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Cuando llegó, tenía un mensaje un tanto críptico de Roberto Lario aguardándolo en la recepción del hotel. Ben vaciló y fue a coger el móvil, pero luego recordó que estaba roto. Cuando preguntó si podía usar el teléfono del hotel, su nuevo club de fans se mostró más que contento de meterlo en su atestado despacho tras la zona de recepción y agobiarlo con ofrecimientos de café y tartas. Le llevó unos minutos librarse con cortesía de ellas.

—He recibido una llamada de lo más inusual esta mañana —dijo Lario—. Tal vez quiera saberlo. Era de una mujer que deseaba ansiosamente hablar con L’eroe della galleria tras haberlo visto a usted en las noticias de la televisión.

Ben gimió para sus adentros.

—No me siento para nada un héroe, Roberto. ¿Qué era lo que quería?

—No ha querido decirlo. Pero parecía muy urgente. Una mujer italiana que reside en Mónaco. Su nombre es Mimi Renzi.

—¿Qué le dijo usted? ¿No le diría dónde me estoy alojando, verdad?

—Solo que intentaría hacerle llegar el mensaje. Nada más.

—Bien. Seguramente sea otra maldita periodista.

—Parecía mayor —dijo Lario—. Muy mayor. No creo que sea periodista.

—Lo cierto es que no me interesa, Roberto. Me voy en breve y no estoy interesado en ancianas de Mónaco, quien quiera que sea.

Ya en la habitación, Ben se tomó su tiempo para guardar sus pocas pertenencias. Todavía estaba dolorido de la caída por las escaleras y el corte del hombro le molestaba. Se echó un poco para recuperar algo de sueño perdido, feliz de darle un descanso a su cabeza.

Pero para él las cosas no funcionaban de esa manera. Sueños intermitentes llenos de ruidos y dolor lo despertaron antes de las dos. En la habitación hacía un calor sofocante. Se dio otra ducha, se vistió con cierta rigidez y cogió el morral y bajó al mostrador para pagar su estancia. Los dueños no querían cogerle el dinero, así que tuvo que insistir para que lo hicieran. Finalmente logró salir de allí y condujo los treinta kilómetros en dirección suroeste por entre las calles de Roma hasta el aeropuerto de Fiumicino. Devolvió el Shogun en el stand de alquiler de coches y fue a hacer el check-in cuando descubrió que, debido a un problema técnico, su vuelo se había visto retrasado una hora. No despegarían hasta las cinco.

Encontró una cabina y aprovechó para llamar a Jeff Dekker a Le Val. No respondió, así que le dejó un mensaje para decirle que se encontraba en el aeropuerto esperando un vuelo que salía con retraso y que regresaría de Londres en un par de días aproximadamente. Lo cierto era que no tenía ni idea de lo que le aguardaba en Londres y tampoco quería pensar en ello hasta que llegara allí.

Tras dejar el mensaje, escogió un lugar tranquilo en un rincón de la sala de embarque y se dedicó a observar a la gente. El tiempo pasó. Vio a parejas con sus hijos. La tierna y romántica pareja en un lado que parecía no tener bastante del otro, la de aspecto amargado en otro que habían tenido más que suficiente. El hombre de negocios que revisaba sus papeles con la preocupación escrita en la cara. La audiencia cautiva de compradores aburridos que merodeaban por las distintas tiendas de ropa y duty free con sus atrayentes y tentadores escaparates. El escaparate de una tienda de electrónica estaba lleno de pantallas de distintos tamaños, algunas de ellas mostraban una película de acción mientras que las otras televisaban las noticias. Ben se temió que fuera a aparecer en ellas, allí, a la vista de todos. Al segundo, la gente lo reconocería, lo señalaría, y no tendría dónde ocultarse.

Para su alivio, no ocurrió. En vez de eso, las noticias se centraron en la detención de Tito Palazzo, un manifestante ecologista al que acusaban de haberle lanzado un trozo de carbón al candidato presidencial Urbano Tassoni unos días antes, como protesta contra la promesa electoral del político de construir más centrales térmicas de carbón en Italia.

De ahí el golpe de Tassoni en la cara, pensó Ben con una sonrisa.

