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El conductor del Mitsubishi era rápido y diestro al volante. Ben permaneció callado, entre sus captores y con las manos esposadas sobre el regazo, mientras el coche se alejaba a toda velocidad de la escena del secuestro y se dirigía a las afueras de la ciudad. Vieron a un par de vehículos de Carabinieri con las luces puestas en dirección contraria, pero nadie fue tras ellos.
Tras dejar atrás la periferia romana de zonas residenciales y concesionarios de coches de segunda mano, supertiendas de muebles y almacenes de chollos, el Mitsubishi cruzó unas verjas de hierro desvencijadas, atravesó un patio delantero de hormigón cubierto de maleza de un edificio industrial lóbrego que parecía una fábrica o planta de envasado en desuso y se metió dentro. El motor del utilitario resonó en el interior del edificio vacío y a continuación se apagó. Los seis hombres bajaron del vehículo y sacaron a Ben a punta de pistola.
El edificio abandonado olía a orina y a putrefacción. El lugar estaba repleto de botellas vacías y otros restos dejados por sin techo itinerantes. Los rayos de sol se filtraban por sus alargadas ventanas, cubiertas de mugre. Un par de palomas aletearon entre las vigas de hierro del techo, y el batir de sus alas resonó en tan enorme y vacío espacio. El único mobiliario del edificio era una silla de oficina de plástico medio rota colocada en mitad del suelo de hormigón. El tipo de las cicatrices empujó a Ben hacia ella.
—Siéntate.
Ben se imaginó que, a menos que intentara abatir a esos seis hombres fuertemente armados con sus muñecas esposadas, lo mejor que podía hacer era obedecer.
El hombre de las cicatrices le hizo un gesto a uno de sus hombres, al alto que había ejecutado al poli en llamas. Este se acercó a Ben con una sonrisa y se agachó. Agarró uno de los pies de Ben y le arrancó el zapato sin cordones, luego el otro, y se los lanzó al jefe.
—Primer lugar en el que mirar —dijo el de las cicatrices con su inglés gutural—. Luego miraremos en otros sitios. —Apoyó el arma contra una columna de cemento. Sujetó el zapato izquierdo de Ben por la punta y golpeó el talón con fuerza contra el extremo de la columna dos, tres, cuatro veces, hasta que el tacón se separó. Lo inspeccionó y a continuación hizo lo mismo con el otro. Ben observó, confuso, cómo cuando el tacón derecho cayó había un compartimiento hueco dentro. El hombre metió los dedos en el interior y sacó un pequeño dispositivo negro. La masa de su tejido cicatrizal esbozó una sonrisa, si bien no de alegría.
Ben contempló el objeto que había llevado en el zapato. ¿Cuánto tiempo había estado andando por ahí con un localizador por GPS?
—No son tan inteligentes —dijo el hombre marcado mientras lo tiraba—. Tenemos detectores.
Son, pensó Ben. Quienquiera que fueran.
El hombre fue hasta él.
—Nadie puede encontrarte aquí, señor Ben Hope. Ahora tenemos asuntos de los que encargarnos.
Ben sabía que no tenía mucho sentido jugárselo todo a la carta de «tenéis al hombre equivocado». No cuando era el famoso más sobreexpuesto de Italia en ese momento.
—Déjame adivinar —dijo—. Acabáis de descubrir que el Goya que robasteis es falso y queréis saber dónde está el auténtico.
El hombre resopló.
—No nos importa el Goya. El Goya es una mierda.
—Aun así pensabais que valía la pena matar por él.
—No sabes nada. Eres un ignorante. ¿Sabes quién soy?
—Alguien que ha metido la cara en una segadora-trilladora.
El hombre de las cicatrices abofeteó a Ben con dureza.
—Mi nombre es Spartak Gourko, Spetsnaz, Fuerzas Especiales rusas. Contratista privado en la actualidad.
Ben se olía qué iba a ser lo siguiente. Anatoly Shikov no había comprado aquel cuchillo de balística de los Spetsnaz en un catálogo por correo.
—Y era amigo de alguien a quien mataste —dijo Gourko—. Conocía a Anatoly de hacía muchos años. Ahora está muerto. Y eso me pone muy triste.
A Ben le ardía la mejilla de la bofetada.
—Me alegro de haberlo matado. Era un pedazo de mierda y se lo merecía.
El rostro de Gourko mudó de expresión y los retales cartilaginosos alrededor de su mandíbula se tensaron.
