Capítulo 6
Cuando la señorita Pelham llegó a la verja de la entrada, después de pasar un día muy agradable visitando a unos amigos en Chelsea, vio algunas de las virutas que Maisie había esparcido delante de la casa y frunció el ceño. Al principio Maisie se había deshecho de las virutas en el seto —cuidadosamente podado en forma de O— del jardín delantero de la señorita Pelham. Su casera había procedido a reprocharle semejante infracción. Y, por supuesto, era mejor que las virutas estuvieran en la calle que dentro de la casa. Pero lo ideal sería que no las hubiera en absoluto, como sucedería si la familia Kellaway no estuviera allí para producirlas. La señorita Pelham había lamentado toda la semana anterior su dureza con los anteriores inquilinos. Hacían ruido por las noches y en los últimos tiempos el hijo pequeño lloraba sin interrupción, pero, por lo menos, aquella familia no dejaba virutas por todas partes. Tampoco ignoraba que había gran cantidad de madera arriba, puesto que había visto cómo pasaba por el vestíbulo de su casa. Todo aquello sin contar con los olores y, en ocasiones, con unos golpes en el suelo que la señorita Pelham no agradecía en absoluto.
Y ahora, ¿quién era aquella desvergonzada morena que salía corriendo de la casa, e iba esparciendo las virutas que llevaba pegadas a las suelas de los zapatos? Tenía el aire pícaro que impulsaba a la señorita Pelham a apretar el bolso con más fuerza contra el pecho. Instantes después reconoció a Maggie.
—¡Tú, chica! —exclamó—. ¿Qué haces saliendo de mi casa? ¿Has estado robando?
Antes de que Maggie pudiera responder, aparecieron dos personas: Jem, que salió tras ella, y el señor Blake, que abrió al mismo tiempo la puerta del número 13 de Hercules Buildings. La señorita Pelham retrocedió. El señor Blake siempre se había mostrado cortés con ella —y ahora, efectivamente, le hizo una inclinación de cabeza—, pero la ponía nerviosa. Sus fríos ojos grises siempre le hacían pensar en que era un pájaro quien la miraba, dispuesto a picotearla.
—Si no estoy equivocada, esta casa es del señor Astley, no suya —dijo Maggie con descaro.
La señorita Pelham se volvió hacia Jem.
—Jem, ¿qué hace aquí esta chica? Confío en que no sea amiga tuya.
—Ha..., ha venido a traer un encargo. — Jem nunca había mentido bien, ni siquiera en el valle del Piddle.
—¿Qué es lo que ha traído? ¿Pescado de hace una semana? ¿Una colada que no ha visto la lejía ni por el forro?
—Clavos —intervino Maggie—. Se los traeré a menudo, ¿no es cierto, Jem? Me va usted a ver con mucha frecuencia. —Se salió del caminito que llevaba a la verja de la entrada y se metió en el jardín delantero, donde siguió el diminuto seto en su inútil círculo, pasando una mano por encima.
—¡Sal de mi jardín, desvergonzada! —gritó la señorita Pelham—. ¡Jem, haz que salga de ahí!
Maggie se echó a reír y empezó a correr alrededor del seto, cada vez más deprisa, hasta que saltó para meterse en su interior, donde bailó en torno a los arbustos cuidadosamente podados, golpeándolos con los puños, mientras la señorita Pelham exclamaba «¡Oh! ¡Oh!» como si fuese ella quien recibía los golpes.
Jem vio como Maggie boxeaba con el frondoso círculo, y como hojas diminutas iban cayendo al suelo, y se encontró sonriendo. También él había estado tentado de dar puntapiés a aquel seto absurdo, tan diferente de los otros a los que estaba acostumbrado. En Dorsetshire los setos tenían un motivo: mantener a los animales en un campo o evitar que invadieran los caminos, y estaban hechos de espinos y acebos, saúcos, avellanos y mostellares, entremezclados con zarzas, hiedras y clemátides.
Un repiqueteo en la ventana de arriba hizo que Jem regresara de Dorsetshire. Su madre lo miraba indignada y hacía gestos para ahuyentar a Maggie.
