarillo desteñido, zumbaba a su alrededor.
—¡Esto es totalmente inadmisible! —gritaba—. ¡Del todo inadmisible! El señor Astley sabe muy bien que elijo a mis inquilinos y que siempre ha sido así. No tiene derecho a endilgarme a nadie. ¿Me oye usted, señor Fox? ¡Ningún derecho! —Se colocó directamente en el camino de John Fox, que acababa de salir de la casa con la camisa remangada, seguido por unos cuantos chicos del circo.
—Perdóneme, señorita Pelham —dijo el interpelado mientras la sorteaba—. Sólo hago lo que mi jefe me ha ordenado. Imagino que vendrá en persona a explicárselo a usted.
—¡Estoy en mi casa! —gritó la señorita Pelham—. Soy la ocupante de esta casa. El señor Astley sólo es el propietario, y no tiene nada que ver con lo que pasa dentro.
John Fox recogió un cajón con sierras, con cara de estarse arrepintiendo de haber abierto la boca. El tono de voz de la señorita Pelham pareció molestar incluso al desatendido caballo del carro, cuyo propietario también ayudaba a subir las posesiones de los Kellaway. El animal había estado dócilmente inmóvil, reducido a la más completa sumisión por el dolor de sus pezuñas, consecuencia del viaje de una semana hasta Londres, pero a medida que la voz de la señorita Pelham subía de tono y se hacía más aguda, empezó a moverse y a dar patadas en el suelo.
—Tú, chica —llamó John Fox a Maggie—, te daré un penique si mantienes quieto al caballo. —Luego se apresuró a cruzar la verja y a entrar en la casa, con la señorita Pelham pisándole los talones, sin dejar de quejarse.
Maggie avanzó de buen grado para apoderarse de las riendas, encantada de que le pagaran por un sitio en primera fila para ver lo que estaba sucediendo, y acarició el hocico del animal.
—Vamos, muchacho, viejo caballo de pueblo —murmuró—. ¿De dónde eres, eh? ¿De Yorkshire tal vez? ¿Lincolnshire? —Mencionó las dos zonas de Inglaterra sobre las que sabía algo, aunque fuera muy poco: tan sólo que sus padres procedían de aquellas regiones, si bien llevaban en Londres veinte años. Maggie no se había movido nunca de Londres; de hecho raras veces cruzaba el río para ir al centro y nunca había pasado una sola noche fuera de su casa.
—Dorsetshire —le informó una voz.
Maggie se volvió, sonriendo ante las vocales cantarinas y un poco arrastradas de la chica que había llevado una silla dentro, había vuelto a salir y se hallaba ahora junto al carro. No era mal parecida, de tez rosada y grandes ojos azules, aunque llevaba una ridícula cofia de volantes que probablemente creía adecuada para la ciudad. A Maggie se le escapó una sonrisa de suficiencia. Le bastó una ojeada para saber la historia de aquella familia. Procedían del campo y venían a Londres por el motivo habitual: ganarse la vida mejor que en su lugar de origen. De hecho, algunos aldeanos lo conseguían. Otros...
—¿De dónde eres, entonces? —preguntó.
—Piddletrenthide —dijo la chica, arrastrando la última sílaba.
—¡Dios misericordioso! ¿Qué has dicho?
—Piddletrenthide.
Maggie resopló.
—Piddle-di-di..., ¡vaya nombre! No lo he oído nunca.
—Quiere decir treinta casas a la orilla del Piddle. Eso es en el valle del Piddle, cerca de Dorchester. Un sitio precioso. —La chica sonrió, mirando al otro lado de la calle, como si pudiera ver allí Dorsetshire.
—¿Y tú cómo te llamas, señorita Piddle?
—Maisie. Maisie Kellaway.
Se abrió la puerta de la casa y reapareció la madre de Maisie. Anne Kellaway era alta y angulosa y llevaba su hirsuto pelo castaño recogido en un moño muy bajo sobre el largo cuello. Lanzó una mirada de desconfianza a Maggie, como lo habría hecho un cerero con alguien de quien sospechara que le había robado las velas de su tienda. Maggie conocía bien aquellas miradas.