La grabación mostraba cómo la policía arrastraba a Palazzo fuera del edificio de apartamentos y lo metían en la parte trasera de un coche. El ecologista estaba gritando: «Sí, yo se lo he tirado a ese stronzo, ¡y lo haría de nuevo!».

Algunas personas estaban mirando las pantallas también.

—Bien por él —rio un hombre—. Ojalá le hubiera metido un tiro a ese cabrón.

Fuera de pantalla, la persona que estaba hablando calló un instante y a continuación dijo que la policía estaba investigando la posible conexión de Palazzo con la organización ecologista radical conocida como el Frente de Liberación de la Tierra, que había reconocido su autoría en actos que iban desde subirse a árboles marcados para ser deforestados hasta hacer volar antenas de telefonía móvil. A continuación las pantallas mostraron una grabación de la agresión: Tassoni, con imperturbable gesto sereno, se dirigía hacia la limusina que lo esperaba, flanqueado por sus guardaespaldas, con trajes y gafas oscuras. Todos eran hombres altos y fuertes; uno en particular parecía llevar un traje hecho a medida para poder abarcar semejante masa muscular. La prensa estaba encima de Tassoni, las cámaras disparando sus flashes y el aire lleno de preguntas y abucheos mientras la policía se afanaba en contener a la multitud. Cuando Tassoni iba a meterse en la limusina, el ecologista Tito Palazzo se abrió paso por entre el cordón policial y lanzó un objeto negro del tamaño de un puño a la cara del político desde apenas tres metros de distancia.

Tassoni se tambaleó por el impacto. La multitud se volvió loca y la policía apenas pudo contenerla. El cámara que estaba grabando la escena usó el zoom para captar una imagen del político ensangrentado cuando era ayudado a entrar en la limusina. El enorme guardaespaldas corrió a apartar la cámara. Un manifestante lo empujó y perdió las gafas de sol. Se produjo un altercado, y la imagen se congeló con el primer plano del rostro iracundo del guardaespaldas amenazando a la cámara.

Su imagen solo permaneció un segundo en la pantalla, pero Ben pudo verla con claridad en su cabeza incluso después de que el presentador hubiera pasado a la siguiente noticia.

Estaba tan sorprendido que ni siquiera se dio cuenta de que había derramado el café.

Le importaba una mierda el manifiesto electoral de Urbano Tassoni, o cuán popular o impopular fuera entre los votantes de su país. No era eso.

Era lo que acababa de ver.

Un hombre grande y musculoso. Con un ojo marrón oscuro.

Y el otro color avellana.

Ben seguía mirando las pantallas de televisión cuando oyó de refilón que ya podía subir a su avión. Miró el reloj. Las 16:51. Moviéndose como si estuviera aturdido, cogió el morral y siguió a la fila de personas que salían de la sala de embarque.

Mientras andaba, los sonidos e imágenes a su alrededor parecieron difuminarse y convertirse en un revoltijo indistinto. Aminoró el paso y miró al suelo. Alguien que arrastraba una pesada maleta chocó contra él por detrás y chasqueó la lengua molesto, pero Ben apenas si fue consciente de que estaba en medio.

Los hombres que aguardaban fuera de la puerta de la habitación de Fabio Strada en el hospital. La manera en que Tassoni les había dicho que se marcharan tras ver a Ben en la habitación. Ahora tenía sentido, y solo había un motivo posible por el que el político habría despachado a sus guardaespaldas así. Era porque había un testigo presente que podría haberlo reconocido del robo.

Y eso significaba que Tassoni estaba en el ajo.

Ben estaba a unos cien metros del avión cuando frenó en seco. Los pasajeros lo pasaron a ambos lados como la corriente de un río dividido por una roca.

No, pensó. Y dijo en voz alta: «No».

Y se dio la vuelta y echó a andar por el camino que había venido. Sus pasos se tornaron en zancadas resueltas cuando se dirigió a la sala de llegadas. Se detuvo junto a las taquillas, sacó suficiente dinero en efectivo de la billetera para ir tirando, la guardó en su morral y a continuación lo metió en la taquilla 187. Para lo que tenía en mente era mejor viajar ligero de equipaje. A continuación salió al sol de la mañana y se dirigió a la fila de taxis.