21

El mundo erupcionó en un ensordecedor estruendo. Ben se golpeó dolorosamente el hombro contra el suelo y rodó dos veces mientras un huracán de escombros y balas se desataba a su alrededor. No había tiempo para responder a los disparos. Con el pie logró abrir de una patada una puerta cortafuegos. Se metió a rastras por ella y vislumbró unas relucientes baldosas que descendían en espiral, conformando un patrón cuadrangular. Cayó entonces en la cuenta de que se encontraba en el rellano de la caja de la escalera de incendios.

Al siguiente instante, los dos ladrones irrumpieron tras él. Ben se lanzó por las escaleras. La fuerte detonación de los disparos resonó por todo el lugar. Una ventana se hizo añicos y a Ben le llovieron fragmentos de cristal mientras seguía precipitándose por los escalones de baldosa. El siguiente rellano estaba a pocos metros por debajo. Se golpeó con él en la espalda y disparó a los ladrones, con una sola mano, sintiendo cómo el retroceso de la Steyr se la desplazaba hacia arriba y en círculo. La ráfaga triple impactó en uno de ellos en el pecho y sus rodillas flaquearon.

Primera muerte. Ben no lo había querido así, pero en ocasiones no había otra opción.

El hombre muerto cayó a trompicones por la escalera de incendios, propulsado por su propio impulso, y aterrizó sobre Ben con tal fuerza que casi le deja sin aire en los pulmones. El grandullón se sentó a horcajadas al inicio de los peldaños con los pies separados y apuntó con el AR-15 hacia abajo, a la caja de las escaleras. Ben sabía demasiado bien que las balas de ese fusil podían atravesar sin problema puertas de coche, cristal endurecido, mampostería incluso. Un escudo humano no iba a conseguir ralentizarlas demasiado. Apuntó con la Steyr por encima del hombro del cadáver y apretó el gatillo.

No ocurrió nada.

El problema de las armas automáticas pequeñas es que suelen quedarse sin munición en cuestión de segundos. Un cargador de veinte balas en un arma como una Steyr no dura nada de nada. Peor aún, las balas sueltas que se había guardado en el bolsillo de los vaqueros se le habían caído cuando había rodado escaleras abajo. Podía verlas allí, a medio camino entre él y el rellano. No le daría tiempo a cogerlas.

Pero no solo el arma de Ben se había quedado seca. El tipo enorme gritó una palabrota, soltó los cargadores pegados con cinta al fusil y los metió boca abajo en el arma. Antes de que pudiera disparar y agujerear la caja de la escalera, Ben se había zafado del cuerpo de su compañero y estaba bajando las escaleras a trompicones. Llegó a la siguiente esquina antes de que el grandullón pudiera ajustarlo en su mira. Las balas martillearon la pared donde había estado segundos antes. Siguió bajando al vuelo las escaleras y vio otro rellano del que salían dos puertas. Tomó una decisión en menos de un segundo y abrió una de ellas, confiando en que no fuera un armario de limpieza.

No lo era. Un oscuro pasillo se extendía ante sus ojos. Antes de que el otro hombre pudiera ver qué camino había tomado, Ben cerró la puerta tras de sí y echó a correr. Cruzó otra puerta, se topó con una bifurcación en el pasillo y fue a la derecha.

Mientras corría, intentó orientarse. En esos momentos estaba en la planta baja y probablemente estuviera recorriendo el mismo camino por el que los tipos a los que había encerrado en el horno habían subido. Los otros dos debían de haber venido por el otro lado con la intención de acorralarlo.

Moviéndose más despacio y cauteloso ahora que había conseguido zafarse de su perseguidor, Ben siguió avanzando hasta llegar a un vestíbulo que le resultaba familiar. A la izquierda estaba la escalera principal y más adelante la entrada al pasillo de cristal que conducía a la galería.

Ben se detuvo y escuchó. No pudo oír movimiento alguno de la galería. Tal vez todos estuvieran ya muertos y el resto de los ladrones hubiera ya escapado. O quizá estuvieran observándolo por el circuito de cámara cerrada, aguardando en silencio a que llegara para hacerle jirones con sus balas.