—Escucha —empezó Jem—, ¿no me ibas a enseñar algo? Tu..., tu padre, ¿eh? El mío quería que... acordáramos el precio.
—Eso es. Vamos entonces. —Maggie hizo caso omiso de la señorita Pelham que aún gritaba e intentaba darle manotazos sin el menor efecto, y se abrió camino desde el interior del seto circular sin molestarse esta vez en saltar y dejando un vacío de ramas rotas.
—¡Oh! —exclamó la señorita Pelham por décima vez.
Al ponerse en movimiento para seguir a Maggie, Jem lanzó una ojeada al señor Blake, que había permanecido inmóvil y en silencio, los brazos cruzados sobre el pecho, mientras Maggie se divertía con el seto. No parecía molesto ni por el ruido ni por la conmoción. De hecho todos se habían olvidado de su presencia: de lo contrario, ni la señorita Pelham habría exclamado «¡Oh!» diez veces, ni Maggie se habría peleado con los arbustos. Los contemplaba a todos con su mirada transparente. No era una mirada como la del padre de Jem, que tendía a enfocar la media distancia. El señor Blake, más bien, los miraba a ellos y a las personas que pasaban por la calle y Lambeth Palace que se alzaba a lo lejos y las nubes que tenía detrás. Lo aceptaba todo sin juzgarlo.
—Buenas tardes —dijo Jem.
—Hola, hijo mío —replicó el señor Blake.
—¡Buenas tardes, señor Blake! —intervino Maggie desde la calle, para no ser menos que Jem—. ¿Qué tal está su señora?
Su grito hizo revivir a la señorita Pelham que se había retraído en presencia del señor Blake.
—¡Quítate de mi vista, desvergonzada! —exclamó—. ¡Haré que te azoten! Jem, no dejes que vuelva a entrar aquí. Y acompáñala hasta el final de la calle; no me fío de ella ni por un segundo. ¡Nos robaría la verja si dejásemos de vigilarla!
—Sí, señora. —Jem alzó las cejas, disculpándose, en dirección al señor Blake, pero su vecino ya había abierto la puerta de su jardín para salir a la calle. Cuando Jem se reunió con Maggie, vieron como el señor Blake avanzaba por Hercules Buildings en dirección al Támesis.
—Mira su paso desafiante —dijo Maggie—. ¿No te has fijado en el color de sus mejillas? ¿Y el pelo todo revuelto? ¡Sabemos lo que ha estado haciendo!
Jem no hubiera descrito los andares del señor Blake como desafiantes. Más bien de alguien con pies planos, aunque sin pesadez. Caminaba con regularidad y decisión, como si tuviera un destino en la cabeza en lugar de salir sencillamente a dar un paseo.
—Vamos a seguirlo —sugirió Maggie.
—No. Déjalo en paz. —Jem se sorprendió de su contundencia. Le hubiera gustado seguir al señor Blake a su destino: no de la manera en que lo haría Maggie, como juego o como burla, sino con respeto, a cierta distancia.
La señorita Pelham y Anne Kellaway seguían mirando coléricas a los chicos.
—En marcha —dijo Jem, echando a andar por Hercules Buildings en dirección contraria a la del señor Blake.
Maggie corrió tras él.
—¿De verdad vienes conmigo?
—La señorita Pelham me ha pedido que te acompañe hasta el final de la calle.
—¿Y tú vas a hacer todo lo que quiera esa escoba vieja con faldas?
Jem se encogió de hombros.
—Es la casera. Hemos de tenerla contenta.
—Bueno; voy a buscar a mi padre. ¿Quieres venir conmigo?
Jem pensó en su madre, con tantas preocupaciones, en su hermana esperanzada, en su padre absorto en el trabajo y en la señorita Pelham esperándolo junto a la escalera para lanzarse sobre él. Luego pensó en las calles de Lambeth que aún no conocía, y en las de Londres, y en que tenía un guía que lo acompañara.
—Voy contigo —dijo, permitiendo que Maggie se pusiera a su altura y se ajustase a su paso, de manera que caminaran uno al lado del otro.