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Ben corrió por entre los túneles, iluminando las paredes con la linterna, buscando una salida. Su haz de luz iluminó un metal reluciente: una escalera daba a una especie de trampilla abierta en el techo. El cable de un cabestrante pendía desde arriba, sosteniendo una plataforma con un pasamanos de seguridad alrededor. A los pies de la escalera se amontonaban distintos tipos de cajas. Supuso que contendrían los equipos de arqueología necesarios para la excavación de la catacumba descubierta. Se metió la linterna en el cinturón y subió por la escalera.

El siguiente nivel seguía estando bajo tierra, una especie de sombrío túnel circular que tenía la altura justa para caber de pie. Parecía una alcantarilla en desuso. Empezaba a resultarle difícil creer que hubiera terreno firme debajo de Roma. Tal vez algún día la ciudad cediera y desapareciera.

Ben iluminó a su alrededor con la linterna. Había más equipos cerca de la trampilla y al otro lado del túnel. A su lado había otra escalera que daba a una trampilla más reciente que estaba seguro de que conducía a la calle.

Llevaba media escalera subida cuando el túnel se llenó con el ensordecedor ruido de disparos y una bala le pasó rozando la cabeza hasta impactar en el muro de piedra. Se volvió y vio a Darcey Kane emergiendo de la trampilla tras él, blandiendo una Beretta idéntica a la que le había quitado.

No había tiempo para volverse y decirle. «No se rinde, ¿verdad?». Ni siquiera había tiempo para sacar el arma del cinturón y disparar. Habría muerto antes de que pudiera quitarle el seguro. Echó a correr en zigzag y agachado.

La agente disparó de nuevo. La bala rebotó en la pared y repiqueteó por el túnel como si fuera un pinball. Estaba disparando a la luz. Ben tiró la linterna. Oyó un repiqueteó tras él cuando ella hizo lo mismo. Esa Darcey Kane no era ninguna estúpida.

Las ratas se apartaron de Ben mientras este corría en la oscuridad. Corría rápido, pero estaba claro que su perseguidora tenía práctica en eso de perseguir a sospechosos. Sus pisadas no retumbaban muy lejos de él y Ben dobló la esquina casi al vuelo y a punto estuvo de perder el equilibrio por culpa de la resbaladiza piedra. Se golpeó dolorosamente en el hombro con la pared del túnel y sintió la dura protuberancia de un escalón de hierro incrustado en el enladrillado. Se aupó a él y encontró otro, y a continuación otro. Había una tapa de alcantarilla encima de él. La elevó con la palma de las manos, confiando en que no estuviera oxidada o abulonada. Esta cedió con un crujido metálico. La echó a un lado y el aire fresco descendió hasta su agujero. Subió hasta el último travesaño y asomó la cabeza y los hombros al aire de la noche. Un chirrido de cláxones a punto estuvo de reventarle los oídos. Giró la cabeza y vio las cegadoras luces delanteras de un enorme camión cerniéndose sobre él cual monstruo. Los neumáticos del camión chirriaron y empezó a salir humo de estos. Ben metió la cabeza de nuevo a toda prisa. Una fracción de segundo después y la habría perdido. La alcantarilla se llenó de un ruido ensordecedor, de gravilla y hedor a diésel cuando el camión lo pasó por encima.

Para cuando el camión se hubo detenido, a unos quince metros, Ben había salido de la alcantarilla y había colocado de nuevo la tapa en su sitio de una patada. Se encontraba en una calle ancha y recta con viejos edificios y tiendas y coches y motos aparcados que brillaban bajo las luces de la calle. Miró a su alrededor buscando algo que colocar encima de la alcantarilla para demorar a la agente de la SOCA, pero no había ningún objeto grande y pesado en mitad de la calle para que él lo cogiera. Lo único que tenía era a sí mismo. Se colocó encima de la tapa, sintiéndose un poco avergonzado y demasiado consciente de que no era una solución definitiva para el aprieto en el que se encontraba. Un coche pasó a gran velocidad por la calle y se echó a un lado para esquivarlo. Ben hizo caso omiso a la sarta de insultos proveniente de la ventanilla abierta. El conductor del camión se había detenido a un lado de la carretera y se había bajado de la cabina. Estaba acercándose en esos momentos con los puños cerrados y gritándole obscenidades. Ben tampoco le hizo ni caso. Tenía otras cosas de qué preocuparse.

Bajo sus pies, la tapa se estremeció cuando algo la golpeó con fuerza desde abajo. Aquí viene, pensó. Una pausa de un segundo y a continuación se oyó una explosión amortiguada y algo golpeó la parte inferior de la tapa de hierro fundido con un sonoro ruido metálico y un impacto que le repiqueteó hasta las rodillas. Estaba intentando salir a disparos de allí. Debían de haberse quedado sordos allí abajo.

