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Aeropuerto de Fiumicino, Roma

Tras el tiempo frío y húmedo de Mánchester y el vuelo en el jet Cessna Citation con el aire acondicionado a todo trapo, la sofocante noche romana le hizo sentirse como en una sauna cuando descendió a la pista de aterrizaje privada. Al momento supo que el fino jersey de cuello alto negro que se había puesto en el avión iba a ser demasiado. Era la primera vez que estaba en Italia y había picado como una estúpida turista.

Tres vehículos aguardaban cerca, dos BMW sin distintivos de la Interpol y un Alfa Romeo de la policía. Junto a estos había un grupo de cuatro agentes de paisano que la observaron expectantes cuando se acercó a ellos. Les estrechó la mano rápidamente y uno de los agentes hizo las presentaciones. Era alto, calvo y delgadísimo y llevaba un traje a medida y la camisa con el cuello abierto. Su inglés era excelente.

—Y mi nombre es Paolo Buitoni —concluyó—. Soy su enlace en Roma. Estoy aquí para lo que necesite. —Le dio una calada al cigarro y expulsó el aire por la nariz.

—¿Buitoni?

—Como la pasta. Nada de bromas con espaguetis, por favor. —Buitoni sonrió y se le formaron arruguitas en los ojos.

—No me gustan los espaguetis.

—Una lástima.

—Y no estoy aquí para apreciar el sentido de humor de nadie —dijo Darcey.

—Ya lo veo.

—Y apague ese cigarrillo, Paolo.

Buitoni la miró y a continuación tiró el cigarrillo y chispas naranjas rodaron por la pista de aterrizaje. Le señaló uno de los BMW.

—Ha ocurrido algo en estos últimos minutos —le dijo mientras caminaban hacia el coche—. El sospechoso Ben Hope ha conseguido escapar instantes antes y está huyendo por la ciudad mientras hablamos.

Lo miró con los ojos entrecerrados.

—Ajá. ¿Y ahora me lo dice?

Buitoni se encogió de hombros.

—Nosotros acabamos de enterarnos.

—Y nadie iba a hacer nada hasta que yo llegara.

—Pronto verá que en Italia las cosas funcionan así.

—Ya no. ¿Cuál es la ubicación de nuestro objetivo?

—Nuestros agentes lo persiguieron hasta el metro justo hará siete minutos.

—Genial —dijo Darcey mientras Paolo le indicaba que se metiera en la parte trasera del BMW. El conductor no había apagado el motor—. El metro es un lugar fácil para perder a un fugitivo. Y este ya ha demostrado esta noche ser más inteligente que su policía. —Abrió la puerta con brusquedad.

—No es tan fácil como pueda pensar —dijo Buitoni—. El metro de Roma sigue en construcción. Solo tiene dos líneas y treinta y ocho kilómetros de vías, comparado con los más de cuatrocientos de Londres. Créame, tiene pocos lugares donde esconderse.

—Entonces quiero todo el sistema sellado antes de que encuentre una manera de salir. Levante un cordón. Que nada salga ni entre sin mi permiso.

—Hecho. Lo cogeremos. No hay problema.

Darcey se metió en la parte trasera del BMW con uno de los otros agentes y cerró la puerta.

—En marcha.

Buitoni ocupó el asiento del copiloto y el coche arrancó con un chirrido de neumáticos. El segundo BMW sin distintivos fue detrás, con el Alfa Romeo de la policía cerrando la comitiva. Cuando dejaron el aeropuerto, el Alfa encendió las luces y la sirena. El tráfico nocturno se echó a un lado cuando cogieron la carretera en dirección a la ciudad.

Buitoni se volvió para darle a Darcey una tarjeta de identificación y una placa, y una pistola en una funda negra. Contenía una Beretta 92FS, el arma estándar de la policía italiana. Pesaba más que la Glock, que era el arma que acostumbraba a usar, menos de un kilo de robusto acero. El arma contenía diecisiete balas Parabellum de nueve milímetros.

—¿A qué distancia estamos? —preguntó Darcey mientras asentía hacia delante.

—Estaremos allí en quince minutos —dijo Buitoni.

—¿Hay algo que necesite?

—Usted es quien manda, Kane.