—No hables con desconocidos, Maisie —rezongó Anne Kellaway—. ¿No te he advertido de lo que pasa en Londres?
Maggie agitó las riendas del caballo.
—Perdone, señora, conmigo está en buenas manos. Mejor que con otros.
Anne Kellaway clavó los ojos en Maggie e hizo un gesto de asentimiento.
—¿Ves, hija? Incluso los de aquí dicen que hay mala gente en Londres.
—Sí, señora. Londres es un sitio muy malo, ya lo que creo que sí —soltó Maggie.
—¿Cómo? ¿Qué clase de maldad? —quiso saber Anne Kellaway.
Maggie se encogió de hombros, desconcertada por un momento. No sabía qué decir. Había una cosa, por supuesto, que sin duda escandalizaría a la madre de Maisie, pero eso Maggie no se lo contaría nunca.
—¿Conocen el callejón que cruza Lambeth Green y que va desde el río hasta Royal Row a través de los campos?
Maisie y Anne manifestaron su perplejidad.
—No está lejos de aquí —siguió Maggie—. Ahí al lado. —Señaló al otro lado de la calle, donde el campo se extendía de manera casi ininterrumpida hasta el río. A lo lejos se veían las torres de ladrillo rojo de Lambeth Palace.
—Acabamos de llegar —dijo Anne Kellaway—. No hemos visto gran cosa.
Maggie suspiró, al quedarse su historia sin golpe de efecto.
—Es un callejón pequeño, muy útil como atajo. Lo llamaron el callejón de los Amantes durante algún tiempo, porque... —Se detuvo al ver que Anne Kellaway agitaba la cabeza con vehemencia, mirando de reojo a Maisie—. Bueno, así es como lo llamaban —siguió Maggie—, pero ¿sabe cómo lo llaman ahora? —Hizo una pausa—. ¡El callejón del Degollado!
Madre e hija se estremecieron, lo que hizo que Maggie sonriera a pesar de todo.
—Eso no es gran cosa —intervino otra voz—. En el valle del Piddle tenemos el callejón del Gato Muerto.
El chico que había llevado una silla al interior de la casa se había parado en la puerta.
Maggie puso los ojos en blanco.
—¿Un gato muerto, eh? Supongo que lo encontraste tú, ¿a que sí?
El muchacho asintió.
—Bueno, ¡también encontré yo al muerto! —anunció Maggie con acento triunfal, pero mientras lo decía sintió que el estómago se le tensaba y contraía. Deseó no haber hablado del tema, sobre todo porque el muchacho la miraba fijamente, como si supiera lo que pensaba. Pero no podía saberlo.
Se salvó de tener que añadir nada más porque Anne Kellaway se agarró a la verja y exclamó:
—¡Sabía que no debíamos venir a Londres!
—No te preocupes, mamá —murmuró Maisie, como para tranquilizar a una niña—. Vamos a llevar dentro algunas cosas más. ¿Qué tal estos cacharros?
Jem dejó que Maisie calmara a su madre. Ya había oído bastante de las preocupaciones de Anne Kellaway acerca de Londres durante el viaje. Su madre nunca había dejado traslucir semejante nerviosismo en Dorsetshire, y su rápida transformación de campesina competente en viajera llena de aprensiones le había sorprendido. Si prestaba demasiada atención a su madre empezaría a sentir ansiedad, por lo que prefirió estudiar a la chica que sujetaba el caballo. Parecía despierta, de cabellos negros enmarañados, ojos marrones enmarcados por largas pestañas y una sonrisa en V que la dotaba de una barbilla tan puntiaguda como la de un gato. Lo que más le interesó, sin embargo, fue ver el terror y el arrepentimiento que, como un relámpago, le cruzaron el rostro al mencionar al muerto; cuando tragó saliva tuvo la seguridad de que era hiel lo que saboreaba. Pese a su engreimiento, la compadeció. Después de todo, era peor sin duda encontrar un hombre que un gato muerto, aunque el gato hubiera sido el suyo y Jem le tuviese cariño. Jem no había encontrado, sin ir más lejos, el cuerpo de Tommy, su hermano: esa triste tarea le había correspondido a su madre, que fue corriendo desde el jardín al taller de su padre con una expresión de horror en la cara. Quizá eso explicaba su ansiedad generalizada a partir de entonces.
