71
—Es una puta vieja tarada, podrida y mentirosa —dijo Darcey mientras masticaba el filete—. No me gusta.
Pasaban las nueve y la noche seguía cálida, con una ligera brisa proveniente del mar. Habían dispuesto su mesa para dos en el patio junto a la piscina del anexo para invitados en la finca de la villa Renzi, donde Mimi les había insistido que pasaran la noche. La anciana se había disculpado por no cenar con ellos, pero ella siempre se retiraba pronto con tan solo un vaso de leche templada antes de irse a la cama. La comida y vino que había pedido para ellos era de uno de los mejores restaurantes de Mónaco. Iban ya por la segunda botella de Château Mouton Rothschild.
—Necesitaba confesar lo que había hecho —dijo Ben.
Darcey gruñó.
—Pues entonces que vaya a hablar con un sacerdote.
—Tan solo quiere intentar arreglarlo. Puedo entenderlo. La gente comete errores, Darcey.
—Oh, sí. —Darcey no parecía convencida—. La gente comete errores. Pero no esperan a estar a punto de palmarla para sentirse arrepentidos. Entonces ¿vas a ayudarla?
—Le dije que lo pensaría —dijo Ben—. Y voy a hacerlo. Pero las cosas están un tanto complicadas en este momento.
—Podría decirse que sí.
Ben apartó el plato. No tenía más hambre. Se levantó y cruzó las puertas del patio abierto al lujoso anexo de dos habitaciones, fue junto a la butaca donde había tirado la bolsa y soltó las correas. En el interior, doblada junto a su menguante suministro de dinero, estaba la lista de los ocho números de móvil que había copiado del registro de llamadas del teléfono de Spartak Gourko en el viaje en tren desde Milán. De los ocho, había tres a los que Gourko había llamado con más frecuencia y durante más tiempo. Ben había rodeado con un círculo esos tres nombres tantas veces en el tren que el papel estaba casi rasgado.
Y ahora sabía qué decir. Se sentó en el extremo de la butaca, encendió el teléfono de Gourko y marcó el primer número de la lista. Le saltó directamente el buzón de voz. Ben aguardó al bip, y luego dejó un mensaje. Escueto y simple, despacio y claro.
«Este es un mensaje para Grigori Shikov. Él sabe quién soy. Tengo la Medusa Negra. Llámeme si está interesado».
Como no obtuvo tampoco respuesta de los otros dos números más llamados, dejó el mismo mensaje y luego empezó con los otros. Para cuando hubo llegado al final de la lista, solo había obtenido dos respuestas. La primera sonaba como si estuviera en un bar o un club, con una música estruendosa de fondo. No dejó mensaje. En el segundo número respondió un tipo italiano que le colgó antes de que dijera tres palabras.
Ahora todo lo que podía hacer era esperar y confiar en que el mensaje surtiera efecto.
—Pareces cansado —dijo Darcey cuando Ben regresó a la mesa—. Tal vez deberías irte a la cama.
—Estoy bien —dijo.
—No, no lo estás. —Sus copas estaban vacías. Cogió la botella, pero no quedaba más vino—. Mierda, ¿esto es todo lo que nos han traído?
—Tal vez creyeran que con una botella de Mouton Rothschild para cada uno sería suficiente —dijo Ben.
—Tiene que haber más bebida en alguna parte. —Darcey se puso de pie de un brinco y desapareció en el anexo. Regresó cinco minutos después, sonriendo y con una botella y dos vasos de brandy de cristal—. Voilá. Ahora ya sabemos qué es la puertecita esa del final del pasillo. Tienes que ir a echar un vistazo a la bodega. Está llena de champán. Y mira lo que he encontrado. Armagnac, de dieciocho años. ¿Te apetece un trago de una bebida de verdad?
—Eres una mala influencia para mí, Darcey Kane.
—Y más que lo seré —dijo mientras le quitaba el papel al cuello de la botella—. Aunque muera intentándolo.
Mientras Darcey servía los vasos, Ben cogió una caja de cerillas para encenderse uno de los Gauloises que había comprado en un kiosco en la estación de Mónaco. Seguía echando en falta su viejo Zippo. Le ofreció el paquete a Darcey.
Esta negó con la cabeza.
—No. —Entonces, tras un momento de vacilación—: Qué coño, venga. —Se llevó el cigarrillo a la boca y Ben encendió otra cerilla para ella. Inhaló con demasiada brusquedad y tosió—. ¿Quién es la mala influencia ahora? —soltó—. ¿Pero qué demonios son esas cosas? Van a matarnos.