—Entonces llévenme allí en diez minutos.

El conductor pisó el acelerador y la pequeña procesión de vehículos entró en Roma en algo más de once minutos. Se detuvieron junto a una estación de metro a rebosar de coches, furgonetas y motos de policía y una creciente muchedumbre de policías uniformados. Allí fue donde Darcey vio por primera vez a los Carabinieri, con esos pantalones con una franja roja y las Beretta en el costado. Se preguntó cuánto se envalentonarían si les dijera lo afeminados que parecían con aquellas botas de cuero hasta las rodillas. Buitoni debió de verle la cara porque se acercó y le dijo:

—¿Es su primera vez en Roma?

—Acabemos con esto —dijo ella.

Estaban saliendo del coche cuando la radio de Buitoni cobró vida. Frunció el ceño.

—Deprisa —dijo mientras cogía a Darcey del brazo y la llevaba hacia la entrada de la estación. Ella se zafó de él.

—Hábleme, Paolo.

Mientras bajaban las escaleras a la carrera, Paolo le explicó:

—Tenemos imágenes de Hope subiéndose a un tren tres paradas antes en esta línea, hará solo unos minutos.

Darcey atravesó las puertas batientes.

—¿Están todas las estaciones cerradas?

—Estamos trabajando en ello. Pero no se ha bajado. El tren tiene que parar aquí de un momento a otro. —Atravesaron a toda velocidad los pasillos, rodeados por policías armados hasta los dientes. Darcey se recogió el pelo con una goma mientras caminaba. Sacó la gorra de béisbol que llevaba doblada en el bolsillo trasero, la estiró bien y se la puso.

Un instante después salieron al andén, donde cerca de un millar de armas apuntaban a la boca oscura del túnel. Darcey comprobó su Beretta. Externamente estaba tranquila, relajada, a cargo por completo de la situación. No quería que Buitoni ni nadie viera que el corazón le latía a toda velocidad o que le temblaban las rodillas de los nervios mientras aguardaban a que el tren llegara a la estación. A punto estuvo de soltar un grito involuntario cuando vio luces en el túnel oscuro. Con un gemido sordo y el silbido de los frenos, el tren salió a la luz y se detuvo.

Darcey estaba tan tensa que creyó que el cuello se le iba a partir. Se oyó el chirrido de los frenos hidráulicos y las puertas de los vagones se abrieron. La policía entró en todos. Recorrieron los vagones mientras sus radios zumbaban y escudriñaron cada centímetro de estos.

No tardaron en informar a Darcey.

—No está aquí. —Buitoni parecía repentinamente agotado.

Darcey no dijo nada.

—No se enfade —dijo él mientras observaba sus ojos.

—Cuando esté enfadada, lo sabrá.

—No comprendo cómo ha podido ocurrir. —Buitoni señaló al tren vacío—. Iba en él.

—Entonces resulta obvio que se bajó, ¿no? No usó la estación.

Buitoni lo miró con cara de no entender.

—No son conscientes de con quién nos las estamos viendo, ¿verdad? —le espetó Darcey—. Ben Hope no es el típico delincuente, ni un mafiosillo del tres al cuarto al que puedan atrapar durante una redada o durmiendo en su almacén con la nariz hasta arriba de coca. Es de las SAS. No tiene ni idea del adiestramiento que recibe esa gente.

—¿Cómo sabe tanto al respecto?

—Porque me las he visto con ellos —dijo Darcey—. Mi antigua unidad, CO19, envía a su personal a recibir instrucción de las SAS. Aptitud física. Batallas cuerpo a cuerpo, con y sin armas. Conducción defensiva. Rescate de rehenes. Huida y evasión. Eso solo como aperitivo.

Buitoni arqueó una ceja.

—Duro.