—¿Qué venís a hacer a Hercules Buildings, si puede saberse? —preguntó Maggie.
—Nos envía el señor Astley —respondió Jem.
—¡Nos invitó a venir a Londres! —intervino Maisie—. Nuestro padre le arregló una silla, y ahora viene a hacer sillas a Londres.
—¡No menciones el nombre de ese individuo! —Anne Kellaway casi escupió las palabras.
Maggie la miró asombrada. Pocas personas tenían algo que decir en contra de Philip Astley. Era un hombre voluminoso, de voz retumbante y aferrado a sus opiniones, por supuesto, pero también generoso y amable con todo el mundo. Si se peleaba contigo, lo olvidaba al momento. Maggie había recibido más de una propina suya, de ordinario por cosas tan sencillas como mantener quieto un caballo unos instantes, y gracias a él había entrado sin pagar a ver sus espectáculos con un simple movimiento de su mano generosa.
—¿Qué tiene de malo el señor Astley? —preguntó, dispuesta a defenderlo.
Anne Kellaway movió la cabeza, recogió los cacharros del carro y se dirigió hacia la casa, como si el nombre del dueño del circo la empujase físicamente hacia su interior.
—¡Es una de las mejores personas que encontrará en Lambeth! —le gritó Maggie mientras se alejaba—. ¡Si a él no lo aguanta, no encontrará a nadie con quien sentarse en la taberna! —Pero Anne Kellaway ya había desaparecido escaleras arriba.
—¿Son ésas todas vuestras cosas? —Maggie señaló el carro con un movimiento de cabeza.
—La mayoría —replicó Maisie—. Dejamos unas cuantas con Sam..., nuestro hermano mayor. Se ha quedado en Piddletrenthide. Y..., bueno..., teníamos otro hermano, pero murió no hace mucho. Sólo hermanos, como ves, aunque siempre quise una hermana. ¿Tienes hermanas?
—No; sólo un hermano.
—El nuestro se casará pronto, eso creemos, ¿verdad que sí, Jem? Con Lizzie Miller..., lleva años con ella.
—Vamos, Maisie —la interrumpió Jem, poco dispuesto a hablar en público de los asuntos de su familia—. Tenemos que llevar dentro estas cosas.
Cogió un aro de madera.
—¿Para qué sirve eso si se puede saber? —preguntó Maggie.
—Es el molde para una silla. Se dobla la madera en redondo para darle la forma del respaldo de una silla.
—¿Ayudas a tu padre a hacer sillas?
—Pues sí —respondió Jem, orgulloso.
—Entonces eres un recogeculos, ¡eso es lo que eres!
Jem frunció el ceño.
—¿Qué quieres decir?
—A los lacayos los llaman recogepedos, ¿no es cierto? ¡Pero tú recoges traseros con tus sillas! —Maggie rió a carcajadas mientras Jem se ponía rojo como un tomate. No ayudó nada que Maisie se incorporase al regocijo con su risa cristalina.
De hecho su hermana animó a Maggie a quedarse, volviéndose cuando Jem y ella llegaron a la puerta con los aros enganchados en los brazos.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó.
—Maggie Butterfield.
—¡Otra Margaret! ¿No es curioso, Jem? ¡La primera chica que encuentro en Londres y se llama igual que yo!
Jem se preguntó cómo el mismo nombre podía servir para designar a dos chicas tan distintas. Aunque todavía no llevara corsé como Maisie, Maggie era más redonda y tenía más curvas, iba revestida por una capa de carne que a Jem le hacía pensar en ciruelas, mientras que Maisie era esbelta, con muñecas y tobillos huesudos. Aquella chica de Lambeth le intrigaba, pero no se fiaba de ella. Podía incluso robar algo, pensó. Tendría que vigilarla.