Fue mientras estaba allí, pensando en cuál sería su siguiente movimiento, cuando oyó un grito proveniente de la puerta entreabierta en el lado más alejado del pasillo.

El grito de una mujer. Una mujer en apuros.

Se le apareció mentalmente una imagen de Donatella Strada. Corrió por el pasillo y se metió con sigilo en la habitación.

Tendida boca arriba en una chaise longue estaba una muchacha de unos quince o dieciséis años. Tenía un hombre encima que estaba dándole la espalda a Ben. En lo primero en que se fijó fue en su coleta rubia. Se había quitado la máscara y la había tirado al suelo junto con el arma, una pistola ametralladora Steyr igual que la que Ben llevaba en la mano, sin munición. El arma del hombre estaba a un par de pasos de distancia. Muy descuidado.

Ben se acercó un poco más y reconoció a la chica. Era la adolescente taciturna de la exposición. Tenía el pelo alborotado y el rostro crispado y surcado de lágrimas.

De lo siguiente que se percató Ben fue el cuchillo de combate de más de doce centímetros y filo doble que estaba usando para cortarle la ropa a la chica. Le había rasgado el vestido por la mitad y este pendía abierto. En esos momentos le había metido el filo por dentro del sujetador y estaba cortándolo lentamente por la mitad, hablándole a la chica en voz baja a la vez que seccionaba tan frágil material.

La chica abrió los ojos un poco más cuando vio a Ben. El hombre pareció tensarse al percibir una nueva presencia en la habitación. Se volvió.

—¿Quién coño eres tú? —La gente tendía a emplear su lengua materna en momentos de sorpresa. El Ruso.

Ben levantó su Steyr vacía. Dio un paso más.

—¿Te has olvidado de nuestra conversación? Creía que habíamos acordado que no ibas a hacer daño a nadie más.

El Ruso parpadeó.

—Eres tú —dijo, cambiando del ruso al inglés. Hablaba con acento estadounidense. Demasiadas películas de Hollywood.

—Aléjate de ella —dijo Ben mientras lo señalaba con el arma.

—No la he tocado. Míralo tú mismo.

—Aléjate de ella —repitió.

El Ruso se apartó de la chica, pero no soltó el cuchillo. La adolescente se cubrió al instante con los jirones de su vestido y se acurrucó erguida en la chaise longue, emitiendo leves gemidos y temblando como si la hubieran arrojado a aguas gélidas.

—¿Quién eres? —le preguntó ese hombre con lo que se le antojó genuina curiosidad.

—Mi nombre es Ben Hope.

—¿Qué estás haciendo aquí?

—Tan solo soy un turista —respondió Ben—. Vine a ver algo de arte.

—Parece que has escogido la galería equivocada.

—Eso me parece a mí también —dijo Ben y dio otro paso al frente.

El Ruso rio. Para tener a un hombre apuntándole a la cara con una pistola ametralladora, guardaba demasiado bien la compostura.

—Eres de Inglaterra.

—Ya no vivo allí. Y tú eres ucraniano —dijo Ben.

—Excelente observación. Mi nombre es Anatoly Shikov —dijo como si tuviera que significar algo para Ben. No era así, pero el hecho de que el Ruso se lo hubiera dicho sí significaba mucho. Significaba que estaba seguro de que Ben no saldría con vida de la habitación. El tipo tenía aviesas intenciones. Cuáles, Ben aún lo desconocía.

—Creo que deberías soltar el cuchillo, Anatoly —dijo Ben—. Las cosas serán mejor para ti de esa manera. Y luego podrás llevarme al lugar donde retienes a los rehenes. Es hora de acabar con esto.

Los ojos de Anatoly refulgieron con una luz glacial.

—No estoy de acuerdo. Creo que tú deberías soltar el arma. Ya me habrías disparado a estas alturas. Me temo que soy el único que va armado, ¿verdad? —Movió el cuchillo distraído en la mano y luego apuntó con el filo a Ben.

Ben se encogió de hombros y tiró la Steyr.

—Alguien va a resultar herido, Anatoly, y no voy a ser yo.

—Averigüémoslo.