—Todo el mundo dice eso —dijo Ben—. Pero si he de escoger entre los cigarros, la mafia Rusia y el servicio de inteligencia británico, me quedo con los Gauloises.
Se sentaron en silencio y fumaron y disfrutaron de aquel rico brandy de dieciocho años. Desde algún lugar de la playa se oyeron risas y el sonido de las notas de una guitarra española: una melodía melancólica y llena de sentimiento que llegó hasta ellos a través del cálido aire de la noche.
—¿Vas a llamarla? —dijo Darcey.
Ben apartó a un lado sus pensamientos.
—¿A Brooke?
—Era en quien estabas pensando ahora, ¿verdad?
Así era.
—No lo sé —dijo—. Tal vez no haya nada que pueda hacer. Tal vez lo nuestro haya terminado y eso sea todo. —Bebió más brandy y decidió que quería cambiar de tema—. ¿Tienes a alguien? —le preguntó.
Darcey negó con la cabeza.
—Digamos que estoy en un periodo intermedio de algo. —Sonrió con arrepentimiento—. Bueno, esa es una manera suave de decirlo. Estoy en un largo intermedio. Dos años.
—Mucho tiempo —dijo Ben.
—El suficiente para que el dolor se vaya —dijo ella—. Su nombre era Sam.
Ben la miró.
—Oh, no está muerto ni nada parecido —dijo al verle la cara—. Aunque vaya si se lo merece el cabrón. Ahora está felizmente casado con Angie, que era mi mejor amiga y que ahora ocupa el número dos de mi lista personal de cabrones. —Arqueó enfadada la ceja y luego se relajó y sonrió—. Así que entiendo cómo te sientes, Ben. Yo estuve muy jodida un tiempo. Pero luego una mañana me desperté en mi pequeño apartamento y me di cuenta de lo libre que era.
Ben sonrió.
—Gracias, Darcey. —Le tocó la mano. Ella no se apartó.
—Libre para hacer todo tipo de cosas malvadas y maravillosas —dijo Darcey. Entrelazó los dedos con los suyos y se acercó un poco más.
Ben tampoco se apartó.
Darcey se levantó y Ben hizo lo mismo. La sonrisa se le borró de los labios y lo miró con gesto serio a los ojos. Cuando Ben se puso en pie, Darcey le rodeó el cuello con sus brazos y sus labios se acercaron a los de él.
Ben cerró los ojos. No sabía si era el cansancio lo que le hacía sentirse mareado, o el vino, o algo más. Estaba en el borde de un precipicio, y todo estaba ocurriendo a cámara lenta mientras una parte de él luchaba por no caer de cabeza a las apetecibles y cálidas aguas que lo esperaban abajo.
—Ella se lo pierde —murmuró Darcey.
El primer beso fue vacilante, casi furtivo. Pero luego ella lo atrajo hacia sí y pegó sus labios con fuerza. Ben sintió cómo el cuerpo de Darcey lo presionaba y cayó entonces en la cuenta de que era porque él la estaba sujetando contra el suyo. Podía sentir cómo le latía el corazón cuando el beso se tornó más apasionado.
Ella se apartó, con la respiración entrecortada y sonrojada.
—Ven. —Le cogió la mano y lo llevó dentro. Antes de llegar siquiera a la puerta de la habitación ya estaba besándolo de nuevo. Abrió la puerta con un empellón de espaldas y luego lo empujó a la cama y lo giró con una fuerza sorprendente. Ben echó a un lado al suave edredón mientras ella se quitaba con agilidad la camiseta y se subía a horcajadas encima de él, cubriéndolo de besos, sin darle tiempo a pensar o querer parar. Darcey se puso boca arriba, se quitó una pernera del pantalón y luego la otra y tiró los vaqueros de una patada para después volver a ponerse encima de él, riendo mientras tanteaba la trabilla del cinturón de Ben.
Le sonó el teléfono en el interior del bolsillo de los vaqueros, en esos momentos en el suelo.
Los dos se quedaron quietos.
—Solo puede ser una persona —dijo Darcey, con la boca a escasos centímetros de la de Ben. Se levantó, estiró el brazo fuera de la cama y cogió los vaqueros. El teléfono seguía sonando con insistencia. Puso el manos libres para que Ben pudiera oírlo y le dio al teléfono verde para responder la llamada.