—Créame, no existe una palabra que defina cuán duro es. Al igual que no existe una palabra ni en inglés ni en italiano para describir cómo la ha cagado su gente. —Darcey siguió hablando por encima de Buitoni cuando este empezó a protestar—. Métaselo en la cabeza. Ese hombre está preparado para cualquier cosa. Puede desaparecer, resistirse a su captura durante semanas, escabullirse de la trampa más sofisticada. Es el objetivo más complicado tras el que hayan ido nunca, y ¿qué hacen sus hombres? Se lo ponen fácil. Dejan que se ría de ustedes. Tampoco es que sea muy difícil. No discuta conmigo, Paolo. Sabe que tengo razón. —Alzó la vista al túnel vacío, tras el tren inmóvil y las hordas de policías que en esos momentos estaban sacando a los alucinados pasajeros de la estación—. Supongo que incluso en Italia harán de vez en cuando mantenimiento y mejoras en el metro, ¿no?

—Aunque seguramente no podamos estar al nivel de su superior ejemplo.

Darcey hizo caso omiso de su sarcasmo.

—Entonces será posible cortar la electricidad en una sección de la vía pero mantener la iluminación.

—Creo que podremos hacerlo.

—Háganlo.

Buitoni habló por la radio. Un instante después se pusieron en contacto con él y le dijo a Darcey que ya lo habían hecho.

—Bien. Vamos a entrar.

Buitoni la miró.

—¿Quién va a entrar?

Darcey lo señaló a él, a ella y al grupo de policías que estaban en el andén.

—Todos nosotros. Y quiero a otros cincuenta agentes al otro lado, donde Hope se subió. Tiene que estar en algún lugar de esta línea.

En cuestión de tres minutos, Darcey y Buitoni encabezaban el grupo que estaba adentrándose por el túnel subterráneo. Conforme se alejaban de la estación, la atmósfera resultaba más opresiva y agobiante. No estaba acostumbrada a ese calor. El jersey de cuello vuelto de algodón se le estaba pegando a la espalda. De tanto en tanto se veía una tenue luz en las paredes tiznadas, pero la iluminación era muy pobre y durante la mayor parte del tiempo el túnel estuvo inmerso en la oscuridad salvo por los haces de sus Maglite. No había nada que se moviera por delante de ellos, tan solo alguna ocasional forma oscura y escurridiza de una rata perturbaba su avance.

—Esto es divertido —dijo Buitoni mientras avanzaban con dificultad, tan solo unos metros por delante del resto de efectivos.

—¿Cómo es que su inglés es tan bueno? —le preguntó ella.

—Mi madre era de Gloucester. Vivimos en Gran Bretaña hasta que cumplí nueve años y luego nos trasladamos a Roma. He vivido aquí desde entonces.

—Entonces conoce esta ciudad bastante bien.

—Más que la mayoría —dijo—. ¿Qué hay de su italiano? Tampoco es malo.

—Clases nocturnas —le respondió.

Caminaron en silencio. Buitoni parecía inmerso en sus pensamientos.

—No lo entiendo —dijo tras un rato—. Es decir, mucha gente tenía sus sospechas sobre Tassoni. Incluso se habían formulado acusaciones contra él durante años, si bien ninguna llegó a demostrarse. Pero matarlo en su casa… ¿y por qué? ¿Cómo siquiera está ese Hope implicado?

—Me da igual si Tassoni tenía intención de ser el próximo Mussolini —dijo Darcey—. Y me da igual si Hope le ha hecho un favor al mundo quitándolo de en medio. Y me da igual por qué lo hizo. Es mío y va a caer.

Buitoni se volvió para mirarla cuando el haz de una linterna cruzó su rostro. Se fijó en la expresión de sus ojos e iba a decirle: «Ya sé por qué la han enviado aquí», pero luego se lo pensó mejor y siguió con la boca cerrada.

Transcurrieron otros veinte minutos.

—Es inútil —dijo Buitoni mientras caminaban fatigosamente por el túnel en la oscuridad—. Estoy convencido de que Hope jamás ha estado aquí.

—Ha estado aquí. ¿No lo huele?

—No me lo diga. ¿Los instructores de las SAS también le enseñaron a detectar el olor de su presa, cual depredador a la caza? —Eso no le habría sorprendido. Estaba empezando a hacerse una idea de qué tipo de persona era su superior.

Ella no le respondió. Buitoni olisqueó el aire húmedo y correoso.

—Todo lo que puedo oler en este agujero infernal es ratas y mugre y humedad y sudor de cincuenta Carabinieri.

—Yo huelo algo más —dijo Darcey—. Combustible quemado de un encendedor.