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Ben puso rumbo sur-suroeste mientras el sol despuntaba a su espalda, más o menos en dirección a Nápoles, si bien tenía la intención de desviarse lentamente hacia la costa oeste de Italia. Desde allí seguiría la carretera de la costa por entre un centenar de ciudades y pueblos costeros hasta llegar finalmente a Roma.

Para un hombre que había estado corriendo de aquí para allá durante prácticamente toda su vida, siempre con un plan preciso y calculado en su mente, siempre batallando contra el tiempo, se le hacía raro no tener nada que hacer. Extraño, sí, pero bienvenido fuera, porque, por primera vez, no ardía en deseos de hacer el viaje para visitar a Brooke en Londres. Un mes atrás habría ido corriendo hasta allí.

¿Qué había cambiado? Esa era la pregunta que le rondaba por la cabeza mientras conducía. Por enésima vez rememoró todas sus conversaciones, cosas que podía haberle dicho que le hubieran molestado, cualquier cosa que pudiera haber hecho mal. No se le ocurría una sola razón. No habían discutido. Ninguna pelea, nada que pudiera explicar por qué las cosas deberían ser menos que delirantemente perfectas. Casi tres meses de lo que había creído que era una relación feliz, amorosa y cálida.

Entonces, ¿qué había ocurrido? ¿Qué estaba reconcomiéndola últimamente? Parecía estar alejándose de él. Era obvio que algo le preocupaba, pero se negaba a hablarle de ello. No hacía mucho tiempo, habrían aprovechado cualquier oportunidad para estar juntos, ya fuera él quien viajara hasta Londres o ella quien fuera a visitarlo a Le Val. Pero, de repente, parecía menos interesada en dejar su hogar en Richmond, hasta había cancelado las dos últimas charlas que tenía que impartir a sus clientes. De repente no había manera de contactar con ella por teléfono, y cuando lo conseguía, podía detectar un tono en su voz que antes no había existido. Pero ella no le había dicho nada. Era como si estuviera ocultándole algo.

Qué iba a conseguir exactamente con esa visita sorpresa a Londres, no lo tenía demasiado claro. ¿Tenía intención de romper con ella? ¿De instarla a hablar? ¿Se sinceraría con ella diciéndole que le importaba y le pediría a continuación que, a cambio, fuera honesta con él?

Tal vez el problema no esté en ella, pensó mientras seguía conduciendo. Tal vez fuera él. ¿Acaso no era él quien había venido a Italia buscando una manera de escapar de su situación en Le Val? ¿No era él quien quería dejar atrás la estabilidad que tanto le había costado lograr? Tal vez Brooke hubiera percibido que algo había cambiado, o una falta de compromiso. Eso le dolía, y no dejaba de preguntarse una y otra vez si habría algo de verdad en aquello. ¿Era así? Creía que no, pero tal vez estuviera equivocado.

Un policía de París llamado Luc Simon le había dicho en una ocasión a Ben algo que se le había quedado grabado desde entonces:

«Los hombres como nosotros somos un problema para las mujeres. Somos lobos solitarios. Queremos amarlas, pero solo les hacemos daño. Y por eso ellas se marchan…».

Ben fue por carreteras secundarias, intentando mantener una velocidad constante, pero era como si el coche consiguiera cogerlo siempre desprevenido. Tras unos instantes logró calmarse y fue todo lo rápido que su coche quiso. El aire que entraba por la ventanilla abierta le alborotaba el pelo y encontró una emisora de radio que ponía música jazz, frenética, con chirriantes saxos y estruendosas baterías, muy acorde con su estado de ánimo.

En las pocas horas que le llevó alcanzar la costa oeste, atravesando las colinas bañadas por el sol de la rica región de la Campania, había conseguido sosegarse un poco. Entraban las primeras horas de la tarde cuando atisbó por primera vez el Mar Tirreno, con barcos y yates salpicando de puntos blancos sus brillantes aguas. Deambuló unos cuantos kilómetros más y entonces encontró un pueblecito pesquero un poco al norte de Mondragone, virgen de turistas, y allí se detuvo. Miró el móvil para comprobar si tenía algún mensaje o llamada de Brooke. Nada.

Tras unos minutos vagando por las antiguas calles del lugar, encontró un restaurante con vistas a la playa, un tranquilo negocio familiar con mesas pequeñas, manteles de cuadros y un menú casero que casi se podía comparar con las delicias de Casa McCulloch. El vino le tentaba, pero se bebió menos de un vaso antes de proseguir con el viaje.