—¿Darcey? —dijo la voz de un hombre que Ben no había oído antes.
—¿Mick?
—¿Estás bien? Te oigo resollar.
Darcey se apartó un mechón de pelo de los ojos. No podía parar de sonreír.
—He tenido que correr para coger el teléfono. ¿Qué ocurre?
—Estaba aquí, en la taquilla —dijo Walker—. Tal como me dijiste. Lo tengo, no ha habido problema alguno. —Bajó la voz y sonó serio—. Es una carpeta. Y creo que tienes que ver sus documentos de inmediato. ¿Tienes algún fax allí?
Ben señaló a la puerta abierta del dormitorio. Había un teléfono-fax en una mesa en el recibidor del anexo.
—Espera un momento, Mick —dijo Darcey. Ben y ella corrieron hacia el fax. Le leyó en voz alta el número a Walker.
—Lo tengo —dijo Walker—. Ya te lo estoy mandando. Supongo que querrás guardarlo en un lugar seguro, Darcey. El original va a ir a la caja de seguridad de un banco mañana por la mañana. Sabrás por qué cuando lo leas —añadió crípticamente—. Llámame, ¿vale?
Instantes después de que Walker hubiera colgado, el fax empezó a zumbar, succionó la primera hoja de papel y la impresora empezó a funcionar.
—¿Qué crees que es? —dijo Darcey mientras corría a ponerse la ropa.
Ben miró el lector digital del frontal de la máquina.
—Sea lo que sea, doce páginas están de camino.
El fax a color tardó menos de dos minutos en imprimirlo. Era el documento completo de inteligencia sobre la Operación Jericó.
—Jamie Lister debió de sacarlo de su despacho cuando decidió seguir por libre —musitó Darcey—. Joder. Mira esto.
La operación clasificada estaba descrita con todo detalle. Estaba todo allí, los sellos oficiales, las firmas de los altos cargos. Algunos nombres, como Ferris, Blackmore y Yemm, aparecían una y otra vez. Las primeras dos páginas eran los perfiles de Grigori Shikov y su hijo; este último aparecía en un par de fotos en la cubierta de un yate a motor con una bonita rubia en bikini.
No fue hasta la tercera página cuando a Ben se le pusieron los pelos de punta. Allí estaba la prueba irrefutable de que los altos jefes de la inteligencia al frente del departamento de Lister habían sabido del robo de la galería con bastante antelación por los informes que habían recibido de su informador, Urbano Tassoni.
La siguiente página mostraba un rostro que Ben recordaba del robo. Bruno Bellomo, uno de los hombres a los que había colgado de la ventana. Su nombre real era Mario Belli y era un agente infiltrado que seguía órdenes claras, firmadas y contrafirmadas por los superiores de Lister.
—Les daba igual si moría gente inocente —dijo Darcey con repulsión—. Mira esta línea: «Un cierto grado de daños colaterales podrá considerarse permisible para facilitar la operación». Es tal como dijo Lister.
En las páginas siguientes había un resumen oficial de la extorsión a Tassoni, incorporando una serie de fotos comprometedoras con prostitutas menores de edad y un resumen del acuerdo que le habían ofrecido. Solo esa información era suficiente para desencadenar un incidente internacional.
Y luego, en la página siguiente, llegó lo gordo.
—Joder —murmuró Darcey.
La foto de Tassoni, con la palabra «ELIMINADO» impresa en letras rojas oficiales sobre su rostro. Debajo estaba el nombre en clave del operativo que había llevado a cabo el trabajo, con la firma del jefe que lo había autorizado: Mason Ferris. La siguiente página era una imagen congelada de una cámara de seguridad que mostraba al verdadero asesino de Tassoni llegando a su casa minutos antes que Ben.
Las últimas páginas impresas eran el expediente militar de Ben y algunas imágenes por satélite de él caminando por las calles de Roma la noche del tiroteo. Estaba demasiado estupefacto como para mirarlas siquiera.
—Una pérdida de tiempo, ¿eh? —Darcey sonrió.
Fue entonces cuando oyeron el teléfono. Pero era un tono diferente. El teléfono que Ben le había cogido a Gourko. Dejó las hojas sobre la mesa, se sacó el móvil del bolsillo y respondió. La voz al otro lado de la línea era grave, profunda y dura como el titanio.
—Soy Grigori Shikov —dijo la voz—. Tiene algo que quiero.