Inmediatamente se avergonzó de pensar una cosa así, aunque eso no le impidió, unos minutos después, mirar por la ventana delantera de sus nuevas habitaciones, que estaba medio abierta, para asegurarse de que Maggie no estaba hurgando en su carro.
No lo hacía. Sujetaba el caballo del señor Smart, dándole palmaditas en el cuello cuando pasaba un carruaje. Luego se reía a escondidas de la señorita Pelham, que había vuelto a salir y hacía comentarios sobre sus nuevos inquilinos a grandes voces. Maggie, que parecía incapaz de estarse quieta, cambiaba a menudo el peso del cuerpo de un pie a otro, y se volvía a mirar a los peatones: una anciana que gritaba «¡Compro botellas rotas y hierros viejos!»; una joven que iba en la dirección contraria con un cesto lleno de prímulas; un individuo que restregaba una con otra las hojas de dos cuchillos, gritando «¡Se afilan cuchillos, afilen sus cuchillos! ¡Anímense a cortar a gusto!». Acercó mucho los cuchillos a la cara de Maggie y la muchacha se estremeció, dando un salto hacia atrás mientras el otro reía. Luego se quedó mirando al afilador que se alejaba, pero temblaba tanto que el caballo de Dorsetshire estiró el cuello hacia ella y relinchó.
—Jem, abre más esa ventana —dijo su madre tras él—. No me gusta el olor de los últimos inquilinos.
Jem alzó la ventana de guillotina; Maggie levantó los ojos y lo vio. Se miraron el uno al otro como desafiándose para ver quién apartaba primero la vista. A la larga Jem decidió alejarse de la ventana.
Una vez que las posesiones de los Kellaway estuvieron en sitio seguro arriba, todos bajaron a la calle para decir adiós al señor Smart, que no se quedaba en Londres aquella noche, ansioso como estaba de iniciar el viaje de vuelta a Dorsetshire. Lo que había visto de Londres le proporcionaría semanas de anécdotas para las tabernas locales y no tenía el menor deseo de seguir en la metrópoli al caer la noche, cuando estaba seguro de que el diablo en persona descendería sobre sus habitantes, aunque eso no se lo dijo a los Kellaway. A todos les costó dejar marchar a su último vínculo con el valle del Piddle, y retrasaron la salida de su convecino con preguntas y sugerencias. Jem no soltaba el lateral del carro mientras su padre analizaba la mejor posada para viajeros a la que dirigirse. Y Anne Kellaway mandó a Maisie que subiera a buscar unas manzanas para el caballo.
Por fin el viajero se puso en camino exclamando «¡Buena suerte y que Dios os bendiga!», al tiempo que se alejaba del número 12 de Hercules Buildings, y murmuraba para sus adentros «y que además os ayude». Maisie agitó un pañuelo hacia él aunque el otro no se volvió para mirar. Cuando el carro giró a la derecha al final de la calle, incorporándose al tráfico de la más amplia, Jem sintió que se le hacía un nudo en el estómago. Le dio una patada a una bosta que había dejado el caballo y, aunque sentía los ojos de Maggie fijos en él, no alzó la vista.
Unos momentos después notó un cambio sutil en los sonidos de la calle. Seguía siendo ruidosa por los caballos, carruajes y carros, así como por los gritos frecuentes de los vendedores de pescado, escobas y fósforos, y de los limpiabotas y los lañadores, pero parecía concederse una pausa de silencio, como si concentrara la atención en algún lugar a lo largo de Hercules Buildings. El cambio alcanzó incluso a la señorita Pelham, que guardó silencio, y a Maggie, que dejó de mirar a Jem. El muchacho alzó entonces la vista y siguió su mirada hacia el hombre que pasaba en aquel momento. De estatura media, fornido, tenía una cara redonda y ancha, frente amplia, ojos grises prominentes y la tez pálida de una persona que pasa gran parte del tiempo dentro de su casa. Vestido sencillamente con una camisa blanca, pantalones y medias negras y una chaqueta también negra ligeramente pasada de moda, se hacía notar sobre todo por el gorro rojo con que se tocaba, de un tipo que Jem no había visto nunca, con una punta que le caía hacia un lado, un borde vuelto y una escarapela roja, blanca y azul sujeta en un lateral. Estaba hecho de lana, lo que, dado el calor inusual de aquel mes de marzo, hacía que al hombre que lo llevaba le cayera el sudor por la frente. Mantenía la cabeza en una postura ligeramente afectada, como si el gorro fuese nuevo, o especialmente valioso y debiera, por alguna razón, tener mucho cuidado con él, y como si supiera que todos los ojos iban a estar fijos en él, cosa que de hecho —Jem pudo constatarlo— sucedía.
