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Tú, ¡puto cabrón!

Ben sonrió al oír aquella voz al otro extremo de la línea.

—Hola, Darcey.

—Tardé seis horas en salir de esa puta bodega.

—Sabía que finalmente encontrarías la manera —dijo—. Una mujer con recursos como tú. ¿Qué tal estaba el champán? —Con la mano libre le quitó el tapón a la botella de Bowmore, una grata sorpresa que había encontrado en el aparador de las bebidas de la enorme y lujosa cocina de Shikov. Si había habido algún secuaz más del ruso en el lugar, hacía tiempo que se habían marchado de allí.

—¿Dónde estás? ¿Adónde te fuiste? —Ben pudo percibir la ansiedad en la voz de Darcey.

—Creo que estoy en Georgia —dijo—. No estoy seguro de dónde exactamente. —Se sirvió un par de dedos de whisky en el vaso de cristal que había dejado en el reluciente escritorio de madera—. Shikov está muerto —añadió—. Te lo contaré todo.

—¿Estás bien?

Ben se tocó el costado con cuidado y entrecerró los ojos al sentir el dolor de la costilla rota.

—Deberías ver a los otros nueve tíos.

Darcey paró de hablar. Luego:

—Lo hiciste para protegerme, ¿verdad?

—Me daba la sensación de que querrías venir. Eres así de cabezona.

—Vaya par —dijo ella—. Yo soy una cabezota y tú estás loco.

—Quizá un poco —dijo.

Darcey suspiró.

—Entonces, todo ha acabado.

—No todo. ¿Dónde estás?

—Donde me dejaste. En casa de la vieja. ¿Adónde iba a ir?

Ben sonrió.

—Dile a la anciana que haré lo que me pidió —dijo—. Con una condición.

—¿Cuál?

—Que su chofer te lleve a Roma en esa limusina suya. Nos veremos mañana al mediodía. En la Plaza del Capitolio.

—Sé dónde está —dijo ella—. ¿Por qué Roma?

—Porque me apetece un helado —dijo Ben—. Oh, y ¿Darcey? Tráete lo que imprimimos en el fax.

Cuando hubo terminado de hablar con Darcey, Ben marcó el número de Le Val. Jeff no estaba, así que Ben le dejó un mensaje breve para tranquilizarle, y decirle que todo estaba bien y que volvería pronto.

Tras eso, se sirvió otro whisky se quedó mirando el teléfono durante largo tiempo. Se imaginó el rostro de Brooke.

Ni siquiera sabía dónde estaba. Quizá hubiera vuelto a Londres, o seguía en Portugal con… le dolía pensar en ello. Y la idea de hablar con ella le confundía y aterrorizaba más incluso. Tragó saliva, cogió el teléfono y marcó con brusquedad los dígitos de su número de móvil. Mientras aguardaba a que diera señal, le dio un trago ansioso al whisky e intentó formular lo que quería decir. No se le ocurrió nada.

Contuvo la respiración cuando respondió la voz de una mujer, pero luego se dio cuenta de que era el buzón de voz.

Colgó.

Plaza del Capitolio, Roma

El trayecto de Ben de regreso de Georgia había sido largo y en un par de ocasiones había creído que no llegaría a su cita. Al final, llegó quince minutos antes. La vida seguía sucediéndose a su alrededor mientras él, en mitad de la plaza, se tomaba un helado de cucurucho de vainilla y contemplaba la fachada de Miguel Ángel del Palacio de los Conservadores. Las estatuas blancas relucían en contraposición con el cielo azul. Las palomas revoloteaban por la plaza por encima de los restos dejados por los turistas.

A las doce en punto, Ben vio que Darcey se abría paso entre la multitud hacia él. Llevaba ropa nueva y un bolso. No pudo evitar sonreír al verla.

Darcey apretó el paso al acercarse, le puso la mano en el hombro y le dio un beso rápido.

—¿Todo este viaje, para un helado?

—Y un par de cosas más —dijo.

—¿Soy yo una de ellas? —preguntó con una sonrisa.

Ben miró la plaza.

—Debería estar aquí de un momento a otro. Ahí está.

Darcey siguió su mirada y vio a una morena alta y atractiva con un traje de chaqueta y pantalón negro atravesando el pavimento geométrico de la plaza en su dirección.

—Muy estilosa. Y me resulta familiar. ¿Quién es?

—Alguien a quien tal vez veamos mucho en la televisión pronto —dijo Ben—. Su nombre es Silvana Lucenzi. Es periodista.

Darcey arqueó una ceja.

—¿A la que tal vez veamos mucho?

—Eso depende, Darcey, depende de ti. ¿Trajiste el archivo?

Darcey asintió, metió la mano en el bolso y sacó una carpeta de plástico transparente.

—Hay dos maneras de hacer esto —dijo Ben—. La primera, podemos llamar a ese tipo llamado Mason Ferris, decirle que tenemos pruebas que podrían hacer que a él y su departamento le cayeran mil años y chantajearlo sutilmente para que retire todos los cargos contra nosotros, así como para que te devuelva tu antiguo trabajo. Con un ascenso, claro está.

Darcey no dijo nada.

Ben asintió hacia Silvana Lucenzi, que seguía acercándose.

—Dos, le damos los documentos a Silvana y dejamos que ella se encargue. Apretamos el botón nuclear de esta gente. El mundo no volverá a ser el mismo. Ni tu carrera. Tú decides.

—¿Crees que me lo pensaría siquiera? —dijo Darcey—. Que les den. Hagámoslo.

Silvana Lucenzi caminó hasta ellos y miró con sorpresa a Ben.

—¿Qué hace aquí? La policía lo busca.

—Ya no —dijo Darcey mientras le daba la carpeta—. No después de que esto salga a la luz.

Silvana Lucenzi la cogió con recelo. Abrió la carpeta y pasó algunas de las páginas y casi se le salen los ojos de las órbitas. Para cuando hubo llegado a la última hoja, estaba sin palabras.

—Es auténtico —dijo Ben.

—Y si quiere el original —añadió Darcey—, tendrá que ir a Londres por él. Diga un lugar y fecha.

El shock inicial de la periodista ya se estaba esfumando con rapidez. Ben vio cómo su cabeza se ponía a trabajar. Las infinitas posibilidades que todo aquello supondría se sucedían en su mente a más velocidad que las primeras planas de los periódicos en una imprenta. Sus ojos brillaron.

—Tiene usted la mayor primicia en la historia de los medios de comunicación, Silvana —dijo Ben—. Ahora, márchese y haga lo que mejor sabe hacer.

—¿Les gustaría tomarse un café? —preguntó Silvana.

Ben y Darcey se miraron.

—En otra ocasión —le dijo Darcey.

Se alejaron entre la multitud agolpada en la plaza, dejando a Silvana petrificada y aún contemplando boquiabierta los documentos que tenía en sus manos.

—Bombas lanzadas. —Darcey se rio. Calló y lo miró mientras caminaban—. ¿Y ahora, Ben? ¿Vas a volver a Francia?

—Pensaba quedarme aquí un par de días —dijo—. ¿Y tú?

—Ahora mismo no tengo mucho que hacer.

—Deja que te invite a comer —dijo Ben.

Darcey le sonrió.

—Eso sería un buen comienzo.