—Morirás por ello. Morirás lentamente y con mucho dolor. Quería que lo supieras. Pero no morirás ahora. Debo dejarte con vida.
—Qué considerado por tu parte —dijo Ben.
—¿Te crees un tipo duro?
—Los he conocido más.
—No lo serás tanto cuando mi jefe se ponga manos a la obra contigo. Grigori Shikov no es un hombre amable y moderado como yo.
—Deduzco que nos vamos de viaje, entonces —dijo Ben—. Supongo que al este.
Gourko asintió.
—Primero nos encargaremos de ti. Has matado al hijo de Grigori Shikov y por ello él te quitará la vida. Pero también me has hecho daño a mí. Te has llevado a mi amigo. Y por eso ahora yo te haré daño. —Se encogió de hombros, como si fuera el argumento más razonable del mundo.
Los demás estaban sonriendo. Ben recorrió con la mirada la fila de cañones de sus armas y se preguntó si existía alguna forma de desarmar a cinco hombres y dispararlos a todos sin acabar lleno de balas. Nada se le vino a la mente de manera inmediata.
Gourko prosiguió.
—Serás… —Paró de hablar, buscando el término adecuado—. Mutilado. —Pareció gustarle el sonido de la palabra—. ¿Entiendes esa palabra, «mutilado»?
—Solo tengo que mirarte a ti —dijo Ben.
Gourko señaló al hombre alto que le había quitado a Ben los zapatos.
—Pero Maxim te mantendrá con vida para Grigori. Maxim es un médico experto. Reconstruyó mi cara tras la granada. Volvió a hacerme guapo. —Rio y luego señaló a otro de los hombres. El tipo bajó su arma y fue hacia el utilitario. Abrió el maletero y sacó una piqueta.
Ben contempló la piqueta. Parecía recién comprada de alguna tienda local. El mango era de fibra de vidrio naranja. La hoja, de acero pintado de azul. Tenía una punta afilada y levemente curvada en un lateral. Una plana en el otro. El tipo cogió la pesada herramienta con las dos manos, se la echó al hombro y volvió a meterse en el interior del Mitsubishi. En esa ocasión sacó un soplete. Era un modelo industrial, pesado, con un depósito de butano alargado en la agarradera y una pantalla térmica ennegrecida alrededor de la boquilla.
—No soy un animal —le dijo Gourko a Ben—. Te dejo escoger. —Extendió los brazos—. ¿Cuál quieres?
Ben no dijo nada.
—Te lleno de clavos —le dijo Gourko—. Te inmovilizo al suelo cual insecto hasta que me ruegues que te mate. O tal vez podamos cocinar juntos. ¿Te gustan las barbacoas? Te aso las pelotas, los dedos de los pies, las manos, la cara. Dejo solo lo justo para que Grigori pueda reconocer al hombre al que va a matar. Tal vez lo prefieras. ¿Qué escoge, señor Ben Hope?
Ben no iba a darle a aquel hombre la satisfacción de responder.
—¿No puedes escoger? Entonces lo haré yo. —Le cogió la piqueta a su hombre—. Escojo esto.
Hicieron falta los cinco hombres para levantar a Ben de la silla y tumbarlo en el hormigón. Le colocaron las manos esposadas por encima de la cabeza y le separaron las piernas.
Gourko caminó hasta él tomándose su tiempo, pasándose la piqueta de mano. Se detuvo y dejó un momento la piqueta para quitarse la chaqueta, que colocó con cuidado en el respaldo de la silla de plástico. A continuación, sus ojos refulgieron y levantó la herramienta por encima de su cabeza. La punta afilada del acero endurecido se detuvo en el aire durante un instante, y a continuación Gourko gruñó y la blandió con toda su fuerza. Ben vio cómo descendía hacia su cuerpo. Forcejeó desesperadamente para apartarse de la trayectoria, pero unas manos fuertes lo sujetaban.
El pesado pico descendió e impactó en el cemento con un resonante ruido metálico a escasos centímetros de la cadera de Ben, levantando fragmentos de hormigón.
—He fallado —dijo Gourko con una sonrisa. Otra pausa teatral para quitar una mota de polvo del extremo del pico. A continuación levantó la piqueta una segunda vez.
Esa era la definitiva. Ben observó impotente cómo la piqueta se alzaba en el aire. Tenía menos de un segundo para pensar en un buen plan.