Ben alzó la vista cuando oyó el zumbido de una motocicleta acercándose. Una moto enjuta y alta se acercaba hacia él. Su conductor, sin casco, era un joven de unos veinte años. Aminoró la velocidad conforme fue acercándose, probablemente pensando que Ben era un borracho que estaba a punto de bloquearle el paso y tirarle la moto.

Ben sacó la Beretta del cinturón y gritó:

Alt! Polizia!

Al ver la pistola, el camionero dejó al instante de proferir insultos y regresó a toda prisa a su vehículo. El motociclista abrió los ojos de par en par y frenó en seco. Ben pudo ver el logo de Honda en el depósito, de un azul brillante, y las letras «250 cc» en el panel lateral bajo el asiento.

—Lo siento —dijo. Aún encima de la tapa de la alcantarilla, agarró al chaval por el brazo y lo tiró de la moto. Cogió la moto cuando esta empezaba a ladearse, pasó la pierna derecha por encima y aceleró.

En cuanto Ben levantó su peso de la alcantarilla, la tapa se levantó con un clang. Darcey Kane emergió del agujero, con la pistola por delante. Sus ojos estaban fuera de sí, y el rostro cubierto de polvo y sudor.

Ben le sonrió, metió primera y aceleró al máximo. Antes de que Darcey pudiera moverse siquiera, la rueda delantera de la Honda se elevó y la moto salió disparada como un caballo sobresaltado.

Mientras avanzaba a gran velocidad por la calle con el cálido aire silbándole en los oídos y agitándole la cazadora, Ben miró por el espejo retrovisor. Darcey ya estaba deteniendo un coche a punta de pistola. Y no cualquier coche, sino un deportivo rojo descapotable que se asemejaba preocupantemente a un Ferrari bajo las luces callejeras de la noche. Sacó al conductor entre protestas y se puso al volante. Por encima del minúsculo aullido del motor de la Honda, Ben oyó el rugido y el chirrido de las ruedas del coche cuando aceleró tras él.

—Esa maldita mujer es imparable —murmuró. Aceleró de nuevo al máximo y su diminuto motor de 250 cc protestó. Los vehículos aparcados y los edificios se sucedían borrosos ante sus ojos. Miró otra vez por el espejo. El deportivo se le estaba acercando a gran velocidad.

Sí era un Ferrari. Aquello no pintaba nada bien. Era imposible que pudiera superarla con esa máquina de coser sobre ruedas.

Haz lo que puedas con lo que tienes. Boonzie también le había enseñado eso.

Ben mantuvo la mirada en el retrovisor un segundo de más. Cuando volvió a mirar hacia delante, a la carretera, había un hombre gordo cruzando la calle y tirando de un chihuahua. Viró violentamente para esquivarlos y a punto estuvo de chocarse con el lateral de un Fiat Cinquecento aparcado. Se subió a la acera y siguió avanzando por el pavimento. En el café del rincón estaban cerrando, con las sillas y mesas de plástico esparcidas por la calle y un camarero recogiendo los vasos. Ben se agachó tras el manillar, apretó los dientes y se abrió paso por entre las mesas, obligando al camarero a echarse a un lado para ponerse a cubierto. La pequeña Honda se bamboleó, pero Ben consiguió mantenerla erguida. Saltó de la acera por entre dos coches aparcados, las ruedas se posaron en el asfalto con un chirrido y se alejó acelerando de allí.

Cuando se alejaba se dio cuenta de que durante tan tumultuoso trayecto había perdido la Beretta. Cualquier idea de regresar por ella quedó descartada cuando el Ferrari apareció doblando la esquina a pocos metros tras él, pegado a la carretera, pisándole implacable e incansablemente los talones.

Vio una señal: Via dei Coronari. Los edificios se echaron a un lado y Ben vio de repente cómo las luces de la ciudad iluminaban las aguas del Tíber a su izquierda. Una fila de farolas trazaba la forma de un puente que cruzaba el río e iluminaba las filas de blancas estatuas angelicales a ambos lados. Pero no fue la grácil belleza de la arquitectura lo que hizo a Ben girar a la izquierda y acercarse al puente, fueron los gruesos bolardos de cemento dispuestos a lo largo del acceso a este y que bloqueaban el paso a todo lo que no fuera una pequeña moto. Pasó entre ellos y aceleró por la suave y lisa piedra del puente. Oyó el chirrido de neumáticos a su espalda cuando el Ferrari frenó en seco en un ángulo de la carretera.

A medio camino del puente, Ben paró la moto y miró hacia atrás. Darcey Kane estaba fuera del coche, justo debajo de una farola, con la pistola en la mano. Incluso desde esa distancia pudo ver que prácticamente estaba temblando de la frustración. Su grito de rabia resonó por el río.

Ben no pudo evitar sonreírse a sí mismo mientras se adentraba en la noche de la ciudad.

Sin embargo, de alguna manera, tenía la sensación de que no sería la última vez que vería a Darcey Kane.