Durante la siguiente fracción de segundo, los ojos de Ben se posaron en el cuchillo. Era un arma extraña, con una enorme protuberancia en el mango que no era la agarradera de una bayoneta. El Ruso lo sostenía de una manera peculiar, y tal y como estaba apuntándole con él…

… Casi como si fuera un arma.

Se oyó un crujido y algo salió despedido por los aires en dirección a Ben. En ese mismo instante cayó en la cuenta de qué arma se trataba y se apartó de su trayectoria. Con rapidez, pero no la suficiente como para evitar la hoja. Esta le rajó el hombro izquierdo de su camiseta, abriéndole la piel, antes de clavarse vibrando en la librería que tenía detrás.

Ben había oído hablar del infame cuchillo balístico de los Spetsnaz, pero nunca antes había visto uno en acción. Su singular protuberancia era el mecanismo de lanzamiento de la hoja, que era propulsada a más velocidad que el perno de una ballesta gracias al potente resorte del interior del mango. Cuchillo de combate, arpón y navaja automática en uno. Muy de la KGB. Muy efectivo. Se llevó la mano al hombro izquierdo y sus dedos se mancharon de sangre. Aún no sentía dolor, solo cierta quemazón y tensión. Pero el dolor llegaría.

—Un juguetito de lo más útil —dijo Ben—. Deberías practicar más con él.

Anatoly tiró a un lado el mango vacío y retrocedió varios pasos, desplazándose en trayectoria curva hacia la chimenea. Tanteó tras de sí, agarró un pesado atizador de hierro forjado y lo blandió cual maniaco mientras Ben se le acercaba rápidamente. Ben se apartó del alcance del golpe y sintió el zumbido del atizador cuando este le pasó a poco más de dos centímetros de la nariz. Volvió a la posición anterior y le propinó una patada a la rodilla del Ruso que no impactó con la suficiente fuerza como para rompérsela. El Ruso gritó de dolor y rabia y le enseñó los dientes a modo de desprecio. Blandió de nuevo el atizador. Ben se agachó. El atizador se golpeó contra la repisa, rompiendo un enorme trozo triangular de mármol que cayó junto a la chimenea con estrépito. Ben se agachó, lo cogió y lo lanzó con toda su fuerza a la cabeza del Ruso.

Anatoly vio el trozo de mármol volando hacia él e intentó zafarse de este como si de un jugador de béisbol se tratara. El bate más delgado del mundo frente a la pelota más pesada. El atizador zumbó en el aire y conectó con la nada. El trozo de mármol le golpeó en la mejilla y se oyó un sólido crujido. Soltó el atizador y pareció aturdido durante un instante, a continuación retrocedió tambaleante por la habitación con la sangre manando del irregular corte que se le había abierto bajo el ojo.

—Te dije que no hicieras daño a esa gente —dijo Ben. Cogió el atizador—. Deberías haberme escuchado.

Anatoly retrocedió a trompicones hasta la librería en la que la hoja del cuchillo Spetsnaz se había clavado. La retorció y la sacó de la madera. Sus ojos estaban llenos de un odio maniaco. Gritó y se acercó corriendo a Ben como un loco, blandiendo la hoja con el brazo en alto.

Estaba a tres metros de distancia cuando Ben cogió empuje y le arrojó el atizador. Este salió disparado cual lanza de hierro y Anatoly corrió directo a él. El impulso de ambos combinado hizo que se le clavara hasta lo más profundo de su cerebro. Cayó boca arriba como si le hubiera golpeado una bola de cañón y se quedó quieto. Seguía sosteniendo el filo del cuchillo en su mano y miraba a Ben, pero en sus ojos ya no había vida.

Ben pudo sentir la cálida humedad de la sangre bajándole por el hombro y pegándole la camiseta a la piel. El hilo de sangre siguió bajándole por el brazo y empezó a gotearle del codo. Se giró hacia la chica y fue junto a la chaise longue donde aún seguía acurrucada pero en tensión, temblando, con la mirada vacía. Le puso la mano en la frente. Fría y sudorosa. Iba a entrar en shock.

Estaba a punto de decirle algo para que se tranquilizara, cuando oyó que la puerta principal de la Academia Giordani reventaba.