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Londres
Mason Ferris había ido esa mañana a la oficina antes de las siete y llevaba casi una hora sentado delante del escritorio de su despacho cuando la línea segura sonó. El identificador de llamadas le dijo que era Brewster Blackmore.
Ferris cogió la llamada.
—Veo que no estamos teniendo mucho éxito en eso de atrapar al comandante Hope —dijo con frialdad, sin aguardar a que Blackmore hablara.
—No llamo por eso —dijo Blackmore—. Creo que puede que haya un problema con nuestro hombre, Lister.
Ferris soltó el aire por la nariz.
—En el parque. Ya sabes dónde. Dame treinta minutos.
Veintidós minutos después, Mason Ferris le indicó a su chofer que lo dejara en Canada Gate, la entrada sur a Green Park, a tiro de piedra del palacio de Buckingham. Le dijo al conductor que diera una vuelta durante unos minutos, luego se colocó bien la corbata y caminó bajo las verjas bañadas de dorado. Se dirigió entre jardines y árboles al lugar acordado.
Blackmore estaba sentado al final de un banco del parque leyendo el Times de la mañana cuando Ferris se le acercó. No se saludaron. Ferris se sentó como si nada al otro lado y sacó su propio periódico. Aguardó a que Blackmore hablara.
—Al parecer nuestro chico está metiéndose en problemas —dijo Blackmore sin subir la voz y sin levantar la vista de la página—. Estaba en su despacho ayer por la tarde cuando Lesley Pollock entró y le pilló haciendo una llamada a alguien a quien no debería haber llamado. Colgó a toda prisa, y estuvo muy nervioso con ella. Luego se disculpó y se marchó corriendo. No lo hemos visto desde entonces.
Ferris siguió impertérrito mientras escuchaba.
—El problema es este —prosiguió Blackmore—. Como sabes, tenemos intervenido el teléfono de Lister, como hacemos con todos los del departamento. Y sabemos con quién se ha puesto en contacto.
Ferris se giró lentamente y lo miró con gelidez.
—La mujer de la SOCA, Kane. —Blackmore paró de hablar—. Hay algo más —prosiguió—. Algo peor, me temo. Falta la carpeta de la operación de Lister. Creemos que se la ha llevado.
Mason Ferris siguió en silencio durante un largo minuto.
—¿Disponemos de su ubicación?
Blackmore asintió.
—El muy estúpido no debió de aprender nada en el cuartel General de Comunicaciones del Gobierno. Al parecer se cree que puede darnos esquinazo alojándose en un hotel de Surrey. ¿Doy las órdenes?
Ferris siguió pensando y a continuación negó con la cabeza.
—Aún no. Deja que el chico huya. Veamos adónde nos lleva. Si nos conduce a donde creo… —Frunció el ceño—. Entonces sabrá qué hacer. Y hágalo rápido.
Salamanca
08:19
Tras una noche infructuosa buscando por la ciudad a un fugitivo que parecía decidido a esquivarla y humillarla a cada paso, Darcey había regresado derrotada a las dependencias centrales de la policía en la Ronda de Sancti Spiritus de Salamanca, donde se había metido cuatro cafés entre pecho y espalda y dos aspirinas antes de acurrucarse agotada en un sofá del despacho de la planta superior que le habían dado.
En sus sueños estaba persiguiendo a Ben Hope. Justo cuando estaba a punto de cogerlo, su teléfono sonó y se despertó.
—¿Quién es? —preguntó adormilada. Se incorporó en el sofá y se apartó el pelo de los ojos.
—Borg —le respondió entre susurros.
Darcey tragó saliva y se levantó rápidamente.
—Usted de nuevo.
—¿Dónde está?
Darcey no contestó enseguida. Tal vez debería colgar de inmediato, pero qué demonios.
—En España —dijo.
—Me marcho a París en una hora —dijo—. ¿Podría estar allí a la tarde?
—De acuerdo.
—Café de la Paix, a las tres. Venga sola.