El hombre del gorro frigio torció al llegar a la verja vecina a la de la nueva casa de los Kellaway, cruzó el jardín delantero y se apresuró a entrar, cerrando la puerta sin mirar alrededor. Cuando hubo desaparecido, la calle pareció sacudirse como un perro a quien se sorprende sesteando, y la actividad se reanudó con renovado vigor.
—No se da usted cuenta..., ésa es la razón de que tenga que hablar de inmediato con el señor Astley —le estaba diciendo la señorita Pelham a John Fox—. Ya es bastante malo tener como vecino a un revolucionario, pero verme obligada a aceptar a continuación a unos desconocidos de Dorsetshire..., ¡es demasiado, créame!
Maggie alzó la voz:
—Dorsetshire no es exactamente París, señora. Apuesto cualquier cosa a que estos chicos de Dorchester ni siquiera saben qué es un bonnet rouge. ¿Qué decís a eso, Jem, Maisie?
Los aludidos negaron con la cabeza. Aunque Jem agradeció que Maggie los defendiera, preferiría que no le restregara su ignorancia en las narices.
—¡Tú! ¡Bribonzuela! —exclamó la señorita Pelham, fijándose en Maggie por primera vez—. No quiero verte por estos alrededores. Eres tan poco de fiar como tu padre. ¡Deja en paz a mis inquilinos!
El padre de Maggie había vendido en una ocasión a la señorita Pelham unos encajes supuestamente flamencos, pero al cabo de pocos días se descubrió que eran obra de una anciana de Kennington, a poca distancia de allí. Aunque no había hecho que lo detuvieran —le daba demasiada vergüenza que sus vecinos se enterasen de que Dick Butterfield la había engañado—, la señorita Pelham hablaba mal de él siempre que podía.
Maggie se echó a reír; estaba acostumbrada a que la gente criticase a su padre.
—Le diré a mi padre que le manda usted saludos —respondió con una sonrisita. Luego se volvió hacia Jem y Maisie—: ¡Hasta más ver!
—Adiós —replicó Jem, que se quedó viéndola correr calle adelante y desaparecer en un callejón entre dos casas. Ahora que ya se había ido deseaba volver a verla.
—Perdone, señor —le dijo Maisie a John Fox, que se estaba marchando con los chicos del circo para volver al anfiteatro—. ¿Qué es un bonnet rouge?
John Fox hizo una pausa.
—Pues un gorro rojo como el que llevaba su vecino, señorita. Lo usan los partidarios de la Revolución francesa.
—¡Ah! Hemos oído hablar de eso, ¿verdad, Jem? Ahí es donde soltaron a toda esa gente que estaba en la Bastilla, ¿a que sí?
—Esa misma, señorita. No tiene mucho que ver con nosotros, pero a algunas personas les gusta que se sepa lo que piensan sobre el asunto.
—¿Quién es nuestro vecino, entonces? ¿Un francés?
—No, señorita. Era William Blake, nacido y criado en Londres.
—No queráis saber nada de ese hombre, niños —intervino la señorita Pelham—. No os conviene tratar con él.
—¿Por qué no? —preguntó Maisie.
—Imprime folletos con toda clase de tonterías radicales, ésa es la razón. Es un liante, eso es lo que es. Ya os lo digo, no quiero ver a ningún bonnet rouge en mi casa. ¿Está claro?